"?D¨®nde est¨¢n nuestros hijos?"
Las Madres de la Candelaria quieren saber el paradero de familiares que desaparecieron a manos de los paramilitares colombianos
El pasado primero de mayo, Teresa Gaviria vio en directo al ex comandante paramilitar Ram¨®n Isaza confesando ante un fiscal que a muchas de sus v¨ªctimas las mataba y las arrojaba al r¨ªo Magdalena. Desde ese d¨ªa, esta mujer menuda, de 55 a?os y hablar en¨¦rgico, se imagina el cuerpo de su hijo, Cristian Camilo, flotando en el r¨ªo y encima de ¨¦l, devor¨¢ndolo, un buitre. Siempre esper¨® encontrar los restos de su hijo para cerrar su duelo. "Ahora, ?qu¨¦ restos voy a encontrar?", se pregunta.
Hace nueve a?os tiene claro que en un campamento de Isaza, a medio camino en la carretera que une Bogot¨¢ con Medell¨ªn, desapareci¨® Cristian Camilo. Ten¨ªa apenas 15 a?os. Era su ni?o mimado: "Como desde peque?o hab¨ªa sido rechazado por el pap¨¢, le ten¨ªa m¨¢s cari?o", confiesa. No descansar¨¢ hasta saber por qu¨¦ lo mataron. No la detienen ni siquiera las amenazas que ha recibido.
Las mujeres muestran las fotos de sus seres queridos cada mi¨¦rcoles en Medell¨ªn
Ese primero de mayo no encontr¨® respuestas. Escuch¨® al m¨¢s viejo paramilitar confesar, de manera descarada y sin inmutarse, 78 cr¨ªmenes de los m¨¢s de 700 que se le achacan. Isaza estaba en una sala de audiencias especial del b¨²nker de la Fiscal¨ªa, al centro occidente de Bogot¨¢; ella, al lado, en el auditorio, que ese d¨ªa estaba a tope con m¨¢s de 300 personas.
Estos encuentros indirectos v¨ªctimas-victimarios se dan desde diciembre, cuando empezaron a desfilar ante la justicia los 2.810 paras que, cobijados por la Ley de Justicia y Paz, recibir¨¢n, como m¨¢ximo, ocho a?os de c¨¢rcel.
Los paramilitares surgieron en las comunidades campesinas para enfrentar los atropellos cometidos por la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Poco a poco se convirtieron en un proyecto pol¨ªtico, econ¨®mico y militar que se extendi¨® a parte del pa¨ªs. Tanto las FARC como los paras mantienen estrechos v¨ªnculos con los narcotraficantes.
Teresa es una de las 50.000 personas que han aceptado el llamamiento para denunciar las atrocidades de los paramilitares; buscan reparaci¨®n a su dolor. Todos los mi¨¦rcoles al mediod¨ªa, Teresa y un grupo de mujeres, entre 30 y 40 a?os, llegan al atrio de la iglesia de la Candelaria, en Medell¨ªn. En silencio, y como parte de rito repetido hace a?os, despliegan pancartas con los rostros de hijos, hermanos o esposos desaparecidos o secuestrados, casi todos v¨ªctimas de los paras por sus supuestos nexos con la guerrilla.
Teresa lleva tambi¨¦n la foto de su hijo colgada en el pecho: Cristian Camilo, sonriente, con su bigote incipiente de adolescente. Son las Madres de la Candelaria. Aunque comparten la misma iglesia como escenario de su protesta y tambi¨¦n el mismo sufrimiento, est¨¢n divididas en dos grupos. Unas, como Teresa, esperan que los paras cuenten todo lo que saben: asesinatos, secuestros, masacres y tierras arrebatadas a los campesinos a lo largo y ancho de este pa¨ªs, dos veces m¨¢s grande que Espa?a. "Reclamamos la verdad", dicen, y por eso van a las audiencias.
Las del otro grupo no lo hacen. "La Ley de Justicia y Paz no se hizo para las v¨ªctimas", dicen. Buscan el cara a cara con sus victimarios para reclamarles, de frente, por todo ese dolor acumulado. Han ido dos veces a la c¨¢rcel de Itag¨¹¨ª -en el ¨¢rea metropolitana de esa ciudad, la segunda del pa¨ªs-, donde desde finales del a?o pasado est¨¢n recluidos los cabecillas de la organizaci¨®n armada. La primera vez, en enero pasado, las recibieron en el patio del penal siete de ellos. "A uno se le revuelve todo: dolor, odio, miedo impotencia... no sabe qu¨¦ decirles", recuerda Luz Amparo. Algunas fueron protegidas detr¨¢s de pa?oletas y gafas oscuras; ellas tambi¨¦n han recibido amenazas. Al final Luz Amparo, decidida, se acerc¨® a Don Berna -uno de los m¨¢s sanguinarios comandantes- y le entreg¨® varias fotos: "?sta es mi familia; ah¨ª se los dejo: necesito saber d¨®nde est¨¢n". Eran los rostros de su hijo, su hermana, el esposo y la hija de ¨¦sta. "Se los llevaron los paracos; no se sabe para qu¨¦ lado", dice Luz Amparo con una mueca de desesperanza.
