Darwin, sin censura
La autobiograf¨ªa de Charles Darwin, publicada en 1877, fue mutilada por su esposa porque estaba escrita "con demasiada libertad". El autor de El origen de las especies, del que ahora se cumplen 200 a?os de su nacimiento, expon¨ªa, por ejemplo, que el cristianismo le parec¨ªa "una doctrina detestable". Este libro, seg¨²n la editorial Laetoli, recupera los p¨¢rrafos censurados (en negrita)
Durante aquellos dos a?os me vi inducido a pensar mucho en la religi¨®n. Mientras me hallaba a bordo del Beagle fui completamente ortodoxo, y recuerdo que varios oficiales (a pesar de que tambi¨¦n lo eran) se re¨ªan con ganas de m¨ª por citar la Biblia como autoridad indiscutible sobre algunos puntos de moralidad. Supongo que lo que los divert¨ªa era lo novedoso de la argumentaci¨®n. Pero, por aquel entonces, fui d¨¢ndome cuenta poco a poco de que el Antiguo Testamento, debido a su versi¨®n manifiestamente falsa de la historia del mundo, con su Torre de Babel, el arco iris como signo, etc¨¦tera y al hecho de atribuir a Dios los sentimientos de un tirano vengativo, no era m¨¢s de fiar que los libros sagrados de los hind¨²es o las creencias de cualquier b¨¢rbaro. En aquel tiempo se me planteaba continuamente la siguiente cuesti¨®n, de la que era incapaz de desentenderme: ?resulta cre¨ªble que Dios, si se dispusiera a revelarse ahora a los hind¨²es, fuese a permitir que se le vinculara a la creencia en Vishn¨², Shiva, etc¨¦tera, de la misma manera que el cristianismo est¨¢ ligado al Antiguo Testamento? Semejante proposici¨®n me parec¨ªa absolutamente imposible de creer. (...)
El Antiguo Testamento, con su Torre de Babel, etc¨¦tera, no era m¨¢s de fiar que las creencias de cualquier b¨¢rbaro
El hecho de que muchas religiones falsas se hayan difundido por extensas partes de la Tierra como un fuego sin control tuvo cierto peso sobre m¨ª. Por m¨¢s hermosa que sea la moralidad del Nuevo Testamento, apenas puede negarse que su perfecci¨®n depende en parte de la interpretaci¨®n que hacemos ahora de sus met¨¢foras y alegor¨ªas. No obstante, era muy reacio a abandonar mis creencias. Y estoy seguro de ello porque puedo recordar muy bien que no dejaba de inventar una y otra vez sue?os en estado de vigilia sobre antiguas cartas cruzadas entre romanos distinguidos y sobre el descubrimiento de manuscritos, en Pompeya o en cualquier otro lugar, que confirmaran de la manera m¨¢s llamativa todo cuanto aparec¨ªa escrito en los Evangelios. Pero, a pesar de dar rienda suelta a mi imaginaci¨®n, cada vez me resultaba m¨¢s dif¨ªcil inventar pruebas capaces de convencerme. As¨ª, la incredulidad se fue introduciendo subrepticiamente en m¨ª a un ritmo muy lento, pero, al final, acab¨® siendo total. El ritmo era tan lento que no sent¨ª ninguna angustia, y desde entonces no dud¨¦ nunca ni un solo segundo de que mi conclusi¨®n era correcta. De hecho, me resulta dif¨ªcil comprender que alguien deba desear que el cristianismo sea verdad, pues, de ser as¨ª, el lenguaje liso y llano de la Biblia parece mostrar que las personas que no creen -y entre ellas se incluir¨ªa a mi padre, mi hermano y casi todos mis mejores amigos- recibir¨¢n un castigo eterno.
Y ¨¦sa es una doctrina detestable.
Aunque no pens¨¦ mucho en la existencia de un Dios personal hasta un periodo de mi vida bastante tard¨ªo, quiero ofrecer aqu¨ª las vagas conclusiones a las que he llegado. El antiguo argumento del dise?o en la naturaleza, tal como lo expone Paley y que anteriormente me parec¨ªa tan concluyente, falla tras el descubrimiento de la ley de la selecci¨®n natural. Ya no podemos sostener, por ejemplo, que el hermoso gozne de una concha bivalva deba haber sido producido por un ser inteligente, como la bisagra de una puerta por un ser humano. En la variabilidad de los seres org¨¢nicos y en los efectos de la selecci¨®n natural no parece haber m¨¢s designio que en la direcci¨®n en que sopla el viento. Todo cuanto existe en la naturaleza es resultado de leyes fijas. Pero ¨¦ste es un tema que ya he debatido al final de mi libro sobre La variaci¨®n en animales y plantas dom¨¦sticos, y, hasta donde yo s¨¦, los argumentos propuestos all¨ª no han sido refutados nunca.
