Viaje al coraz¨®n de las tinieblas
Mis hijos me aconsejaron que dejara en casa las tarjetas de cr¨¦dito y que llevara en la cartera no m¨¢s de 20 euros. Luego me acompa?aron hasta la boca de Rocafort y me despidieron con la iron¨ªa del experto que ve partir al novato hacia el coraz¨®n de las tinieblas.
Raramente utilizo el metro. No me enorgullezco de ello, m¨¢s bien opto por ocultarlo, pues las pocas veces que confieso mi condici¨®n de ciudadano de superficie suelo provocar las loas m¨¢s encendidas sobre la rapidez, racionalidad y comodidad del desplazamiento subterr¨¢neo. S¨¦ que como cronista me pierdo mucho pulso humano, pero no puedo remediarlo; siempre he cre¨ªdo, con Enrique Vila-Matas, que las cuentas no cuadran, que el n¨²mero de viajeros que baja a los andenes no se corresponde con el de los que emergen a la postre. Indefectiblemente faltan unos cuantos. Y si no faltan, no son los mismos los que entraron que los que salieron: a algunos se les ha perdido el rastro para siempre, mientras que han aparecido otros que les suplantan gracias a su extraordinario parecido f¨ªsico.
Pasadas las tres de la madrugada, la estaci¨®n de Catalunya era una fiesta de j¨®venes hablando todas las lenguas, incluso, cr¨¦anme, el catal¨¢n
Pero la madrugada del s¨¢bado yo no ten¨ªa excusa: el metro iba a permanecer abierto durante toda la noche y mi misi¨®n era explicarlo. De modo que, armado de valor, sin tarjetas de cr¨¦dito y con poco dinero, me puse en ruta por la l¨ªnea 1 con destino al Hospital de Bellvitge. Pasaban algunos minutos de las dos de la madrugada. Antes de subir al tren, que tard¨® en llegar 7 minutos y 11 segundos, estuve entretenido tratando de descifrar alguna palabra del di¨¢logo que manten¨ªan dos mujeres de and¨¦n a and¨¦n: hablaban alto y claro -a gritos, para ser m¨¢s exactos-, pero lo hac¨ªan en un urdu. En un extremo del and¨¦n, junto al t¨²nel, un caballero miccionaba sobre las v¨ªas y yo pens¨¦ en el ministro de Justicia, digo, de Industria, cuando era alcalde de mi ciudad y recomendaba sortir pixats de casa, aunque me guard¨¦ mucho de ponderarle al caballero las virtudes de tal profilaxis, no fuera ¨¦l a explicarme sus problemas de pr¨®stata. El tren lleg¨® medio lleno. Cuadrillas de j¨®venes con xibeca, botellones de litro y medio con limonada mezclada con alg¨²n otro brebaje menos inocente, etc¨¦tera. Y tambi¨¦n -con eso no contaba- algunas parejas de personas de media edad, incluso mayores, que sin duda hab¨ªan pasado la velada en el centro y ahora regresaban a sus casas. Risas y bromas, pero ambiente muy tranquilo. En Hostafrancs subi¨® un grupo de chicos y chicas g¨®ticos, cabellos largos, lacios y negros, abrigos oscuros a lo matrix, plataformas de v¨¦rtigo como calzado, cadenas colgando, polvos blanquecinos en el rostro y cr¨¢teres de los ojos excavados con abundante l¨¢piz negro. Bajaron en Pla?a de Sants sin apenas haberse dirigido la palabra entre ellos. A partir de ese punto el vag¨®n se fue vaciando y en la estaci¨®n Avinguda del Carrilet me qued¨¦ s¨®lo. Pero en el final de trayecto descubr¨ª que en el tren viajaba alguien m¨¢s: una pareja de latinoamericanos, ella descalza, ¨¦l con los zapatos de tac¨®n fino de ella en la mano, que fueron gentilmente invitados a apearse del convoy por dos fornidos guardias jurados. "?No se encuentran bien?", o¨ª que les preguntaban sol¨ªcitos los guardias, y los otros aseguraban que estaban estupendamente y preguntaban a su vez si aquello era la estaci¨®n de Fondo, que se halla en el extremo opuesto de la L¨ªnea 1, en Santa Coloma. Cuando cayeron en su error, hicieron como este cronista, volverse atr¨¢s por la misma l¨ªnea, aunque m¨¢s tarde les vi bajar en Urgell, impelidos por qui¨¦n sabe qu¨¦ urgencia.
Pasadas las tres de la madrugada, la estaci¨®n de Catalunya era una fiesta. Poblaci¨®n estudiantil de marcha. Decid¨ª tomar la l¨ªnea 3 hasta Zona Universit¨¤ria y durante el trayecto tuve una excelente compa?¨ªa. Estaba el norteamericano cocido anunciando su condici¨®n de "nice guy" a dos muchachas locales, mientras su colega de farra se tocaba la sien con el ¨ªndice para evidenciar la falta de cordura de su amigo. Estaba otro se?or de ojos inflamados que de vez en cuando invitaba a gritos a guardar silencio a los viajeros, hasta que uno le espet¨®, cortante: "?C¨¢llate t¨², imb¨¦cil!". Y ¨¦l se call¨®, sin m¨¢s historia. Estaba un equipo de algo (?balonmano?) portugu¨¦s, que se pasaba de mano en mano un modesto trofeo plateado. Estaba tambi¨¦n un grupo de italianos hablando con las manos adem¨¢s de con la boca y tambi¨¦n, cr¨¦anme, un grupo de catalanes hablando en catal¨¢n. Y por fin estaban tres lolitas sentadas delante de m¨ª, que se re¨ªan todo el tiempo. No de m¨ª, pues estoy seguro de que ni me vieron. Era invisible para ellas, hab¨ªa desaparecido sin dejar rastro en la negrura helada del t¨²nel.
De vuelta a Pla?a d'Espanya, me di cuenta de que en efecto yo no era la misma persona que hab¨ªa emprendido el viaje. Me parec¨ªa a ¨¦l, pero no ten¨ªa ninguna de sus prevenciones sobre el metro. Especialmente cuando pens¨¦ en mis hijos, que con tanto tino me hab¨ªan aconsejado y que a esa hora estar¨ªan sin duda viajando en metro de un lado a otro, tras haber dejado la moto en casa.
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