Testigo del horror: Las reinas de Saba
Vienen subiendo, y son miles. Mujeres con sus hijos. Saben que muchas morir¨¢n por el camino, o que tendr¨¢n que dejar enterrados a sus hijos. Pero la decisi¨®n est¨¢ tomada, y no parar¨¢n hasta encontrar un lugar donde la vida les abra por fin la puerta. Cueste lo que cueste, y por encima de quien se interponga. Si te paras aqu¨ª, en la costa sur de Yemen, vas a verlas venir: el Cuerno de ?frica entero parece estar subiendo. En pateras, por el desierto a pie, mendigando a trav¨¦s de las antiguas ciudades. Me dice Habiba -somal¨ª, comadrona graduada y querida amiga m¨ªa- que cuando escucha la palabra refugiados no piensa en hombres. Cierra los ojos y ve mujeres con ni?os.
-Habiba -le pregunto-, ?no ser¨¢s t¨² la reina de Saba?
En una habitaci¨®n sin muebles esperan quince mujeres a punta de hambre
A Ayanna le advirtieron de que si su beb¨¦ no callaba lo tirar¨ªan al mar. Y lo hicieron
Ultrajar a las mujeres de otro clan es una de las formas que asume la venganza
Tengo un sue?o. Es un sue?o peque?o, el de cada d¨ªa: alguien me da una limosna
??What?!
Cuando M¨¦dicos Sin Fronteras me propone visitar los campos de refugiados africanos en la Rep¨²blica ¨¢rabe de Yemen, lo primero que hago es releer un texto de 1934 en el que Andr¨¦ Malraux cuenta c¨®mo abord¨® un peque?o avi¨®n para sobrevolar esa regi¨®n en busca de una mujer de 3.000 a?os de edad. Se trataba de la legendaria reina de Saba, soberana del incienso y de la mirra, nacida en alg¨²n punto incierto entre Yemen, Etiop¨ªa y Somalia. Poco despu¨¦s de su expedici¨®n, Malraux le anunciaba al mundo que hab¨ªa avistado desde el aire los vestigios del m¨ªtico imperio de Saba. Y sin embargo, a ella, a la Reina, nunca la encontr¨®.
Nos acercarnos en jeep a Ad¨¦n, en el extremo sur de Yemen. Ubicado sobre el golfo que lleva su mismo nombre, Ad¨¦n mira hacia las desoladas costas del Cuerno de ?frica, que le quedan a menos de 150 millas n¨¢uticas de distancia. Es el primer puerto que existi¨® sobre el planeta. All¨ª fueron enterrados Ca¨ªn y Abel, y construida el Arca de No¨¦, o al menos as¨ª est¨¢ escrito; all¨ª Arthur Rimbaud comerci¨® con caf¨¦, trafic¨® con armas y renunci¨® a escribir versos. Por las ventanas del jeep s¨®lo vemos arena. Estamos en medio de ese mismo desierto yemen¨ª que en la historia antigua se trag¨® al ej¨¦rcito romano de Aecio Galo. Y de repente, como salida de la nada, aparece la reina de Saba. Es ella, no hay duda. Pero no la legendaria, sino la de carne y hueso. Y no la real, de realeza, sino la real de realidad.
Viene descalza, en medio de un grupo de 15 o 20 caminantes. Flaubert la imagin¨® vestida en brocado de oro con faralaes de perlas, azabaches y zafiros, pero no es as¨ª. Trae la ropa hecha jirones, arena en la boca, la mirada ausente y el cuerpo quemado por el sol y la sal. Se dir¨ªa que es et¨ªope por el color de su piel, que llaman nil¨®tico en la suposici¨®n de que el tono, de un dorado tostado, es el mismo que el de las aguas del Nilo. Le preguntamos hacia d¨®nde va. "A Arabia Saud¨ª", responde. Pero no tiene br¨²jula, ni gu¨ªa, ni fuerzas, y no sabe que camina justamente en la direcci¨®n opuesta.
