De dioses muertos y arzobispos vivos
Los dioses, ya se sabe, empezaron a morir en el siglo XIX. Pero los servidores de los dioses son mucho m¨¢s dif¨ªciles de matar. Y aqu¨ª me apresuro a decir que estoy hablando metaf¨®ricamente. Una aclaraci¨®n necesaria, porque, por desgracia, muchos servidores de dioses han fallecido de manera violenta. A menudo, por cierto, a manos de los servidores de los dioses contrarios. Se dir¨ªa que son seres proclives a la sangre; a derramar la sangre de los infieles, eso desde luego, y tambi¨¦n, en ocasiones, a ofrecer la propia. Seamos sinceros: si jam¨¢s hubiera habido dioses y religiones en la Tierra, con su correspondiente coda de guerras santas, ardorosas cruzadas y depuraciones carniceras de los diversos herejes, ?cu¨¢nta sangre y cu¨¢nto dolor se habr¨ªa podido ahorrar la Humanidad? Aunque quiz¨¢ no: probablemente los seres humanos nos hubi¨¦ramos inventado cualquier otra excusa para masacrar. Para reforzar nuestro poder y aniquilar las diferencias. De hecho, hemos ingeniado unas cuantas alternativas muy eficaces, como, por ejemplo, las ideolog¨ªas totalitarias. Pero hay que reconocer que, tomando la historia de la Humanidad en su conjunto, los dioses y sus fieles servidores est¨¢n a la cabeza de la degollina.
"Detr¨¢s de las religiones hay un impulso creativo de primer orden, un af¨¢n de felicidad"
Aunque, en realidad, los dioses tienen poca culpa, los pobrecillos. Durante milenios, las diversas divinidades fueron la invenci¨®n m¨¢s poderosa, el sue?o m¨¢s ardiente y elevado que la mente humana supo crear. Nacieron de la necesidad de entendimiento. All¨ª donde no llegaban las palabras, all¨ª donde la raz¨®n no alcanzaba a explicar la sinraz¨®n del mundo, los humanos invent¨¢bamos dioses. Siempre me conmovieron esos cuentos fundacionales que son las religiones, esos relatos legendarios y colectivos que intentan otorgarle un sentido al caos de la vida. Detr¨¢s de las religiones hay un impulso creativo de primer orden, un emocionante af¨¢n de felicidad y de belleza. Hoy en d¨ªa a¨²n hay en el mundo mucha gente que sigue creyendo en sus dioses de ese modo, en ese registro ¨ªntimo y espiritual, como una explicaci¨®n po¨¦tica del mundo. Y yo, que soy agn¨®stica, no s¨®lo respeto esas creencias, sino que incluso me gustan y conmueven: cada cual enhebra sus sue?os como puede y quiere.
Claro que la muerte de los dioses no tuvo que ver con estas deidades ¨ªntimas, sino con el Dios p¨²blico. Lo que se quebr¨® en el siglo XIX fue el Estado confesional, para dar paso al Estado laico, democr¨¢tico y moderno. Al principio muchos intelectuales progresistas, como el mismo Darwin, temieron que, al desaparecer la contenci¨®n moral de la religi¨®n, las masas se despe?aran por la barbarie abajo. Un recelo paternalista, desde luego: les daba miedo que los pobres supieran lo que ellos sab¨ªan. Pero, con el tiempo, los pobres supieron, y tambi¨¦n los ricos, y los de clase media, y la sociedad no se hundi¨® en el salvajismo, porque los valores ¨¦ticos no son un atributo de los dioses, sino de los seres humanos; y somos nosotros quienes se los hemos prestado a las divinidades, y no al contrario.
La muerte de los dioses ha sido un acontecimiento de primer¨ªsima magnitud, un cataclismo capaz de interrumpir una inercia social que llevaba milenios funcionando. Como es natural, un cambio tan dr¨¢stico no puede darse sin que se active la reacci¨®n contraria, el contraataque retr¨®grado. Esta es la raz¨®n principal del repunte del fundamentalismo: sobre todo isl¨¢mico, pero tambi¨¦n, intentando aprovechar ese re??bu??fo, cierto integrismo oportunista cristiano. No es casual que la Iglesia Cat¨®lica haya condenado las vi?etas de Mahoma, reclamando la prohibici¨®n de osad¨ªas semejantes; ni que aumente por doquier el empuje del creacionismo pseudocient¨ªfico, unos cantama?anas que pretenden volvernos a contar el cuento de Ad¨¢n y Eva. Y desde luego no es nada casual que el arzobispo de Canterbury haya roto una lanza a favor de la implantaci¨®n de la sharia o ley isl¨¢mica. Se ve que incluso los enemigos ac¨¦rrimos pueden aliarse moment¨¢neamente para obtener un beneficio mayor, a saber, volver a poner en pie sus antiguos dioses omnipotentes. Y una vez conseguido eso, tras haber vuelto a mangonear sobre la ley humana, podr¨ªan volver a matarse los unos a los otros tan ricamente. Recuperar el Poder bien vale la sangr¨ªa de unas cuantas cruzadas. Esto es lo que hay: esta es la verdadera guerra que ahora libra el mundo. No es un conflicto entre musulmanes y cristianos, ni tampoco entre Oriente y Occidente, sino entre la sociedad laica y los servidores de los dioses, que en definitiva solo se sirven a s¨ª mismos. Es el viejo combate entre civilizados e iluminados.
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