Testigo del horror: La piedra bajo el sol
Al bajar temprano por la ma?ana de las alturas de P¨¦tion Ville, donde a¨²n sobreviven restos de verdura en este pa¨ªs de montes y sabanas desnudas de toda vegetaci¨®n, entramos en el caos de la ruta de Delmas que desciende hacia la planicie de Puerto Pr¨ªncipe, mientras arriba, adheridos a los cerros, ascienden los cubos blancos de las casas que se api?an sin concierto desafiando el abismo.
Una ruta sin andenes donde los muros de las casas sirven de escaparates a los comerciantes callejeros, y vigilada a trechos por los carros blindados de la Misi¨®n de Estabilizaci¨®n de las Naciones Unidas (Minustah), que desde el a?o 2004 tiene estacionados en Hait¨ª 9.000 soldados y 2.000 polic¨ªas de una fuerza internacional. En una pared, en letras precarias que ya se borran, se lee "Vive Titi", el nombre con que el pueblo bautiz¨® al sacerdote salesiano Jean-Bertrand Aristide, dos veces presidente, y dos veces depuesto, exiliado ahora en Sur¨¢frica, y quien surge en todas las conversaciones como un fantasma impenitente.
"Sin la presencia de las tropas internacionales volver¨ªa la anarqu¨ªa"
"Existen m¨¢s cirujanos haitianos en montreal que en puerto pr¨ªncipe"
"La corrupci¨®n rampante, el sistema judicial... son asignaturas pendientes"
"Lo que impresiona, m¨¢s que la miseria, es la normalidad con la que conviven con ella"
"El gobierno, cuya presencia es invisible, parece que se ha olvidado para siempre de ellos"
Las tap tap, como se llama a los coloridos veh¨ªculos de transporte colectivo, desesperan por abrirse paso entre el tr¨¢fico, cargadas de pasajeros hasta los topes. Son autobuses y camionetas pick-up, mezcla de carrusel y carroza f¨²nebre, que llevan inscritas encima del parabrisas invocaciones a la piedad, a la resignaci¨®n y a la fe ciega en la divinidad, mientras las ventanillas muestran las m¨¢s diversas formas gracias a sus molduras flam¨ªgeras: escudos de armas o chapas de polic¨ªa, o redondas u ovaladas como espejos, y sus costados estallan en un entramado de arabescos y flores carn¨ªvoras.
parvadas de escolares con sus mochilas a la espalda se mezclan en la barah¨²nda, n¨ªtidamente vestidos en sus uniformes de dos tonos, las ni?as peinadas con m¨²ltiples lazos, y son como una aparici¨®n ben¨¦fica que se repite a¨²n en la medida que entramos en la cruda miseria sin fondo de las calles de Puerto Pr¨ªncipe. Maurice, el ch¨®fer que nos lleva en la camioneta blanca de M¨¦dicos sin Fronteras (MSF) que tambi¨¦n sirve de ambulancia, se?ala con alborozo la puerta por donde ha desaparecido un grupo de esos ni?os, y dice con una sonrisa plena de orgullo: "Mi hija".
Paga 1.200 gourdes al mes por su educaci¨®n, unos 25 euros, lo que se lleva buena parte de su salario. Hay centenares de escuelas privadas en manos de laicos, ¨®rdenes religiosas e iglesias protestantes, que se alojan en los lugares m¨¢s ins¨®litos y se anuncian bajo nombres pomposos, por precarias que sean sus instalaciones, y que atienden al 90% de los ni?os que pueden ir a la escuela, la mitad de la poblaci¨®n en edad escolar.
