Boceto de Charles Simic
Mirando de cerca al poeta Charles Simic uno dif¨ªcilmente imaginar¨ªa las cosas que vieron sus ojos infantiles, los pasajes siniestros de la historia europea que forman parte de sus recuerdos personales. Simic es un hombre alto, con el pelo blanco corto y peinado hacia delante, con gafas, con una sonrisa que en seguida se vuelve sard¨®nica. Acaba de cumplir setenta a?os, pero parece m¨¢s joven, en gran parte porque en ¨¦l no hay rastro de solemnidad, igual que no lo hay en sus versos, en los que un humor seco y una impasibilidad a lo Buster Keaton son las veladuras que cubren una m¨¦dula de espanto, no incompatible por el amor hacia las cosas que hacen la vida placentera y digna a pesar de todo de vivirse. Simic parece lo que ha sido durante m¨¢s de treinta a?os, un profesor de universidad, pero no un profesor de Literatura, sino de algo, por decirlo as¨ª, m¨¢s serio, con m¨¢s fundamento, un profesor de F¨ªsica, o de Bot¨¢nica, o de Biolog¨ªa Molecular, un saber disciplinado que tenga que ver con las leyes del mundo natural y los prodigios y rarezas del mundo visible. Algo que me gusta mucho de los poetas americanos es que tienden a no parecer poetas, ni siquiera literatos, y mucho menos artistas: William Carlos Williams fue toda su vida un pediatra, y se vest¨ªa como tal; Wallace Stevens era agente de seguros. Mark Strand escribe sus poemas como un son¨¢mbulo que recordara al despertar sus caminatas por ciudades y paisajes comunes transidos de fantasmagor¨ªa, pero si uno se lo encontrara como director de su banco le confiar¨ªa de manera inmediata los ahorros.
Cuando era ni?o vio desfilar a los soldados invasores alemanes por las calles de Belgrado: 'La tierra temblando, al paso de la muerte...' Tan rotundas como su poes¨ªa son sus convicciones pol¨ªticas sobre la calamidad de la despedazada Yugoslavia
Charles Simic es Poeta Laureado, ha ganado el Premio Pulitzer y parece un profesor universitario americano, pero creci¨® en Yugoslavia en los a?os sangrientos de la II Guerra Mundial y empez¨® a aprender ingl¨¦s a los quince a?os. Un rastro de acento se le nota a veces al final de los gerundios. Cuando era ni?o vio desfilar a los soldados invasores alemanes por las calles de Belgrado: La tierra temblando, al paso de la muerte... / un peque?o perro blanco corri¨® hacia la calzada / y se enred¨® entre los pies de los soldados. / Una patada lo hizo volar como si tuviera alas. / Eso es lo que sigo viendo: / la ca¨ªda de la noche. Un perro con alas. En medio de la guerra el ni?o jugaba a la guerra con soldados de plomo escuchando los motores de los aviones y las explosiones de las bombas: bombas de los alemanes, bombas de los aliados, todas matando inocentes, guerrilleros yugoslavos luchando contra los invasores y mat¨¢ndose entre s¨ª. Mientras planchaba, su abuela materna o¨ªa en la radio discursos de tiranos, acompa?ados por clamores de multitudes dementes, y los maldec¨ªa en voz alta, y luego le ordenaba al nieto que no contara a nadie sus exabruptos, y para que no olvidara la cautela le daba un tir¨®n de orejas. En esa misma enorme radio alemana un d¨ªa ¨¦l y su madre escucharon por primera vez la m¨²sica de jazz que emit¨ªa una radio aliada, y sintieron un arrebato instant¨¢neo de felicidad, aunque no sab¨ªan lo que era, una big band estallando con luminosa energ¨ªa en alg¨²n sal¨®n de baile de la Europa ya liberada. Termin¨® la guerra y en la escuela a la que Simic asist¨ªa los retratos de Lenin y Stalin hab¨ªan sustituido a los de Hitler. Su padre estaba en un campo para deportados de Italia. Su madre y ¨¦l lograron salir de Yugoslavia y acabaron encallados en Par¨ªs, figuras diminutas en la marea inmensa de los desplazados, viviendo en precarias habitaciones de hotel, haciendo colas para renovar permisos cada poco tiempo, esperando un visado americano que les permitiera reunirse con el padre, que al cabo de tantos a?os de ir de un lado para otro hab¨ªa encontrado asilo en Estados Unidos.
