Los muertos no hablan
De Beirut a Tr¨ªpoli apenas hay controles militares. Se refuerzan al salir de la ciudad hacia el norte camino del campo sitiado de Naher el Bared (quiere decir el r¨ªo fr¨ªo, qu¨¦ paradoja), en donde en el momento en el que escribo, al final de un largo lunes, pero no al final de todo, siguen libr¨¢ndose feroces combates y produci¨¦ndose bajas y heridos en los dos bandos. A uno lo conocemos. Es el Ej¨¦rcito liban¨¦s. El otro resulta un misterio.
La Conspiraci¨®n, ese recurrente argumento de Oriente Medio para no verse a s¨ª mismo, se encuentra en su momento ¨¢lgido. ?Una facci¨®n, dos facciones, tres facciones? ?Veinte nacionalidades en un solo partido violento? ?O son palestinos j¨®venes y airados? Organizados lo est¨¢n. Y mucho. El Ej¨¦rcito s¨®lo podr¨¢ someterlos perpetrando una masacre, entrando en el campo a sangre y fuego. Ahora mismo sabemos que matan indiscriminadamente. Los cl¨¦rigos (me dejan indiferente a qu¨¦ credo pertenezcan: mienten como bellacos casi siempre) dicen que los de dentro utilizan ni?os como escudos humanos. Los veteranos periodistas sabemos que la crueldad ¨¢rabe convierte a sus hijos en guerrilleros, nunca en barreras. Al menos les arma. Israel s¨ª utiliza ese m¨¦todo, pero con los ni?os palestinos.
El Ej¨¦rcito s¨®lo podr¨¢ someterlos perpetrando una masacre, entrando a sangre y fuego
Bien. Tambi¨¦n corre la versi¨®n de que, de los 40.000 habitantes del campo (10% de la poblaci¨®n de Tr¨ªpoli), la mitad son de Fatah (el cl¨¢sico de la OLP para todas las temporadas), y la otra son palestinos llegados de Ain el Helue, otro campo en Saida (Sid¨®n), y furiosos. Como no hayan venido en autobuses vestidos de jugadores del Bar?a, no s¨¦ yo. A lo mejor es que piensan diferente. A lo mejor es que son de aqu¨ª, del campo. Otras fuentes se?alan que se trata de egipcios, sirios (el fantasma favorito), paquistan¨ªes, afganos... Pero nadie da nombres. Cuando se decreta el triste alto el fuego de esta tarde, para que entren las ambulancias a llevarse heridos y cad¨¢veres, no sabemos con qui¨¦n negocia el comandante. ?Qui¨¦nes son los muertos del bando miliciano? ?Qui¨¦n es el capullo que, cuando entra la Cruz Roja -al Creciente Rojo le dejan entrar-, permite que se pongan a disparar, como si la visi¨®n de la cruz pintada en la carrocer¨ªa les pusiera malitos?
El gran Robert Fisk, de The Independent, con quien estuve charlando cuando nos cruzamos en medio del marasmo period¨ªstico, me confes¨® que ni ¨¦l (que suele saberlo todo) tiene ni idea. Y es verdad lo que ha dicho: "?Los muertos? S¨ª. Carbonizados. Los muertos no hablan". Y no hay ADN que nos autorice a analizar, en el caso de que las ideas dejaran rastro en la sangre y los pa¨ªses tuvieran su adenecito, pienso. El escepticismo lo ti?e todo. Le deseo buena suerte a Fisk y me contempla con conmiseraci¨®n. Me encojo de hombros. Ya s¨¦ que no la hay. Era por hablar.
Les contaba que esto, informativamente, no hay quien lo aguante. Todo el material nos llega filtrado por las fuentes ministeriales, policiales y militares. A los periodistas esos controles que se van haciendo m¨¢s fuertes al llegar al campo nos conducen, disciplinadamente y sin saberlo ("?Qu¨¦ bien educados son!", babeaba hoy un corresponsal dado a la ternura militar) hacia esa especie de picnic-espect¨¢culo para Barbies presentadores/as en que se ha convertido la observaci¨®n de la batalla. Con decir que, en la terraza con pinchos, s¨®lo ¨ªbamos sin casco y en mangas de camisa cuatro veteranos de este pa¨ªs: Fisk, de The Independent; Tom¨¢s Alcoverro, de La Vanguardia; un liban¨¦s al que adoro y que es igual que Fred Astaire y cuyo nombre no puedo recordar ni aunque me empalen; y servidora.
Al llegar al final de nuestro recorrido, custodiado por virtuosas tanquetas, un caminillo se empina hacia la casa en donde se re¨²nen los enviados especiales. Es como una excursi¨®n a un merendero en un "bello paraje de esta peque?a y sufrida rep¨²blica", por decirlo tambi¨¦n manoseando los t¨®picos. A la derecha, naranjales, un invernadero que culmina la brillantez del ¨²ltimo tramo de carretera, sembrado de palmeras y magnolios. Enfrente, veh¨ªculos atascados: periodistas, tanqueta, periodistas, tanqueta. S¨®lo falta una familia y un perrillo. Pero los sabuesos sabemos que tenemos que subirnos a la terraza y esperar, esperar a que los hombres callen porque las armas ladran, a que las personas mueran porque los hombres muerden. S¨®lo nos redime sufrir por saber que, al final de cada bala, hay una historia que termina.
Lo m¨¢s exclusivo que vi desde all¨ª arriba fue a un periodista meando contra un ¨¢rbol y subi¨¦ndose luego la cremallera. Al fondo, el campo de refugiados Naher el Bared, en donde ignoramos qu¨¦ ocurre. Se parece tanto a Gaza, emparedada entre la apat¨ªa turquesa del Mediterr¨¢neo y la tierra de los otros, que asusta. Aqu¨ª la tierra es m¨¢s hermosa pero por ello es tambi¨¦n m¨¢s cruel. No es suya.
?Por qu¨¦ van a hablarnos, los muertos? Esto no es ir a ciegas. Alguien controla la ira, alguien la est¨¢ dirigiendo muy bien.
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