El escritor Lionel Trouillot me dir¨¢ luego que, igual que Maurice, miles de padres de familia invierten en la educaci¨®n de sus hijos como la ¨²nica luz que ven en el t¨²nel de la miseria. Ser¨ªan capaces de matar por ello. Pero para la gente que vive con menos de un d¨®lar al d¨ªa ?que es el 60%? se vuelve imposible pagar la escolarizaci¨®n que cobra el Estado en las escuelas p¨²blicas, aunque se trate de una cantidad simb¨®lica; y aun as¨ª, en el campo hay ni?os que caminan dos horas, sin desayunar, para llegar a las aulas. Otros, menos afortunados, terminar¨¢n como restaveks (reste avec) en Puerto Pr¨ªncipe, entregados como siervos a familias no precisamente ricas, igual que en tiempos coloniales, para desempe?ar las m¨¢s duras tareas dom¨¦sticas, sin paga, y durmiendo en el suelo.
En el inmenso barrio marginal de La?Saline, vecino al puerto donde atracan los barcos de cabotaje, he visto esas escuelas p¨²blicas de una sola aula, entre las casuchas de l¨¢minas herrumbradas que se api?an al lado de las corrientes de aguas negras y los t¨²mulos de basura. Una de ellas m¨¢s bien parece una capilla por su frontispicio, con una puerta de reja en arabescos que se creer¨ªa clausurada si no fuera por el coro de voces de los ni?os que repiten en su encierro la lecci¨®n. Otra, a poco trecho de all¨ª, parece m¨¢s una c¨¢rcel, oscura y calurosa, cerrada por un port¨®n que tiene abajo una l¨¢mina y arriba una reja; el profesor se desvive, yendo de un lado a otro, para atender a los 80 alumnos de todas las edades que forman la clase. Y hay una tercera que parece un gallinero, cerrada con latas viejas y malla cicl¨®n.
La poblaci¨®n paup¨¦rrima de Puerto Pr¨ªncipe suma la inmensa mayor¨ªa de sus casi 2,5 millones de habitantes, y s¨®lo los barrios vecinos de Martissant y Carrefour alcanzan medio mill¨®n. Gaetan Drossart, un joven soci¨®logo belga, dirige el proyecto del Centro de Emergencia de Salud de MSF en Martissant. El centro ha sido establecido en lo que fueron en un tiempo las instalaciones adyacentes de un car wash y un night club; ahora, en la pista circular de baile, funciona una sala donde quedan en observaci¨®n las mujeres reci¨¦n alumbradas. Adem¨¢s de labores de parto, en el centro se atiende a v¨ªctimas de agresiones sexuales y a los heridos con armas de fuego y armas blancas en los constantes pleitos callejeros, no pocos entre pandillas.
En la oficina de Gaetan, por todo adorno, cuelga de una pared el denso plano de los dos barrios vecinos, marcado con banderines rojos en los que est¨¢n escritas las iniciales de cada uno de los jefes de las pandillas, sin cuyo consentimiento no les ser¨ªa posible a las ambulancias adentrarse por los callejones. Precisamente, ante la necesidad de atender a las v¨ªctimas de los enfrentamientos de las pandillas con las fuerzas de la Minustah, es que el centro fue establecido en el a?o 2006. Hubo momentos en que se hizo ineludible negociar periodos de alto el fuego para poder sacar a los pacientes en necesidad, mujeres sobre todo.
las pandillas juveniles nacieron como milicias populares, las temidas Chim¨¦res (Quimeras), organizadas como sostenes de poder de Aristide, y despu¨¦s de su segundo derrocamiento, en 2004, mantuvieron acciones armadas para exigir su regreso del exilio, en Martissant y en Cit¨¦ Soleil, otro de los populosos barrios marginales de Puerto Pr¨ªncipe. Tras continuos enfrentamientos con las fuerzas de la Minustah han sido severamente golpeadas, y sus jefes han resultado capturados o?muertos; de los que quedan, unos siguen fieles a Aristide, pero otros no tienen ninguna identidad ideol¨®gica, y son capaces de servir por paga a cualquier partido pol¨ªtico, y aun a los narcos.