Sali¨® de la c¨¢rcel reconfortada: "Como si me hubieran lavado la cabeza, porque me escucharon", dice. Ella es una de las que lleva a?os gritando su angustia. "Esa indiferencia nos manten¨ªa amargadas, resentidas. ?Hablar nos ayuda a aligerar la pena!". Al siguiente encuentro en la iglesia de la Candelaria, llegaron nuevas mujeres: aqu¨¦llas que jam¨¢s se hab¨ªan atrevido a contar su tragedia.
"La verdad", dicen las Madres de la Candelaria, "es la primera herramienta para empezar a elaborar el duelo". Y ser o¨ªdas les sirve de paliativo. Cuando son entrevistadas dan las gracias; como si por a?os hubieran esperado el momento en que alguien se detuviera a o¨ªr sus historias desgarradoras.
"El coraz¨®n m¨ªo es muy enga?ador: a veces los cree vivos, a veces muertos", contesta otra madre de la Candelaria, cuando se le pregunta qu¨¦ le dice su coraz¨®n sobre la suerte de sus dos hijos desaparecidos. Algo parecido le pasa a Lola. No sabe si debe decir "ten¨ªa" o "tiene" cuando habla de la edad de Carlos, su ¨²nico hijo, al que no volvi¨® a ver desde la noche en que los paras rompieron la puerta de la casa en un pueblo de las monta?as de Antioquia. Se lo arrancaron de los brazos. "De nada valieron mis ruegos", dice recordando esa imagen lacerante grabada hace siete a?os. Y mientras le devuelven a su hijo "vivo o muerto", habla con ¨¦l todos los d¨ªas. Siente que le responde desde la foto que tiene en su habitaci¨®n, o desde la que carga en su cartera.
Imposible olvidar
Entre las casi 500 afiliadas de los dos grupos de Madres de la Candelaria, hay algunas para quienes resulta dif¨ªcil perdonar y olvidar. Amanda qued¨® con medio cuerpo inservible en un ataque brutal en el que mataron a sus padres y a su hermana mayor. A?os despu¨¦s mataron a otro hermano y poco despu¨¦s uno m¨¢s desapareci¨®.
Va al encuentro de los mi¨¦rcoles con la foto de este ¨²ltimo. "Como para los paracos todo aserrador era guerrillero, y nosotros nos criamos en ese oficio...", comenta. "Yo quisiera preguntarle a uno de esos hombres: ?ustedes perdonar¨ªan a alguien que les hiciera lo que me hicieron a m¨ª?". Juli¨¢n, su hermano, aprieta los pu?os y se sincera: "Siento odio y rabia; no he podido olvidar, pero s¨¦ que la venganza no sirve de nada". Ten¨ªa apenas 10 a?os, en 1993, cuando los armados llegaron a la finca, a las cinco de la ma?ana. Una imagen lo martillea desde ese d¨ªa: ¨¦l y una de sus hermanas, abrazando a la madre para protegerla de los matones; perdieron el pulso. A ella la tiraron contra una piedra y, con un machete, la partieron en dos. "Nos desbarataron la vida como les dio la gana", dice. Sus ojos enrojecidos reflejan la ira que a¨²n siente.
Quedaron 10 ni?os hu¨¦rfanos. Los repartieron de a uno en uno en las casas de padrinos y amigos. Hoy los dos hermanos viven en un pueblo del ¨¢rea metropolitana de Medell¨ªn. Son una familia m¨¢s del batall¨®n de desplazados que ha dejado la violencia. ?Es posible reparar tama?o sufrimiento? Los dos hermanos se miran y responden casi a coro: "Dici¨¦ndonos d¨®nde est¨¢ mi hermanito. Y si nos van a reparar por los muertos, a los que ya enterramos, que nos reparen. Es duro recibir plata por la muerte de padres y hermanos, pero si es la ¨²nica manera de ayudarnos, ?que lo hagan!".
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