Pero, m¨¢s all¨¢ de las adaptaciones infinitamente bellas con que nos topamos por todas partes, podr¨ªamos preguntarnos c¨®mo se puede explicar la disposici¨®n generalmente beneficiosa del mundo. Algunos autores se sienten realmente tan impresionados por la cantidad de sufrimiento existente en ¨¦l, que dudan -al contemplar a todos los seres sensibles- de si es mayor la desgracia o la felicidad, de si el mundo en conjunto es bueno o malo. Seg¨²n mi criterio, la felicidad prevalece de manera clara, aunque se trata de algo muy dif¨ªcil de demostrar. Si admitimos la verdad de esta conclusi¨®n, reconoceremos que armoniza bien con los efectos que podemos esperar de la selecci¨®n natural. Si todos los individuos de cualquier especie hubiesen de sufrir hasta un grado extremo, dejar¨ªan de propagarse; pero no tenemos razones para creer que esto haya ocurrido siempre, y ni siquiera a menudo. Adem¨¢s, otras consideraciones nos llevan a creer que, en general, todos los seres sensibles han sido formados para gozar de la felicidad.
Cualquiera que crea, como creo yo, que todos los ¨®rganos corporales o mentales de todos los seres (excepto los que no suponen ni una ventaja ni una desventaja para su poseedor) se han desarrollado por selecci¨®n natural o supervivencia del m¨¢s apto, junto con el uso o el h¨¢bito, admitir¨¢ que dichos ¨®rganos han sido formados para que quien los posee pueda competir con ¨¦xito con otros seres y crecer as¨ª en n¨²mero. (...)
Nadie discute que en el mundo hay mucho sufrimiento. Por lo que respecta al ser humano, algunos han intentado explicar esta circunstancia imaginando que contribuye a su perfeccionamiento moral. Pero el n¨²mero de personas en el mundo no es nada comparado con el de los dem¨¢s seres sensibles, que sufren a menudo considerablemente sin experimentar ninguna mejora moral. Para nuestra mente, un ser tan poderoso y tan lleno de conocimiento como un Dios que fue capaz de haber creado el universo es omnipotente y omnisciente, y suponer que su benevolencia no es ilimitada repugna a nuestra comprensi¨®n, pues, ?qu¨¦ ventaja podr¨ªa haber en los sufrimientos de millones de animales inferiores durante un tiempo casi infinito? Este antiqu¨ªsimo argumento contra la existencia de una causa primera inteligente, derivado de la existencia del sufrimiento, me parece s¨®lido; mientras que, como acabo de se?alar, la presencia de una gran cantidad de sufrimiento concuerda bien con la opini¨®n de que todos los seres org¨¢nicos han evolucionado mediante variaci¨®n y selecci¨®n natural.
Actualmente, el argumento m¨¢s com¨²n en favor de la existencia de un Dios inteligente deriva de la honda convicci¨®n interior y de los profundos sentimientos experimentados por la mayor¨ªa de la gente. Pero no se puede dudar de que los hind¨²es, los mahometanos y otros m¨¢s podr¨ªan razonar de la misma manera y con igual fuerza en favor de la existencia de un Dios, de muchos dioses, o de ninguno, como hacen los budistas. Tambi¨¦n hay muchas tribus b¨¢rbaras de las que no se puede decir con verdad que crean en lo que nosotros llamamos Dios: creen, desde luego, en esp¨ªritus o espectros, y es posible explicar, como lo han demostrado Tylor y Herbert Spencer, de qu¨¦ modo pudo haber surgido esa creencia.