Salimos con Gaetan a recorrer las calles de Grand Ravin, uno de los numerosos asentamientos que forman Martissant, llevando los chalecos con el emblema de MSF a manera de protecci¨®n. Antes le he pedido que llame al jefe de las Quimeras de este sector para pedirle una entrevista, pero el muchacho responde neg¨¢ndose, aunque autoriza la visita con la condici¨®n de que no se tomen fotograf¨ªas, y manda apostarse en el trayecto a subalternos suyos que nos saludan con frialdad. Al final sabremos que no concedi¨® la entrevista porque se hallaba escondido, despu¨¦s de haber ordenado matar a balazos, por disputas de poder, a su segundo al mando, el cual sobrevivi¨®.
Gran Ravin toma el nombre de un arroyo del que s¨®lo queda el cauce, ahora un botadero de basura, que es necesario atravesar a saltos por encima de los charcos, mientras al lado mujeres y ni?os se abastecen con recipientes pl¨¢sticos del chorro de un tubo roto, o se vierten el agua encima. Arriba, entre la aglomeraci¨®n precaria de los techos, se alza, como un fantasma en el muladar, el edificio del liceo que Aristide regal¨® a los j¨®venes de Martissant, una obra que a¨²n le paga lealtades entre sus seguidores.
Cabras y cerdos comen entre la basura derramada, los vendedores callejeros anuncian las virtudes de sus medicinas homeop¨¢ticas por los meg¨¢fonos port¨¢tiles, y a cada vuelta de esquina la perspectiva en los callejones es siempre la de centenares de mujeres sentadas pacientemente al lado de sus escasas mercanc¨ªas. Son las eternas revendeuses o Mesdames Sarah. Sobre sus hombros descansa la responsabilidad de mantener al menos a cinco personas en el hogar, y al mismo tiempo son v¨ªctimas de los maridos que las apalean sin piedad, como la mujer con la cabeza partida que recogimos dos d¨ªas despu¨¦s, de camino a nuestra visita al hospital Sainte-Catherine de Labour¨¦ (CHOSCAL), y que entregamos en el servicio de emergencias.
en una econom¨ªa en la que el comercio informal es un puntal de supervivencia, no importan las charcas bajo sus pies ni los hedores, ni el sol inclemente, ellas venden de todo, oraciones y hierbas medicinales, guisos que cocinan en hornillas de carb¨®n, malanga, casabe, tomates tristes y golpeados, sin faltar las tortas de lodo que ofrecen bajo descoloridos parasoles de colores a un precio de cinco centavos, y que ellas mismas redondean con las manos, agregando sal y margarina al barro antes de cocerlas.
La loa Erzulie Dant¨® es la madre soltera del pante¨®n de los dioses del vud¨² que los esclavos negros trajeron consigo del reino de Dahomey, y que se revisten con las vestiduras de los santos cat¨®licos. Junto con la lengua creole, mezcla de franc¨¦s y africano, el vud¨² es uno de los signos fundamentales de la identidad cultural haitiana. Erzulie, la virgen negra, enga?ada, golpeada y violada, no deja de ser por eso la fuente de la vida, como deidad que encarna el amor y la belleza.
Cada principio de Cuaresma, durante las celebraciones del carnaval de Mardi Gras, se producen miles de embarazos que parecer¨ªan un rito anual de la fertilidad en honor de la loa Erzulie Dant¨®, fruto del libre desenfreno. Pero resultan m¨¢s bien de las violaciones callejeras de muchachas adolescentes, muchas casi ni?as. Algunas logran abortar, o mueren en el intento, pero la mayor¨ªa dan a luz a hijos que nunca quisieron, y para los meses de octubre y diciembre, nueve meses despu¨¦s del carnaval, las salas del hospital de maternidad Solidarit¨¦ de MSF Holanda se llenan de parturientas.
