Tengo por norma
El pr¨®ximo mi¨¦rcoles es Sant Jordi, D¨ªa del Libro, de modo que en esa fecha seremos muchos los escritores -principalmente en Barcelona, pero no s¨®lo- agarrados a una pluma y dispuestos a estampar nuestra firma en cuantos ejemplares de nuestras obras tengan a bien comprar los lectores. Hay quienes se niegan a participar de esta pr¨¢ctica: unos la tildan de se?uelo comercial (sin duda lo es), otros la juzgan humillante (sobre todo los autores a los que se les seca la tinta y no firman ni un pagar¨¦), otros la evitan por timidez y algunos por soberbia (?c¨®mo voy a ponerme yo ah¨ª a vender mi mercanc¨ªa, como si fuese del top manta?), y los m¨¢s exquisitos la consideran simplemente indigna, tanto que ni siquiera se molestan en explicar en qu¨¦ consistir¨ªa la indignidad. Tambi¨¦n hay quienes la adoran, o eso dicen: se sabe de alg¨²n colega que habla embelesado -para la prensa- de "ese instante m¨¢gico con el lector", de "ese cruce de miradas apasionado" y dem¨¢s zarandajas, pero que luego tilda de "petardas" y "guarras" a las mujeres que hacen cola ilusionadas (es un autor con casi s¨®lo admiradoras), a la espera de cruzados m¨¢gicos que s¨®lo se dan, me temo, en su imaginaci¨®n.
"Firmar ejemplares la encuentro una tarea grata en general y la gente suele ser amable"
El rechazo a esta costumbre viene de antiguo: como recuerda el Profesor John Maxwell Hamilton en su manual Casanova Was a Book Lover, el novelista Thomas Hardy, muerto en 1928, opinaba que los cazadores de aut¨®grafos eran "una perniciosa peste", y arrojaba a "una amplia habitaci¨®n" los libros que le enviaban para firmar, lo cual quiere decir que hac¨ªa perder dinero a los incautos, quienes, adem¨¢s de no obtener su dedicatoria, se desped¨ªan de sus ejemplares para siempre. Mark Twain, muerto en 1910, sosten¨ªa que toda escritura era trabajo, y que pedirle a ¨¦l un aut¨®grafo era como solicitarle a un m¨¦dico "uno de sus cad¨¢veres". Entre las an¨¦cdotas relativas a la conocida misantrop¨ªa de J D Salinger, destaca la ocasi¨®n en la que se neg¨® a firmarle un ejemplar a una ni?ita que resid¨ªa, como ¨¦l, en la aldea de Cornish, New Hampshire, y a?adi¨® que cualquier aut¨®grafo era "un gesto sin sentido". En cuanto al c¨¦lebre cr¨ªtico Edmund Wilson, ante cualquier solicitud enviaba la siguiente nota impresa (que alg¨²n escritor espa?ol, por lo visto, le ha copiado, pero en su contestador): "Edmund Wilson lamenta su imposibilidad para: leer manuscritos, escribir art¨ªculos o libros de encargo, redactar pr¨®logos o introducciones, hacer declaraciones con fines publicitarios, llevar a cabo cualquier clase de tarea editorial, juzgar concursos literarios, dar entrevistas, impartir cursos educativos, pronunciar conferencias, dar charlas o soltar discursos, aparecer en radio o televisi¨®n, tomar parte en congresos de escritores, responder cuestionarios, colaborar o participar en simposios o "paneles" de cualquier tipo, donar manuscritos para ventas o ejemplares de sus libros a bibliotecas, autografiar libros a desconocidos, permitir que su nombre sea utilizado en membretes, proporcionar informaci¨®n personal sobre s¨ª mismo, proporcionar fotograf¨ªas de s¨ª mismo, dar opiniones sobre cuestiones literarias o de cualquier otra ¨ªndole".
Somos muchos los escritores que sin duda envidiamos el arrojo de Salinger o de Wilson para hacer gala de mala educaci¨®n. La mayor¨ªa de las actividades que este ¨²ltimo enumera me causan un aburrimiento infinito (y eso que en su lista faltan presentar libros ajenos y firmar manifiestos), pero nunca me atrever¨ªa a enviar una nota impresa, sino que cada vez contesto disculp¨¢ndome -o lo hacen en mi nombre Santas Mercedes Casanovas y Mar¨ªa Lynch, de mi agencia literaria-, y, si acaso, recurriendo a la f¨®rmula "Tengo por norma no formar parte de jurados", o "no aceptar invitaciones oficiales", signifique eso lo que signifique, ya que esas normas me las impongo yo. Lo que no tengo por norma es negarme a firmar ejemplares, sobre todo en las fechas establecidas para ello, como la del pr¨®ximo mi¨¦rcoles. La encuentro una tarea grata en general: la gente que se acerca suele ser amable y a veces hace observaciones curiosas. Nunca me ha molestado que me confundan con otro autor, sino que, ni corto ni perezoso, a lo largo de mi vida creo haber dedicado, con sus nombres, obras de Az¨²a, Benet, Pombo, P¨¦rez-Reverte, mi padre, Martin Amis y hasta Julio Verne. Lo ¨²nico inc¨®modo es que el solicitante de la dedicatoria pretenda dict¨¢rsela a uno: "A Manoli, y ponga que tiene el mejor cuerpo de Madrid". Pero ni siquiera en estas me atrevo a ser mal educado, y escribo una variaci¨®n: "A Manoli, que, seg¨²n me dicen, tiene el mejor, etc". Tal vez sea demasiado complaciente. Tampoco me ha ofendido nunca percibir cierto vago -y optimista, y funerario- inter¨¦s cremat¨ªstico. En realidad, que el comprador crea que algo con mi firma puede tener valor futuro, es uno de los mayores cumplidos que caben. Y, al fin y al cabo, a¨²n no me ha pasado lo que, seg¨²n Hamilton, le ocurri¨® al Presidente Coolidge durante una sesi¨®n de firmas de su Autobiograf¨ªa en 1929: un avispado librero hizo la cola varias veces y a cada turno le presentaba un ejemplar y le dec¨ªa: "Me llamo Ernest Hemingway; Robert Frost; John Dos Passos; William Faulkner ?" Hombre no s¨®lo avispado sino sobre todo paciente, ya que guard¨® los libros dedicados a tan famosos autores que el Presidente desconocer¨ªa, y no los puso a la venta hasta treinta a?os despu¨¦s.
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