"Si las armas estuvieran permitidas en el campus, esto no habr¨ªa ocurrido"
El armero que vendi¨® las pistolas a Cho comprob¨® sus antecedentes
Se siente apenado, pero en absoluto responsable de lo ocurrido. De hecho, las 32 vidas cosidas a balazos en la Universidad Polit¨¦cnica de Virginia el pasado lunes no hacen sino reforzar su creencia: que todo el mundo deber¨ªa de estar armado. "Si las armas estuvieran permitidas en el campus, esto no habr¨ªa ocurrido. Quiz¨¢ hubieran muerto una o dos personas, pero antes de que cayera la tercera, el asesino habr¨ªa sido abatido por alguien con un arma".
Despejada la inc¨®gnita sobre la identidad del mayor asesino en masa en un tiroteo en la historia acad¨¦mica de Estados Unidos, los interrogantes se pusieron sobre qui¨¦n hab¨ªa vendido las mort¨ªferas armas. Siguiendo este razonamiento, puede que John Markell fuera ayer el hombre m¨¢s buscado de la zona. Y no tuvo ning¨²n problema en ser encontrado. Todo lo contrario. Ufano, Markell pos¨® para las c¨¢maras. A las puertas de su negocio -impidi¨® cualquier filmaci¨®n dentro del establecimiento, entre otras cosas porque comparte local con un prestamista de dinero a quienes los clientes se le escapaban por minutos ante la inc¨®moda y acusadora presencia de las c¨¢maras-, Markell declaraba: "No matan las armas, sino las personas".
Cho pag¨® el 13 de marzo 571 d¨®lares por una Glock 19 y despu¨¦s compr¨® la Walther P22
Cincuenta y ocho a?os y una irrefrenable pasi¨®n por las pistolas -lleva una al cinto- y la Segunda Enmienda de la Constituci¨®n estadounidense, que reconoce el derecho del pueblo a poseer y portar armas. El propietario de Roanoke Firearms, a unos 50 kil¨®metros del campus, supo el lunes que su negocio hab¨ªa vendido la Glock 19 a Cho Seung-hui. "Fue una venta corriente a un chaval corriente", dice Markell.
Cho present¨® su carn¨¦ de conducir, una chequera que verificaba su identidad y su direcci¨®n y su tarjeta de residencia en EE UU. Una llamada al ordenador de la polic¨ªa estatal es el ¨²ltimo paso para asegurarse de que el futuro comprador no posee un expediente criminal ni psicol¨®gico. Cho no los ten¨ªa, ambos estaban limpios. En febrero, compr¨® la Walther P22, y el 13 de marzo, un mes despu¨¦s, el lapso de tiempo exigido por el Estado de Virginia, pag¨® 571 d¨®lares por la Glock y 50 balas de munici¨®n 9 mil¨ªmetros (conocidas como full metal jacket, porque no se expanden al entrar en contacto con el cuerpo y son las ideales para disparar sobre un objetivo concreto), impuestos y cargo por llamar a la polic¨ªa incluidos. "?ste es un pa¨ªs de armas", explica el dependiente que puede que le vendiera el arma a Cho. Dentro del establecimiento, nadie quiere identificarse. Pero todos est¨¢n orgullosos del trabajo que realizan: "Armar al pueblo", seg¨²n su definici¨®n y ajust¨¢ndose a la ambigua Segunda Enmienda. "Mire, se?ora", explica con paciencia el dependiente, un tipo enorme, perilla perfectamente afeitada, sentado con las piernas bien abiertas, "si no fuera por mi derecho a armarme, yo hoy hablar¨ªa con acento brit¨¢nico y usted en alem¨¢n".
La referencia a varias guerras en distintos siglos es banal comparada con la siguiente tesis. "Los europeos son incapaces de entender qu¨¦ pasa en este pa¨ªs. Es como si yo le intentara explicar a usted c¨®mo se tiene un hijo". "?No puedo, verdad?", pregunta. "Pues dejen de intentar averiguar c¨®mo pensamos aqu¨ª".
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