Es lo que nos cuenta la doctora Wendy Lai, una afable y delicada muchacha canadiense que dirige el hospital, de 65 camas, instalado en un edificio moderno de tres plantas, construido originalmente para oficinas, en un populoso sector de la ruta al aeropuerto. El hospital atiende entre 350 y 400 partos por mes, salvo para el desbordamiento causado por los desmanes de Mardi Gras, o por otras situaciones de emergencia, como la ¨²ltima huelga de m¨¦dicos y enfermeras del Hospital General, cuando tuvieron que recibir mujeres que daban a luz aun en los ba?os y en los pasillos, a raz¨®n de 80 por d¨ªa. El ¨ªndice de muertes por parto es en Hait¨ª uno de los m¨¢s elevados del mundo, 600 por cada 100.000, mientras que en Canad¨¢ es apenas de tres.
la cl¨ªnica de mujeres de msf B¨¦lgica en La Saline, un galer¨®n caluroso donde las mujeres que esperan la consulta se apretujan en bancas de madera enfiladas, como en una iglesia, est¨¢ a cargo de otra muchacha tan joven como Wendy. Se trata de Irene Abotou, que ha venido a prestar sus servicios desde Costa de Marfil. Todo funciona en la cl¨ªnica con orden y eficiencia, pese a la pobreza del ambiente, y hay cuartos acondicionados para las evaluaciones de las pacientes, la consulta ginecol¨®gica, y una farmacia en un rinc¨®n, donde ya est¨¢n listas en bolsitas de pl¨¢stico las dosis de hierro y ¨¢cido f¨®lico para las embarazadas. Tambi¨¦n se brinda tratamiento a los varones, parejas de las pacientes, cuando sufren enfermedades ven¨¦reas. Despu¨¦s de los cuatro huracanes sucesivos del a?o pasado ha aumentado la poblaci¨®n de La Saline y, por tanto, el n¨²mero de mujeres que demandan consulta.
Las cl¨ªnicas de MSF atienden de manera gratuita, pero igual que en el caso de la educaci¨®n, el 90% de los servicios de asistencia m¨¦dica en Hait¨ª se haya en manos privadas, y hay cl¨ªnicas de todo tama?o y de todo precio. Existen m¨¢s cirujanos haitianos en Montreal que en Puerto Pr¨ªncipe, y los pudientes viajan a Miami a examinarse con los especialistas que han emigrado hacia all¨¢.
Las tropas de la Minustah tem¨ªan hasta hace poco entrar a Cit¨¦ Soleil, que se llam¨® primero Cit¨¦ Simone Duvalier, en honor a la esposa del dictador. Ahora hay un nuevo cuartel de la polic¨ªa nacional que se alza imponente como para demostrar que la autoridad empieza a tomar cuerpo. La justicia, sin embargo, no goza de esa misma majestad de presencia. El alojamiento de un Tribunal de la Paix, que divisamos al pasar, semeja m¨¢s bien la capilla de un cementerio, con su capitel de columnas estriadas en el frontis, coronado por el lema "Justicia para todos", y un carnero y un le¨®n pintados de cualquier manera a cada lado, como por la mano de un artista na?f.
El cineasta Arnold Antonin dice que Puerto Pr¨ªncipe fue hasta la llegada al poder de Papa Doc Duvalier, una hermosa capital de poca poblaci¨®n, paseos y avenidas e?imponentes edificios p¨²blicos, visitada por celebridades de Hollywood de las que quedan las fotos en los bares de los viejos hoteles de glamour perdido, como el Ibo Lele de las alturas de P¨¦tion Ville, donde nos alojamos.
el continuo ¨¦xodo rural ante la creciente pobreza en el campo hizo que la ciudad empezara a crecer desmesuradamente, y que al mismo tiempo se lumpenizara. Luego, la deforestaci¨®n, los huracanes, las maquilas, el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, que acab¨® con lo que quedaba de agricultura, han multiplicado los desplazamientos.
