La fascinaci¨®n por la gran hecatombe
El mayor conflicto de la historia, entre 1939 y 1945, nutre una enorme bibliograf¨ªa.
Lo que los historiadores han convenido en llamar la II Guerra Mundial es, en realidad, la historia de numerosas guerras que coincidieron en el tiempo y provocaron en su conjunto la mayor hecatombe que han visto los siglos. No hay una cifra precisa de muertos, pero se sabe que sumaron m¨¢s de ochenta millones de personas, lo que quiere decir que varios cientos de millones m¨¢s resultaron heridas, que otros muchos cientos de millones se vieron desplazadas de sus hogares, que otros cientos de millones pasaron hambre y penurias. Para describir el horror sufrido por la humanidad en el corto periodo de seis a?os, los periodistas, escritores e historiadores han intentado explicar que se trat¨®, por primera vez, de una guerra que tuvo el car¨¢cter de total, es decir, que afect¨® a la poblaci¨®n civil incluso en mayor n¨²mero que a los militares movilizados para matar a otros militares. Eso, en cierto sentido, no es del todo verdad. Basta mirar a las conquistas p¨²nicas o romanas, por buscar un solo ejemplo, cuando las huestes imperiales de una ciudad o un Estado sitiaban una ciudad y, cuando ¨¦sta ca¨ªa, en un solo d¨ªa se acababa con toda, con absolutamente toda, la poblaci¨®n civil. Unos mor¨ªan degollados; los que ten¨ªan suerte, pasaban a engrosar de por vida el gigantesco ej¨¦rcito de esclavos que proporcionaba mano de obra barata para el desarrollo econ¨®mico del pa¨ªs o la ciudad de los vencedores.
Fue la primera guerra que tuvo el car¨¢cter de total, que afect¨® a la poblaci¨®n civil en mayor n¨²mero que a los militares
Toda la producci¨®n literaria, hist¨®rica y cinematogr¨¢fica ha estado marcada por la complejidad del conflicto
Tambi¨¦n se ha dado en reducir, con el ¨¢nimo de entenderlo, el fen¨®meno a una pretendida lucha entre los amantes de la libertad y los defensores del totalitarismo. Eso es cierto s¨®lo en parte, aunque sea verdad que el miedo a los totalitarismos era palpable en los pa¨ªses democr¨¢ticos antes de que estallara oficialmente la guerra entre Gran Breta?a y Francia por un lado y Alemania por el otro, que es el punto que marca, en realidad, el inicio oficial del desastre.
Gran Breta?a estaba hasta ese momento absorta en otras preocupaciones, que se centraban en los problemas que le causaba el expansionismo japon¨¦s en China y el resto del lejano Oriente. Eso provocaba en los Gobiernos brit¨¢nicos el justificado miedo a perder el imperio. La India, ni m¨¢s ni menos, pero no s¨®lo la India. Esa preocupaci¨®n y la conciencia de que no ten¨ªa medios suficientes para afrontar dos guerras simult¨¢neas (ni siquiera una seg¨²n los m¨¢s amedrentados) llev¨® a Neville Chamberlain a echar toda la carne en el asador con la pol¨ªtica de apaciguamiento hacia la Alemania hitleriana, y eso supuso en la pr¨¢ctica la condena de la Rep¨²blica espa?ola y de la independencia de Checoslovaquia. Francia, por su parte, viv¨ªa una situaci¨®n postraum¨¢tica, por el recuerdo vivo de la enorme carnicer¨ªa padecida durante la guerra de 1914, que dej¨® al pa¨ªs con una generaci¨®n entera de hombres muertos o mutilados. Adem¨¢s, los inestables Gobiernos franceses se sent¨ªan impotentes para actuar sin el apoyo decidido del Ej¨¦rcito de Gran Breta?a. No fue menor, en todo caso, la atenci¨®n brit¨¢nica al desarrollo del expansionismo ideol¨®gico de la URSS. Antes de que se produjera la invasi¨®n de Polonia por los Ej¨¦rcitos de Hitler, la obsesi¨®n de los conservadores ingleses estaba tambi¨¦n centrada en la m¨¢quina exportadora de revoluciones que era el Estado dirigido por Josif Stalin.
Cuando Gran Breta?a y Francia decidieron entrar en guerra contra Alemania no fue por salvar la democracia en Polonia, cosa que no exist¨ªa, ni por salvar al pueblo jud¨ªo del exterminio, algo sobre lo que exist¨ªan abundantes indicios pero no una completa constancia. Fue porque las intenciones imperialistas de Hitler hab¨ªan quedado absolutamente al desnudo. La invasi¨®n de Francia era predecible, formaba parte de la agenda del dictador alem¨¢n. La firma del pacto germano-sovi¨¦tico en agosto de 1939, unos d¨ªas antes de que se produjera la invasi¨®n conjunta de Polonia, oblig¨® a Gran Breta?a a intervenir contra Alemania y a reforzar el discurso democr¨¢tico contra el nazismo.
Hasta que en 1941 las tropas alemanas atacaron la URSS, cuando ya Francia estaba postrada y Gran Breta?a aislada, la esperanza de que la guerra pudiera volcarse a favor de las democracias fue decreciendo. Jap¨®n aliment¨® la esperanza cuando atac¨® Pearl Harbour y decidi¨® la entrada de Estados Unidos en la guerra.
