La ciudad y la novela
Cada tarde, seg¨²n declinaba el sol, la nieve iba poni¨¦ndose rosa en el pico quebrado del Veleta, contra el azul limpio del cielo, en las cumbres de Sierra Nevada. Yo levantaba los ojos del libro que estaba leyendo junto a la ventana y no me cansaba de mirar ese rosa tan puro, que nunca era muy intenso, y que poco a poco palidec¨ªa hasta extinguirse, seg¨²n se escond¨ªa el sol, dejando en el pico del Veleta y en el cielo un morado suave que un poco despu¨¦s se disolv¨ªa en la noche. La atracci¨®n que ejerc¨ªa sobre m¨ª esa nieve te?ida de rosa era algo completamente nuevo en mi vida: quiz¨¢ la primera experiencia est¨¦tica consciente no vinculada a la literatura, al cine o a la m¨²sica. Una experiencia inesperada y gratuita; un acto de atenci¨®n que cobraba valor por s¨ª mismo, no por venir asociado a la emoci¨®n amorosa o a un pasaje en un libro. Los libros me rodeaban en aquel cuarto de alquiler con una abundancia a la vez exaltadora y mareante, porque era la primera vez en mi vida que ten¨ªa un poco de dinero, y andaba medio son¨¢mbulo por la ciudad entre los cines y las librer¨ªas, viendo pel¨ªculas en versi¨®n original que se acumulaban despu¨¦s de a?os de censura y comprando las novelas que hasta muy poco tiempo antes hab¨ªa deseado con melancol¨ªa de hambriento mir¨¢ndolas en los escaparates.
La atracci¨®n que ejerc¨ªa sobre m¨ª esa nieve te?ida de rosa era algo nuevo en mi vida
Granada fue la ciudad. No un escenario, sino un espacio en tres dimensiones
Madrid eran lugares aislados, fragmentos de experiencias apenas conectados entre s¨ª
Treinta a?os despu¨¦s soy el mismo lector ensimismado que aquel invierno de la muerte de Franco
Pero el amor por las artes puede ser compatible con la indiferencia hacia el mundo real. Uno tarda en aprender a fijarse en lo que tiene delante de los ojos. Uno puede vivir angustiado por sus propios asuntos, encerrado en la campana a presi¨®n de sus obsesiones. Uno puede simplemente pasar necesidad, esperar cada d¨ªa el pago de una beca que no llega nunca, tener miedo de la polic¨ªa. La apreciaci¨®n est¨¦tica, como supieron muy bien los antiguos, requiere un cierto grado de holganza. El miedo y la penuria no la favorecen. Aquel a?o escolar de la muerte de Franco, despu¨¦s de muchos agobios, yo ten¨ªa una beca que se me antojaba principesca y viv¨ªa en una habitaci¨®n peque?a y luminosa, en un barrio de trabajadores con calles anchas y ¨¢rboles j¨®venes, al final de Granada. Asist¨ªa distra¨ªdamente a las clases en la Universidad, cada vez m¨¢s interrumpidas por huelgas y asambleas, por los primeros remolinos pol¨ªticos de la transici¨®n, pero sobre todo le¨ªa, iba al cine, caminaba. Y en aquel fervor del descubrimiento de tantos libros, mi conciencia se abr¨ªa al mismo tiempo a la maravilla de la novela y de la ciudad como dos formas de comprimir y de ordenar el mundo, dos construcciones org¨¢nicas y abarcadoras en las que cada experiencia singular, cada detalle, cada historia, cobraban su pleno sentido en la unidad de concepci¨®n de la trama.