Aqu¨ª, como en La Saline, o en Martissant, lo que impresiona, m¨¢s que la miseria misma, es la convivencia con la miseria, la normalidad con la que la gente aparenta vivir entre las monta?as de basura que se va aposentando mes tras mes, a?o tras a?o, y que nadie pareciera preocuparse de recoger, las marismas rebosantes de desechos, la vida cotidiana al lado de las corrientes de aguas negras, la falta absoluta de letrinas que vuelve algo natural defecar en los pantanos que luego bate la marea.
Cuando caminamos por los callejones de Cit¨¦ Brother, un asentamiento junto a la playa que pertenece a Cit¨¦ Soleil, esa convivencia entre miseria y desidia resulta perfecta. Parece que sus habitantes se han olvidado de la basura, del detritus, de los agujeros en que viven, y que el Gobierno, cuya presencia parece siempre invisible, se ha olvidado para siempre de ellos, o ha desistido de acordarse. En medio del paisaje se alza una construcci¨®n de cemento armado nunca terminada, con balcones en el segundo piso y una escalera, que parece la idea loca de alguien que quiso hacerse una casa sobre el lodazal pestilente de la playa, hasta donde entran las aguas en pleamar. Pero se trata de lo que se plane¨® alguna vez como una elegante letrina comunal.
"S¨®lo vienen a ver la mierda", dice un muchacho con cara hostil cuando pasamos, recordando quiz¨¢ otras visitas de extranjeros a estos parajes del olvido. Los vecinos se alborotan, nos siguen por trechos. Nos siguen los ni?os. Los varoncitos van desnudos, las nalgas al aire, cubiertos con camisetas y camisones viejos, sin botones, a veces s¨®lo harapos. Uno lleva un gab¨¢n rojo, como un pr¨ªncipe de los mendigos. Juegan, discuten, hablan alrededor de nosotros, quieren que les tomemos fotos, y r¨ªen como locos y hacen cabriolas cuando se ven en el monitor de la c¨¢mara.
graham greene recuerda en Los Comediantes, su novela de 1966, que las vueltas de la frontera entre Hait¨ª y la Rep¨²blica Dominicana estaban marcadas por el contraste entre las rocas desnudas de un lado, y la frondosidad de los ¨¢rboles del otro. Grises monta?as erosionadas de la pobre tierra seca de Hait¨ª frente a la que parec¨ªa detenerse el verdor, como ante un mal conjuro; pero este paisaje contrastado no viene a ser tan el mismo m¨¢s de cuarenta a?os despu¨¦s, porque el bosque dominicano ha sufrido no poca merma desde entonces, asolado tambi¨¦n por la deforestaci¨®n inclemente. Pero del lado de Hait¨ª, nunca volvi¨® a crecer nada.
Nos acercamos a la frontera por la carretera bordeada de maleza que lleva desde Puerto Pr¨ªncipe a Malpasse, y que cuando alcanza las orillas del lago Saum?tre, que tambi¨¦n se llama Azuei, su ancestral nombre ta¨ªno, desaparece a trechos bajo el desborde de sus aguas azufradas. Al otro lado del lago, los promontorios monta?osos, despojados del ¨²ltimo vestigio de vegetaci¨®n, se derraman hacia la carretera en cascadas de cascajos blancos, y los viejos camiones de volquete retumban por delante de nosotros en sus viajes de acarreo, sacando piedra y arena de los cerros que parecen sostenerse milagrosamente encima de las grutas excavadas en sus extra?as, como fauces prehist¨®ricas que ense?an sus grandes muelas cariadas.
Ya cerca de Malpasse, nos topamos con el mercado de carb¨®n, un campamento donde se afanan los camiones recogiendo los cargamentos de sacos que traen los barcos de velas renegridas desde la orilla dominicana del lago. El 80% del combustible para cocinar se saca de la le?a y el carb¨®n en Hait¨ª, y los campesinos echan mano hasta de los matorrales secos para alimentar el fuego, me ha dicho d¨ªas atr¨¢s el ex ministro de Medio Ambiente, Yves Andr¨¦ Wainwright. Dos veces ministro, bajo el segundo Gobierno de Aristide, y bajo el primero de Ren¨¦ Pr¨¦val, el actual presidente, nunca encontr¨® apoyo para hacer que se aplicara una nueva Ley de Medio Ambiente, la que sucumbi¨® bajo el peso de las competencias y disputas entre los miembros del Gabinete.
