Huesped en El El¨ªseo
Desde que le¨ª la noticia me rondaba por la cabeza un est¨®lido villancico: "De Bel¨¦n hemos venido / 400 en cuadrilla./ Si quieres que nos sentemos / saca 400 sillas" y me imaginaba a los empleados del Palacio Real alineando los cuatro centenares de asientos donde se han acomodado los invitados por el cumplea?os de Don Juan Carlos. Unos cincuenta cenaron en pie. En un tiempo figur¨¦ en esas listas el d¨ªa de San Juan para felicitarle por su Santo. Aquello tomaba el cariz de una ola emigratoria que cada a?o engordaba el n¨²mero de convidados "con papeles", pues gente nueva llegada a compartir el poder, engolfaba a las se?oras en la aventura del traje largo y a los hombres en el alquiler del primer esmoquin.
"Durante varias semanas me hice la ilusi¨®n de ser invitado en Par¨ªs por el se?or Sarkozy"
Toda una operaci¨®n de movimiento de masas, con largas y sudorosas filas, los d¨ªas de junio calurosos e incluso con los cabellos y la ropa escurriendo agua de lluvia bajo alg¨²n chaparr¨®n republicano. Estupenda organizaci¨®n que dispon¨ªa las kilom¨¦tricas filas en la explanada donde anta?o se relevaba cada d¨ªa la guardia, junto a la catedral. Una cadena de microbuses trasladaban al gent¨ªo a trav¨¦s de los patios interiores hasta los jardines del Campo del Moro, aunque no se si se seguir¨¢n llam¨¢ndose de esta manera. Aquello iba camino de convertirse en la parodia de una invasi¨®n hasta que alguien tom¨® la sensata decisi¨®n de suspender las invitaciones de forma radical.
Muy pasado de presunciones, hace tiempo que me encuentro extramuros de la vida social activa pero, abusando de la amabilidad de los posibles lectores de esta columna, quiero confesarles una ¨²ltima y estramb¨®tica vanidad. Durante varias semanas me hice la ilusi¨®n de ser hu¨¦sped del palacio del El¨ªseo, sede oficial del presidente de la Rep¨²blica francesa. Conocido el resultado de las elecciones, favorables al se?or Sarkozy, imagin¨¦ la posibilidad de conocer privadamente aqu¨¦l palacio junto a cuyas paredes pas¨¦ en innumerables ocasiones.
La pretensi¨®n distaba de ser descabellada, aunque dependiera, simplemente, de que me dijeran s¨ª o no. Desconozco personalmente al ilustre pol¨ªtico, pero s¨ª trat¨¦ a su entonces esposa, Cecilia, y familiares. La madre, Diana Alb¨¦niz fue, hasta su muerte, una de mis mejores y m¨¢s queridas amigas; estimaba a su padre, el peletero ruso Andr¨¦ Ciganer y sent¨ª afecto por los hermanos, Christian e Iv¨¢n. En tiempos poco f¨¢ciles para el movimiento de personas y bienes por Europa, despach¨¦ tr¨¢mites y residencias documentales de Diana, referidos a los derechos de autor correspondientes a una heredera directa de Isaac Alb¨¦niz. Por cierto que, aunque el compositor naciese en Camprod¨®n, las ra¨ªces eran navarras, algo as¨ª como un Carod Rovira, al rev¨¦s.
Aquella era una familia de bellezas. Lo fue, con suma distinci¨®n, la madre, de forma espectacular, su hermana, tambi¨¦n Cecilia, que se mat¨® conduciendo, camino de Lisboa, con veintipocos a?os y el mundo a sus pies. Pas¨® por mi casa Diana, con su hija, ni?a de unos ocho a?os y yo no hab¨ªa visto criatura tan hermosa. Bajo las ropas infantiles se enmascaraban las terribles cicatrices de varias operaciones a coraz¨®n abierto, en tiempos de progreso de la cirug¨ªa vascular, pero sin las garant¨ªas actuales. La radiante lindeza de aquella criatura envolv¨ªa la fragilidad de una salud precaria que pas¨® con brillantez la adolescencia.
Segu¨ª con especial inter¨¦s el proceso electoral, en parte como perteneciente a una generaci¨®n que tuvo a Francia, a Par¨ªs, como faro y norte de la pol¨ªtica, la libertad, la canci¨®n, el cine, la moda, la literatura. Todo aquello verduras de las eras pasadas, pero se ilumin¨® una ilusoria candela, especulando que si escrib¨ªa a Cecilia y la rogaba que me invitara a pasar un par de d¨ªas, o, simplemente, a comer con ellos en la intimidad, me sentir¨ªa sumamente contento. De paso, si la ocasi¨®n era propicia, le pedir¨ªa al presidente algo que depende directamente de ¨¦l: cualquiera de los grados de la Legi¨®n de Honor, por mi probado amor a Francia, para ostentarla en la boutonni¨¦re. Inocente solicitud de quien no posee condecoraci¨®n alguna, ni siquiera aquella medahuia que repart¨ªa por los bares de Madrid el hermano del Jalifa de Marruecos, muy dif¨ªcil de evitar. Creo que los clientes y pesonal de Chicote pose¨ªan la devaluada distinci¨®n.
Dej¨¦ pasar unas semanas, a fin de que el acontecimiento se reposara, antes de enviar, por la valija diplom¨¢tica en Madrid, la carta con mis felicitaciones y sugerencia. Por fortuna lo tom¨¦ con calma y redact¨¦ algunos borradores mientras, se consum¨ªan los tiempos estivales. Al t¨¦rmino es del dominio p¨²blico la separaci¨®n de la pareja presidencial, noticia que me sorprendi¨® en el casi preciso momento de cerrar la carta y librarme de un rid¨ªculo fiasco intrascendente. O sea que, en mi agenda, no figurar¨¢: "Almorzar con los Sarkozy en el El¨ªseo".
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