El tercer mosquetero
Casi se olvida la historia de ¨¦l. En los ¨²ltimos d¨ªas abrile?os tuvo que guardar cama, sacudido por la fiebre. Quiz¨¢ fueron cuartanas adquiridas en su lugar de origen ceut¨ª, que se obstinaban en debilitar un cuerpo recio y joven. Jacinto Ruiz y Mendoza hab¨ªa sido promovido recientemente al empleo -la gracia, se dec¨ªa en lenguaje castrense- de teniente y escuchaba inquieto las noticias que le llevaban hasta el lecho. Los franceses no eran aliados, el rey merec¨ªa la fama de calzonazos con que degradaba su alt¨ªsima magistratura. En cuanto al pr¨ªncipe y al valido, mejor no pensar en ello. Tampoco era de su competencia.
Aquella ma?ana le cuentan que hay un fuerte movimiento popular frente a los que no son aliados, sino invasores. Las clases altas, los cortesanos, los pol¨ªticos, los jefes de la milicia prefer¨ªan verles como poderosos e imbatibles amigos que ten¨ªan bajo la bota a todo el continente.
A veces, alg¨²n viandante se acerca para descifrar la leyenda del caballero, pero la mayor¨ªa sigue camino
El teniente Jacinto Ruiz y Mendoza estim¨® que sobre la debilidad f¨ªsica transitoria estaba el deber de prestar su brazo al servicio de aquello a lo que hab¨ªa consagrado la vida. Contra la opini¨®n familiar, viste el uniforme para acudir al cuartel de Voluntarios del Estado, donde estaba su destino militar. Ten¨ªa 29 a?os y bien ganada opini¨®n de hombre recto y valiente.
Desde el acuartelamiento, junto al capit¨¢n Goicoechea, marcha, con 40 hombres de tropa, al cuartel de Artiller¨ªa, donde el capit¨¢n Pedro Velarde, al mando, hab¨ªa solicitado refuerzos. ?rdenes superiores le conminaban transigir con la presencia de tropas extranjeras que, hasta entonces, no hab¨ªan entrado con pertrechos ofensivos en la capital del reino. La recomendaci¨®n m¨¢s severa se refer¨ªa a que, bajo concepto alguno y sin ¨®rdenes precisas, se hiciera causa com¨²n con el populacho civil, cualesquiera que fueran sus intenciones. El centinela franc¨¦s intima al pelot¨®n a retirarse, pero el oficial le indica que tiene que incorporarse y, algo desconcertado, deja pasar al grupo.
El teniente Ruiz, saludados los capitanes Luis Dao¨ªz y Torres, con Pedro Velarde y Santill¨¢n, que comandan el Parque en ausencia de mandos de rango superior, observa nervioso c¨®mo los franceses, hasta entonces irresolutos, van tomando posiciones lentamente en torno a las piezas de artiller¨ªa. Se percata de ello y prende fuego a la mecha de uno de los ca?ones, que barre a los militares antes de que pudieran disparar. Incluso toman prisioneros entre los extranjeros. Acaban de llegar m¨¢s civiles reclamando armas que los oficiales facilitan. Y empieza la feroz y desigual jornada del Dos de Mayo de 1808.
Repuestos de la sorpresa, los soldados de Murat abren fuego intenso para sofocar la inesperada rebeli¨®n. El teniente Ruiz es herido de bala en el brazo izquierdo y le hacen una cura provisional que apenas contiene la hemorragia. Entre el humo de la p¨®lvora, enarbolando un pa?o blanco de parlamentario, aparece, con su escolta, el capit¨¢n de su regimiento, Melchor ?lvarez. Cesa de momento el fuego y transmite a los defensores la orden tajante de rendici¨®n y acatamiento. A¨²n est¨¢n en la brecha Dao¨ªz y Velarde, que se niegan a doblegarse. El tiroteo se reanuda y menudean las bajas entre los paisanos madrile?os, cuyo coraje no decae ante la evidente y pr¨®xima derrota. Caen mortalmente heridos los dos capitanes y Jacinto Ruiz recibe otro balazo, en el pecho, que le entra por la espalda. Ex¨¢nime, es retirado a una casa vecina, donde le esconden para evitar que le rematen o, peor a¨²n, que le pasen por las armas los mismos compatriotas. Se ha mantenido en pie, espada en mano, sobre los cuerpos ex¨¢nimes de sus jefes y compa?eros. De esta guisa le podemos ver los madrile?os en la estatua que adorna un rinc¨®n de la plaza del Rey, casi esquina a la calle del Barquillo. A veces, alg¨²n viandante se acerca para descifrar la leyenda de aquel caballero, pero la mayor¨ªa sigue camino, desentendida del s¨ªmbolo en hierro que mantiene la memoria del teniente Jacinto Ruiz y Mendoza, el tercer mosquetero valeroso del Dos de Mayo. El capit¨¢n Goicoechea asume el triste papel de capitular ante el invasor.
Manos amigas retiran el malherido cuerpo de Ruiz, trasladado clandestinamente a Badajoz. Sin haberse repuesto, antes de cumplir los 30 a?os, como Dao¨ªz y Velarde, la salud maltrecha de Jacinto Ruiz claudica y muere, en Trujillo, el 16 de marzo de 1809.
Tras aquellos sucesos y las ventoleras de las guerras carlistas, finalmente, los despojos de los tres h¨¦roes del Dos de Mayo reposan juntos en el monumento, rara vez visitado, en el centro de la plaza de la Lealtad, en el paseo de Recoletos, flanqueada por el edificio de la Bolsa y el Hotel Ritz. Una o dos veces al a?o se celebra un sencillo acto de reconocimiento, suena el himno sin letra y el p¨²blico circula sin conocer el sentido de la ceremonia. Los tres, junto a varias docenas de madrile?os rasos, murieron por lo que cre¨ªan, lo que es mucho decir.
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