Hemos venido a la frontera en compa?¨ªa del padre Jul¨ªn Acosta para ver el mercado que se abre del lado dominicano, a las orillas del lago, los lunes y jueves de cada semana. El padre Jul¨ªn, al que todos los polic¨ªas de los retenes y los guardas de ambos bordes conocen y saludan con afecto, tiene su parroquia del lado dominicano, donde dirige la Casa del Caribe, pero tambi¨¦n est¨¢ a cargo de la pastoral de emigrantes haitianos, por lo que tiene que entenderse con dos obispos a la vez, el de Barahona, y el de Puerto Pr¨ªncipe.
Desde territorio dominicano hay un incesante tr¨¢fico de camionetas que acarrean en las toldas grandes bultos de mercanc¨ªas, y las motocicletas de alquiler llevan en ancas a los pasajeros cargados con sus compras, mientras los viandantes hormiguean entre los puestos del mercado que se extienden por m¨¢s de un kil¨®metro, otra vez en manos de las revendeuses instaladas en las tierras fangosas a la orilla del agua, en la que baten contra la orilla, hasta perderse de vista, envases pl¨¢sticos y de cart¨®n y los desperdicios de las cocinas.
El mercado fronterizo se inici¨® cuando la Organizaci¨®n de Estados Americanos (OEA) impuso un embargo comercial a la dictadura de Raoul Cedr¨¢s, que asumi¨® el poder tras el primer golpe de Estado contra Aristide en 1991. En Jiman¨ª, el poblado dominicano m¨¢s cercano a la frontera, visitamos en su casa a Soledad, una dirigente sindical del magisterio que forma parte de la red de apoyo a los inmigrantes haitianos. Dice que el mercado fronterizo representa unos 600 millones de d¨®lares al a?o, casi todo mercanc¨ªas dominicanas, como hemos podido ver, pues desde el otro lado es poco lo que se puede exportar, salvo donaciones del Programa Mundial de Alimentos (PMA) que pasan de contrabando gracias al "macuteo", las mordidas con que las autoridades de frontera sacan su propia tajada en el comercio.
Los haitianos que viven en Jiman¨ª y se dedican al comercio fronterizo son gente pac¨ªfica y trabajadora, afirma Soledad, contrario a la mala fama de vagos y pendencieros con que han sido marcados en la Rep¨²blica Dominicana. Contratados como braceros que entraban por miles para el tiempo de la zafra azucarera, los haitianos fueron siempre v¨ªctimas de la discriminaci¨®n, y m¨¢s. En 1937, el General¨ªsimo Trujillo, tan sanguinario como Duvalier lo fue en Hait¨ª, orden¨® una masacre en la que perecieron m¨¢s de 20.000, lanzados a las aguas fronterizas del r¨ªo Masacre, que ya se llamaba as¨ª desde antes.
La frontera es abierta y porosa, y las constantes deportaciones s¨®lo hacen que los deportados regresen d¨ªas despu¨¦s, aunque ya no principalmente como braceros, porque hay menos plantaciones de ca?a y el corte est¨¢ siendo mecanizado. Pero las dificultades siguen sin resolverse. Los ni?os de doble condici¨®n no pueden ser inscritos en el Registro Civil dominicano y quedan en tierra de nadie, como ha ocurrido recientemente con una pareja de siameses, todo un s¨ªmbolo del drama. La madre, que es haitiana, no puede documentarse, y los ni?os no tienen derecho a atenci¨®n m¨¦dica de parte de la seguridad social, aunque el padre sea dominicano. Un m¨¦dico hizo de manera voluntaria la operaci¨®n de separarlos, pero a¨²n quedan cirug¨ªas complementarias pendientes para que puedan sobrevivir.
la gran pregunta acerca del futuro de Hait¨ª es qu¨¦ pasar¨¢ al retirarse la Minustah, lo cual est¨¢ previsto para cuando sea electo el sucesor de Pr¨¦val en 2011. A quien se lo he planteado, cualquiera que sea su manera de pensar, responde que sin la presencia de las tropas multinacionales, la anarqu¨ªa y los enfrentamientos armados volver¨ªan a explotar de inmediato.