Hasta entonces yo hab¨ªa le¨ªdo las novelas casi tan atolondradamente como hab¨ªa paseado por las ciudades: siguiendo un hilo, deteni¨¦ndome en una an¨¦cdota, progresando hacia la resoluci¨®n de un enigma, gui¨¢ndome por intuiciones que no me dejaban ver nunca la composici¨®n global. Como quien escucha una sinfon¨ªa percibiendo los motivos como melod¨ªas aisladas que suceden por azar. O ni siquiera eso: como una m¨²sica de fondo. Las ciudades -?beda, Madrid- hab¨ªan sido escenarios borrosos, categor¨ªas mentales nacidas de mi vocaci¨®n de huir o de los espejismos sobre el mundo exterior que alentaban por entonces en las imaginaciones provincianas. ?beda era simplemente el espacio de mi vida familiar, de los lentos a?os de la infancia y la adolescencia: Madrid, la capital vaga, tentadora y hostil en la que la pobreza y el apocamiento hab¨ªan desbaratado en pocos meses cualquier sue?o de emancipaci¨®n personal. Madrid eran lugares aislados, fragmentos de experiencia apenas conectados entre s¨ª por un hilo de desolaci¨®n y distancia: los amaneceres de invierno en la estaci¨®n de Atocha; un cuarto de pensi¨®n; casas de comidas con platos de sopa acuosa sobre manteles de hule; aulas universitarias en las que pocas veces cruc¨¦ algunas palabras con alguien; un calabozo en la Direcci¨®n General de Seguridad; el miedo a las furgonetas grises de la polic¨ªa; bocadillos de calamares fritos en los soportales de la plaza Mayor.
Granada, por primera vez en mi vida, fue la ciudad. No un escenario, ni un tel¨®n de fondo, sino un espacio en m¨¢s de tres dimensiones, porque hab¨ªa que a?adir al menos la del pasado y la de la imaginaci¨®n. Caminar por la calle, internarme en barrios desconocidos, me produc¨ªa una embriaguez semejante a la de leer durante muchas horas o a la de sumergirme en la oscuridad de una sala de cine. Algunas met¨¢foras de Lorca perd¨ªan de pronto su niebla alucinatoria para convertirse en descripciones exactas de la realidad. Un compa?ero de caminatas de entonces me se?al¨® una tarde el monte del Sombrero desde los jardines del Triunfo y recit¨®: "El monte, gato gardu?o, / eriza sus pitas agrias". Y era verdad: el monte ten¨ªa un lomo ¨¢spero y como erizado en el que resaltaban, sobre el ocre polvoriento de la ladera, las hojas tiesas y puntiagudas de la pita. Uno doblaba de noche un callej¨®n del Albaic¨ªn y se encontraba en una plaza rec¨®ndita con alg¨²n ¨¢rbol y un aljibe en el centro y un farol en la esquina, y el recuerdo era inevitable: "La noche se puso ¨ªntima / como una peque?a plaza". Y nada era m¨¢s estimulante en aquellas caminatas que subir por escaleras y callejones empedrados en una ascensi¨®n que parec¨ªa que no fuera a acabar nunca y encontrarse de pronto junto a las altas barandas de los miradores desde las que se divisaba la Alhambra al otro lado del barranco del Darro, o la amplitud de la Vega esfum¨¢ndose en la distancia sobre los tejados de las casas y la c¨²pula y la gran torre cuadrada de la catedral.
Dejadme subir al menos
hasta las altas barandas.
Barandales de la luna
por donde retumba el agua.
En las noches de Granada abundaban entonces locos errantes que pod¨ªan sobresaltarlo a uno si los ve¨ªa surgir como fantasmas de la oscuridad. Hab¨ªa un hombre que rondaba siempre la avenida llamada entonces de Calvo Sotelo y los jardines del Triunfo, y que se parec¨ªa extraordinariamente al mendigo en un dibujo de Picasso: ten¨ªa los ojos claros y fijos, el ce?o y el perfil de un ¨¢guila; ten¨ªa el pelo desordenado y canoso, y la tez cobriza de un profeta alucinado por el sol del desierto, y se vest¨ªa con harapos semejantes. No hablaba con nadie: no ped¨ªa limosna. Tan s¨®lo murmuraba en voz baja y caminaba siempre, la cabeza inclinada y los ojos fijos en el suelo, arrastrando unos zapatos demasiado grandes en los que deb¨ªan de bailarle los sucios pies sin calcetines. Se parec¨ªa al loco Cardenio de Cervantes: caminaba siempre, de noche y de d¨ªa, en verano y en invierno, urgido por una prisa que no lo llevaba a ninguna parte, que lo manten¨ªa circularmente preso en la trama de unas pocas calles. Algunas veces, en las noches de mucho fr¨ªo, se acercaba a las hogueras que encend¨ªan los taxistas. Se quedaba de pie, r¨ªgido, las manos hundidas en las mangas del abrigo, el fuego brill¨¢ndole en los ojos de rapaz nocturna. El misterio de su existencia sin pasado y sin semejantes se contagiaba a los callejones en los que aparec¨ªa. Era tan parte de la noche como los ecos de los pasos en las calles adoquinadas en las que a¨²n brillaban los rieles ya in¨²tiles de los tranv¨ªas, o como el fr¨ªo h¨²medo y la niebla y el rumor de la corriente del Darro en la anchura inh¨®spita de Plaza Nueva, o como la alta sombra fantasmal de la Alhambra.