Pero ¨¦sta se decidi¨® sobre todo en dos escenarios: el frente ruso, donde los dos totalitarismos chocaron con toda la potencia de su industria b¨¦lica y sus gigantescos ej¨¦rcitos; y el frente asi¨¢tico, donde los americanos lograron doblegar a los japoneses. Lo decisivo de la victoria americana en aquella guerra, tan lejana para los espa?oles pese a que provoc¨® ochenta millones de muertos, est¨¢ contado en N¨¦mesis, de Max Hastings. All¨ª se produjeron los bombardeos m¨¢s exterminadores, se crearon campos de concentraci¨®n donde sucumbieron millones de personas, se desarroll¨® la crueldad totalitaria hasta sus m¨¢s graves extremos. Desde un punto de vista muy personal, la bestialidad de los ocupantes japoneses de China, se describe con exquisitez en la pel¨ªcula de Ang Lee Deseo, peligro.
La URSS hab¨ªa pasado a ser, gracias a Hitler y a Jap¨®n, un aliado de la democracia. Y su brutal y asesino dictador pudo continuar con una tarea genocida del mismo calibre que la emprendida por Hitler o el emperador nip¨®n pero sin respuesta de la propaganda de sus aliados. Toda la producci¨®n literaria, hist¨®rica y cinematogr¨¢fica de los a?os posteriores est¨¢ marcada por la complejidad de aquellos acontecimientos. Porque ha habido demasiadas cosas que explicar. El apoyo a Stalin era, quiz¨¢s, obligado, era la ¨²nica v¨ªa para derrotar a Hitler, pero hizo que los campos de exterminio estalinistas fueran dejados en el olvido; y en el interior de la URSS muchos hombres y mujeres se dejaron liquidar con mansedumbre porque no eran capaces de renegar de los ideales de la gran guerra patri¨®tica que encabezaba Stalin. El nacionalismo ruso sustituy¨® al internacionalismo proletario con eficacia devastadora. Y no se liquid¨® s¨®lo a los supuestos enemigos de la patria, sino que se persigui¨® a jud¨ªos y otras minor¨ªas.
Cuando uno lee ese luminoso libro de Vasili Grossman, Vida y destino, se puede llegar a comprender el significado de las actitudes de millones de rusos, y la helada y cruel potencia de los que un d¨ªa daban un tiro en la nuca a un compa?ero y al d¨ªa siguiente pasaban a engrosar la lista de los depurados. Se puede concebir el gigantesco impulso heroico de los defensores de Stalingrado que eran, mientras tanto, puestos en la picota por la estructura del poder comunista. Desde hac¨ªa muchos a?os no se publicaba en Espa?a un libro tan revelador, un libro que, por extensi¨®n, puede hacer reflexionar a muchos miles de luchadores antifascistas sobre su actitud hacia la URSS. Esa actitud que llev¨® a los comunistas franceses a sabotear los carros de combate de De Gaulle cuando hac¨ªan frente a los invasores de Guderian, como cont¨® hace pocos a?os Herbert Lottman.
De los campos de concentraci¨®n alemanes, del sue?o de exterminio que encandil¨® a millones de alemanes, c¨®mplices pasivos unos pero muchos de ellos activos, ya ten¨ªamos buena noticia a trav¨¦s de los textos de Primo Levi, Jean Am¨¦ry y Jorge Sempr¨²n. Porque son textos tambi¨¦n sobre esa locura colectiva de la II Guerra Mundial, inseparables de su historia. Lo que llev¨® a Hannah Arendt a describir la gran apuesta totalitaria como el sistema donde los individuos, los hombres y las mujeres, carecen de importancia, son irrelevantes. Eso es lo que sali¨® derrotado de la guerra contra los nazis. Pero lo que pervivi¨® durante algunas d¨¦cadas en la URSS. Los verdugos y las v¨ªctimas, de Lawrence Rees, trata de eso con una espl¨¦ndida documentaci¨®n. Otra referencia de Arendt, hecha a?os despu¨¦s, cuando asisti¨® al juicio del criminal Adolf Eichmann, es su descubrimiento de la "banalidad del mal". En el fondo de un libro tan marketeado como Las ben¨¦volas, de Jonathan Littell, late algo de eso, en su desmesurado y escatol¨®gico empe?o por demostrar que los que mataban a sangre fr¨ªa, los que quemaban jud¨ªos vivos, los que violaban mujeres sin ponerse nada en cuesti¨®n, pod¨ªan ser hombres educados capaces de escuchar con deleite a Mozart.
Hay dos libros escritos por ingleses que deben formar parte del acervo de quien quiera conocer m¨¢s razones y m¨¢s motivaciones: La guerra que hab¨ªa que ganar, de Williamson Murray y Allan R. Mollet, y el gran cl¨¢sico Historia de la II Guerra Mundial desde el punto de vista de la pol¨ªtica inglesa, escrito por Winston Churchill, que fue el pol¨ªtico que supo desde antes de que comenzara que aquella guerra hab¨ªa que afrontarla, a pesar de que sus costes iban a ser desmesurados, esos costes que resumi¨® con lucidez como de "sangre, sudor y l¨¢grimas". La actitud de Churchill, cuando ahora leemos una ingente cantidad de informaci¨®n sobre la II Guerra Mundial, le convierte en alguien cada vez m¨¢s importante, en un referente no s¨®lo pol¨ªtico sino moral.
Un diluvio de libros. Para los espa?oles tiene eso, adem¨¢s, una virtud, estando como estamos pensando en nuestra historia incivil, sin considerar que s¨®lo en el sitio de Leningrado murieron cuatro veces m¨¢s personas que en toda nuestra guerra. O
Jorge Mart¨ªnez-Reverte es novelista e historiador. Es autor de La batalla de Madrid y La batalla del Ebro. Su pr¨®ximo libro es Asturias 1962. La furia y el silencio (Espasa Calpe).
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.