El Estado no parece capaz de hacer frente a la seguridad nacional, ni a la educaci¨®n, ni a la salud. La corrupci¨®n rampante, el sistema judicial en ruinas, las c¨¢rceles tenebrosas, son asignaturas pendientes. Tampoco puede hacerse cargo de enfrentar la deforestaci¨®n y la erosi¨®n, ni organizar las emergencias frente a los desastres en un pa¨ªs expuesto a la furia de los huracanes. Un pa¨ªs con muletas.
Uno de los avances en la estabilidad del pa¨ªs ha sido la disminuci¨®n en el n¨²mero de secuestros, que creci¨® en 2007 hasta un promedio de 40 por mes. Se hab¨ªan convertido en un arma pol¨ªtica para desestabilizar el Gobierno, pero luego pasaron a ser una industria econ¨®mica a todos los niveles, pues eran plagiadas hasta personas de recursos modestos, a veces por sus mismos familiares, para obligarles a compartir las remesas enviadas por sus parientes desde Canad¨¢ y Estados Unidos. "El secuestro es una contradicci¨®n en un pa¨ªs que naci¨® de la lucha contra la esclavitud", dice Arnold Antonin.
El otro asunto que conspira cada vez m¨¢s contra la estabilidad es el narcotr¨¢fico, desde luego que la posici¨®n geogr¨¢fica de Hait¨ª resulta privilegiada para el trasiego de droga hacia la Florida y Puerto Rico. En 2004, el presidente del Senado y el jefe de la polic¨ªa eran parte de los carteles.
El poeta Jorge Castera reconoce que hay una conquista esencial, la libertad de palabra. Ahora, cualquiera puede insultar al presidente por la radio, sin peligro de ir a dar con sus huesos en la c¨¢rcel. "Antes s¨®lo hab¨ªa tres meses de libertad, entre que ca¨ªa un presidente y ven¨ªan las nuevas elecciones", dice Castera. Y Sussy Castor piensa que, por muchas que sean las debilidades institucionales, tambi¨¦n se ha avanzado en lo pol¨ªtico. El Parlamento, pese a sus trabas y debilidades, juega un papel de equilibrio, porque antes s¨®lo deb¨ªa decir que s¨ª al presidente.
El jefe de la Minustah, H¨¦di Annabi, con quien he hablado largo tiempo en su despacho del ¨²ltimo piso del hotel Christophe, se duele de que los avances logrados hasta el a?o 2007 hayan sufrido un retroceso dram¨¢tico bajo los efectos de la crisis financiera mundial, los ¨²ltimos huracanes en serie y la inestabilidad pol¨ªtica. Cuando le pregunto si no hay una fatiga de la comunidad internacional alrededor de Hait¨ª, dice que los pa¨ªses latinoamericanos con destacamentos en las fuerzas de seguridad tienen la disposici¨®n de seguir cooperando, y para Estados Unidos y Canad¨¢, abandonar Hait¨ª no es una opci¨®n, porque un nuevo colapso multiplicar¨ªa las oleadas de emigrantes. "A fin de cuentas", dice Annabi, "habr¨¢ que irse. Pero irse para no tener que volver".
Y Sussy Castor, mi vieja amiga, afirma que hay esperanzas. Para ella, las esperanzas vienen de que todos se dieron ya cuenta de que el pa¨ªs se puede perder.
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