Anteriormente me sent¨ª impulsado por sensaciones como las que acabo de mencionar (aunque no creo que el sentimiento religioso estuviera nunca fuertemente desarrollado en m¨ª) a sentirme plenamente convencido de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. En mi diario escrib¨ª que, en medio de la grandiosidad de una selva brasile?a, "no es posible transmitir una idea adecuada de los altos sentimientos de asombro, admiraci¨®n y devoci¨®n que llenan y elevan la mente". Recuerdo bien mi convicci¨®n de que en el ser humano hay algo m¨¢s que la mera respiraci¨®n de su cuerpo. Pero, ahora, las escenas m¨¢s grandiosas no conseguir¨ªan hacer surgir en mi pensamiento ninguna de esas convicciones y sentimientos. Se podr¨ªa decir acertadamente que soy como un hombre afectado de daltonismo, y que la creencia universal de la gente en la existencia del color rojo hace que mi actual p¨¦rdida de percepci¨®n no posea la menor validez como prueba. Este argumento ser¨ªa v¨¢lido si todas las personas de todas las razas tuvieran la misma convicci¨®n profunda sobre la existencia de un solo Dios; pero sabemos que no es as¨ª, ni mucho menos. Por tanto, no consigo ver que tales convicciones y sentimientos ¨ªntimos posean ning¨²n peso como prueba de lo que realmente existe. El estado mental provocado en m¨ª en el pasado por las escenas grandiosas difiere de manera esencial de lo que suele calificarse de sentimiento de sublimidad; y por m¨¢s dif¨ªcil que sea explicar la g¨¦nesis de ese sentimiento, apenas sirve como argumento en favor de la existencia de Dios, como tampoco sirven los sentimientos similares, poderosos pero imprecisos, suscitados por la m¨²sica.
Respecto a la inmortalidad, nada me demuestra tanto lo fuerte y casi instintiva que es esa creencia como la consideraci¨®n del punto de vista mantenido ahora por la mayor¨ªa de los f¨ªsicos de que el Sol, junto con todos los planetas, acabar¨¢ enfri¨¢ndose demasiado como para sustentar la vida, a menos que alg¨²n cuerpo de gran magnitud se precipite sobre ¨¦l y le proporcione vida nueva. Para quien crea, como yo, que el ser humano ser¨¢ en un futuro distante una criatura m¨¢s perfecta de lo que lo es en la actualidad, resulta una idea insoportable que ¨¦l y todos los seres sensibles est¨¦n condenados a una aniquilaci¨®n total tras un progreso tan lento y prolongado. La destrucci¨®n de nuestro mundo no ser¨¢ tan temible para quienes admiten plenamente la inmortalidad del alma.
Para convencerse de la existencia de Dios hay otro motivo vinculado a la raz¨®n y no a los sentimientos y que tiene para m¨ª mucho m¨¢s peso. Deriva de la extrema dificultad, o m¨¢s bien imposibilidad, de concebir este universo inmenso y maravilloso -incluido el ser humano con su capacidad para dirigir su mirada hacia un pasado y un futuro distantes- como resultado de la casualidad o la necesidad ciegas. Al reflexionar as¨ª, me siento impulsado a buscar una Primera Causa que posea una mente inteligente an¨¢loga en alg¨²n grado a la de las personas; y merezco que se me califique de te¨ªsta.
Hasta donde puedo recordar, esta conclusi¨®n se hallaba s¨®lidamente instalada en mi mente en el momento en que escrib¨ª El origen de las especies; desde entonces se ha ido debilitando gradualmente, con muchas fluctuaciones. Pero luego surge una nueva duda: ?se puede confiar en la mente humana, que, seg¨²n creo con absoluta convicci¨®n, se ha desarrollado a partir de otra tan baja como la que posee el animal m¨¢s inferior, cuando extrae conclusiones tan grandiosas? ?No ser¨¢n, quiz¨¢, ¨¦stas el resultado de una conexi¨®n entre causa y efecto, que, aunque nos da la impresi¨®n de ser necesaria, depende probablemente de una experiencia heredada? No debemos pasar por alto la probabilidad de que la introducci¨®n constante de la creencia en Dios en las mentes de los ni?os produzca ese efecto tan fuerte y, tal vez, heredado en su cerebro cuando todav¨ªa no est¨¢ plenamente desarrollado, de modo que deshacerse de su creencia en Dios les resultar¨ªa tan dif¨ªcil como para un mono desprenderse de su temor y odio instintivos a las serpientes.