Uno aprend¨ªa a familiarizarse con los locos igual que con los itinerarios nocturnos de la ciudad. Por la calle de San Jer¨®nimo, alineada de funerarias, vagabundeaba o se apostaba en los quicios de las puertas una mujer demente a la que llamaban Mar¨ªa la Borracha, desgarrada y gritona como una aparici¨®n de Valle-Incl¨¢n. Los estudiantes gamberros la insultaban, por pasar el rato, y Mar¨ªa la Borracha montaba en c¨®lera y esgrim¨ªa un temible bast¨®n con el que daba mandobles en el aire mientras gritaba blasfemias que resonaban en la calle vac¨ªa.
Uno se educaba como explorador de las presencias de la noche, de la soledad que agigantaba las proporciones de las estatuas en la plaza de la catedral, de los sonidos y de los olores: el sonido del agua oculta tras los muros de esas casas con jardines tapiados a las que llaman c¨¢rmenes en Granada; el de los pasos que cobraban un eco n¨ªtido sobre el pavimento de ladrillo del callej¨®n del Gallo, que termina en una torre llamada de la Cautiva; el sonido r¨ªtmico de las m¨¢quinas en las que se imprim¨ªan los peri¨®dicos, que en mi memoria se asocia de inmediato al olor casi alimenticio de la tinta. En la ciudad clausurada, en la noche desierta en la que circulaban ominosas y lentas las furgonetas grises de la polic¨ªa, s¨®lo parec¨ªa que estuvieran despiertos los panaderos y los impresores de los peri¨®dicos, y lo mismo que se ol¨ªa a tinta de peri¨®dico reci¨¦n hecho, le confortaba a uno anticipadamente el est¨®mago el olor caliente que emanaba de las panader¨ªas. Un poco m¨¢s tarde abr¨ªan los bares cercanos al mercado de San Agust¨ªn, y en ellos se mezclaban los madrugadores tremendos que tomaban un caf¨¦ y una copa de co?ac antes de abrir sus pescader¨ªas o sus carnicer¨ªas o sus puestos de hortalizas con los se?oritos turbios que a veces arrastraban una cohorte de gorrones y flamencos. En las primeras noches calientes de mayo, el olor de las flores de azahar inundaba plazas enteras, despertando arrebatos de ternura sin motivo, efusiones sentimentales que conclu¨ªan en un mareo de felicidad y de congoja. La ciudad era un estado de promesa, una tensi¨®n de espera que se agotaba en s¨ª misma, como cuando se avanza por una calle que no se sabe ad¨®nde conduce, se doblan unas cuantas esquinas y, cuando m¨¢s prometedor parece lo que habr¨¢ al final, se descubre que se ha regresado al punto de partida.
Cada lugar, cada hora de la ciudad ten¨ªa su promesa, su regalo, su descubrimiento. Cada tarde soleada de invierno y de primavera volv¨ªa el rosa al pico del Veleta, y la emoci¨®n de mirarlo era inseparable de la melancol¨ªa de su fugacidad. A los veinte a?os es muy raro intuir que las cosas no duran. Algunas veces, las caminatas nocturnas de conversaci¨®n con alg¨²n amigo duraban hasta los primeros indicios del amanecer, y cuando yo regresaba a mi cuarto alquilado, el cansancio extremo acentuaba el insomnio. Ingresaba entonces en el otro reino, el de la lectura, e intu¨ªa confusamente que la novela -la que entonces le¨ªa, la que deseaba escribir alguna vez- es una ciudad hecha de imaginaci¨®n y de memoria, de desorden visible y armon¨ªa secreta. El amor de las ciudades y el de las novelas estaban hechos de la misma sustancia.
M¨¢s de treinta a?os despu¨¦s soy el mismo lector ensimismado y harag¨¢n que aquel invierno de la muerte de Franco acumulaba libros en su cuarto alquilado. Y cuando camino por una ciudad llevado por el asombro y embriagado por la vida callejera, estoy prolongando a trav¨¦s de la lejan¨ªa del tiempo aquellos paseos por Granada.Antonio Mu?oz Molina
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.