Simic sonr¨ªe y me cuenta un recuerdo, con esa precisi¨®n que tienen en sus poemas los detalles visuales chocantes: la foto de una recepci¨®n publicada por una revista francesa, en 1949, con motivo del cumplea?os de Stalin; Maurice Thorez y Louis Aragon vestidos de frac, alzando sus copas de champ¨¢n junto al embajador sovi¨¦tico. En la escuela francesa el adolescente ap¨¢trida recitaba en voz alta a Baudelaire y a Rimbaud y los ojos se le llenaban de l¨¢grimas a pesar de las risas de los compa?eros de clase que se burlaban de su acento. Estudiaba ingl¨¦s con su madre, escuchando esas emisoras de radio en las que sonaba m¨²sica de jazz, leyendo revistas americanas con fotos a todo color de grandes autom¨®viles de colores brillantes y neveras llenas de comida. En Nueva York se reuni¨® con su padre despu¨¦s de diez a?os de separaci¨®n: lo entusiasm¨® desde el primer d¨ªa la vibraci¨®n de las calles, la intensidad de los colores, viniendo de una Europa de tonos mucho m¨¢s apagados. Las m¨²sicas que hab¨ªa descubierto en Belgrado en una radio alemana ahora las encontraba en los clubes de jazz a los que su padre lo llevaba, feliz del reencuentro con un hijo ya casi adulto.
He tra¨ªdo conmigo el ¨²ltimo libro de Simic, reci¨¦n aparecido, le¨ªdo ya de esa manera que exige y permite la poes¨ªa, asiduamente, avanzando y volviendo, leyendo a veces en voz alta, llevando el libro en un bolsillo para aprovechar cualquier ocasi¨®n de lectura, los minutos de espera en un and¨¦n, el cuarto de hora de viaje en el metro. That little something es el t¨ªtulo. Desde el primer poema reconozco el tono de voz de esa escritura en la que el dramatismo siempre est¨¢ atenuado por la iron¨ªa y en el que los lugares y las palabras comunes cobran una tiniebla de amenaza, y tambi¨¦n, de vez en cuando, la dulzura tranquila del para¨ªso. Jordi Doce, que tanto sabe de la poes¨ªa en lengua inglesa, ha organizado y traducido admirablemente al espa?ol una antolog¨ªa de Simic. Aqu¨ª est¨¢n de nuevo los escenarios de siempre, los hoteles baratos, las calles sumidas en una negrura de apag¨®n y de cine negro, los regresos del pasado europeo, ahora, tal vez, con un grado mayor de melancol¨ªa por el paso del tiempo, con una mezcla m¨¢s sutil de extra?eza y de indulgencia, con la celebraci¨®n del amor y la conciencia de la posibilidad del desastre, de su hocico negro rondando muy cerca en la sombra: En cada multitud hay uno o dos asesinos. / A¨²n no sospechan su porvenir. / Las guerras se empiezan para que les sea f¨¢cil / matar a una mujer que empuja un carrito de ni?o.
Los desastres a los que sobrevivi¨® Charles Simic de ni?o se repitieron con id¨¦ntica crueldad en su pa¨ªs de origen en los a?os noventa. Tan rotundas como su poes¨ªa son sus convicciones pol¨ªticas sobre la calamidad de la despedazada Yugoslavia: el nacionalismo es una demencia colectiva, una forma de narcisismo en la que millones de personas se pavonean delante de un imaginario espejo colectivo, dici¨¦ndose a s¨ª mismos que son los elegidos de Dios. Mientras me firma el libro le digo cu¨¢nto me gusta su poes¨ªa, y Simic sonr¨ªe y cambia de tema elogiando la ilustraci¨®n de la portada, que es un dibujo de Peter S¨ªs. -
That little something: Poems. Charles Simic. Harcourt, 2008. Desmontando el silencio. Charles Simic. Traducci¨®n de Jordi Doce. Edici¨®n biling¨¹e ingl¨¦s-espa?ol. 4 Estaciones. Ayuntamiento de Lucena. C¨®rdoba, 2004. 171 p¨¢ginas. 14 euros.
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