No pretendo proyectar la menor luz sobre problemas tan abstrusos. El misterio del comienzo de todas las cosas nos resulta insoluble; en cuanto a m¨ª, deber¨¦ contentarme con seguir siendo un agn¨®stico.
La persona que no crea de manera segura y constante en la existencia de un Dios personal o en una existencia futura con castigos y recompensas puede tener como regla de vida, hasta donde a m¨ª se me ocurre, la norma de seguir ¨²nicamente sus impulsos e instintos m¨¢s fuertes o los que le parezcan los mejores. As¨ª es como act¨²an los perros, pero lo hacen a ciegas. El ser humano, en cambio, mira al futuro y al pasado y compara sus diversos sentimientos, deseos y recuerdos. Luego, de acuerdo con el veredicto de las personas m¨¢s sabias, halla su suprema satisfacci¨®n en seguir unos impulsos determinados, a saber, los instintos sociales. Si act¨²a por el bien de los dem¨¢s, recibir¨¢ la aprobaci¨®n de sus pr¨®jimos y conseguir¨¢ el amor de aquellos con quienes convive; este ¨²ltimo beneficio es, sin duda, el placer supremo en esta Tierra. Poco a poco le resultar¨¢ insoportable obedecer a sus pasiones sensuales y no a sus impulsos m¨¢s elevados, que cuando se hacen habituales pueden calificarse casi de instintos. Su raz¨®n podr¨¢ decirle en alg¨²n momento que act¨²e en contra de la opini¨®n de los dem¨¢s, en cuyo caso no recibir¨¢ su aprobaci¨®n; pero, aun as¨ª, tendr¨¢ la s¨®lida satisfacci¨®n de saber que ha seguido su gu¨ªa m¨¢s ¨ªntima o conciencia. En cuanto a m¨ª, creo que he actuado de forma correcta al marchar constantemente tras la ciencia y dedicarle mi vida. No siento el remordimiento de haber cometido ning¨²n gran pecado, aunque he lamentado a menudo no haber hecho el bien m¨¢s directamente a las dem¨¢s criaturas. Mi ¨²nica y pobre excusa es mi frecuente mala salud y mi constituci¨®n mental, que hace que me resulte extremadamente dif¨ªcil pasar de un asunto u ocupaci¨®n a otros. Puedo imaginar con gran satisfacci¨®n que dedico a la filantrop¨ªa todo mi tiempo, pero no una parte del mismo, aunque habr¨ªa sido mucho mejor haberme comportado de ese modo. Nada hay m¨¢s importante que la difusi¨®n del escepticismo o el racionalismo durante la segunda mitad de mi vida. Antes de prometerme en matrimonio, mi padre me aconsej¨® que ocultara cuidadosamente mis dudas, pues, seg¨²n me dijo, sab¨ªa que provocaban un sufrimiento extremo entre la gente casada. Las cosas marchaban bastante bien hasta que la mujer o el marido perd¨ªan la salud, momento en el cual ellas sufr¨ªan atrozmente al dudar de la salvaci¨®n de sus esposos, haci¨¦ndoles as¨ª sufrir a ¨¦stos igualmente. Mi padre a?adi¨® que, durante su larga vida, s¨®lo hab¨ªa conocido a tres mujeres esc¨¦pticas; y debemos recordar que conoc¨ªa bien a una multitud de personas y pose¨ªa una extraordinaria capacidad para ganarse su confianza. Cuando le pregunt¨¦ qui¨¦nes eran aquellas tres mujeres, tuvo que admitir que, respecto a una de ellas, su cu?ada Kitty Wedgwood, s¨®lo ten¨ªa indicios sumamente vagos, sustentados por la convicci¨®n de que una mujer tan l¨²cida no pod¨ªa ser creyente. En la actualidad, con mi reducido n¨²mero de relaciones, s¨¦ (o he sabido) de varias se?oras casadas que creen un poco menos que sus maridos. Mi padre sol¨ªa citar un argumento irrebatible con el que una vieja dama como la se?ora Barlow, que abrigaba sospechas acerca de su heterodoxia, esperaba convertirlo: "Doctor, s¨¦ que el az¨²car me resulta dulce en la boca, y s¨¦ que mi Redentor vive". -
Autobiograf¨ªa. Charles Darwin. Editorial Laetoli/Universidad P¨²blica de Navarra. Precio: 12,87. Fecha de publicaci¨®n: 9 de febrero.
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