Como ella, miles de et¨ªopes y somal¨ªes echan a andar desierto adentro a la buena de Dios, o de la mano de Al¨¢, retando a la fatalidad y ahuyentando demonios. Han cruzado el golfo en una de las traves¨ªas m¨¢s arriesgadas e inhumanas que se puedan concebir. Vienen huyendo de la guerra, del hambre y del odio, o como dir¨ªa Malraux, de las tres caras de la muerte.
Trono de arena. Volvemos a ver a la se?ora de Saba unas horas m¨¢s tarde, en la playa, pero esta vez es somal¨ª. Antiguos textos abisinios la llaman Makeda. El Cor¨¢n la llama Belkis y la presenta "en un trono magn¨ªfico". Pero ella asegura llamarse Ayanna, trae un beb¨¦ en brazos y est¨¢ sentada en la arena. Hace parte de los new arrivals, o reci¨¦n llegados, tras un landing, o desembarco, tra¨ªdos por los smugglers, o traficantes de personas. Los propios somal¨ªes bautizan su ¨¦xodo con estos nombres en ingl¨¦s; a fin de cuentas, aprendieron el idioma durante los a?os de dominaci¨®n brit¨¢nica, una de tantas que han tenido que sobrellevar. Tambi¨¦n los franceses, los italianos, los rusos y Ronald Reagan saquearon su tierra, la convirtieron en campo de batalla y tras el retiro de las tropas la dejaron sembrada de armas, las mismas que luego fueron desenterradas por los asesinos locales: se?ores de la guerra, narcos, violadores, tiranos, piratas, clanes enfrentados, milicias vengadoras, smugglers. Hoy, las grandes naciones ni asoman por Somalia; la han dejado librada a la impiedad de su suerte. Nadie puede con ella, ardiente luna silenciosa que a todos espanta. En 1992, cuando ya el exterminio y la hambruna la hab¨ªan arrasado, el mundo pareci¨® apiadarse y mand¨® por fin ayuda humanitaria. Con resultados desastrosos: a los siete meses de su arribo, las fuerzas de Naciones Unidas la abandonaban, ametrallando en su huida a poblaci¨®n civil desde helic¨®pteros. A todos derrota la ind¨®mita Somalia, pero a quien m¨¢s derrota, castiga y desangra es a s¨ª misma. Me recita Habiba un viejo dicho somal¨ª: "Con mi hermano contra el resto de la familia. Con mi familia contra mi clan. Con mi clan contra los dem¨¢s clanes. Todos los clanes juntos contra el resto del mundo". Conozco el fen¨®meno. Tambi¨¦n yo provengo de un pa¨ªs, Colombia, hundido en un atolladero hist¨®rico donde nos devoramos los unos a los otros. No por nada Colombia y Somalia comparten el mismo paralelo sobre el globo terr¨¢queo.
El beb¨¦ que Ayanna sostiene en brazos est¨¢ vivo. Milagrosamente. Pese a estar exhausta y at¨®nita, ella repite una letan¨ªa de frases secas, cortas. Dice a quien quiera o¨ªrla, o se dice a s¨ª misma, que su ni?o ven¨ªa llorando en el barco. Los smugglers le advirtieron que lo tirar¨ªan al mar si no lo callaba, pero c¨®mo iba a callarlo, si ni agua ten¨ªa para darle. El ni?o sigui¨® llorando y lo tiraron. Ella se tir¨® detr¨¢s, pudo agarrarlo antes de que se ahogara y nad¨® con ¨¦l hasta la costa. Pero en el barco se le quedaron sus otros dos hijos. Luego los encontr¨®, all¨ª en la playa, vivos tambi¨¦n. Uno de los refugiados que ven¨ªan con ella en el barco los hab¨ªa ayudado a alcanzar la orilla.
No todos corren con la misma suerte. Barcos en los que s¨®lo cabr¨ªan 30 o 40 personas son atiborrados con 120 o 150, en traves¨ªas que suelen durar entre tres y cinco d¨ªas. Las soportan sin comer ni beber, a rayo de sol, entre orines, heces y v¨®mitos propios y ajenos. A quien se mueva o proteste, los smugglers le descerrajan un correazo por la cabeza, la cara, la espalda, abri¨¦ndole la carne con la hebilla met¨¢lica del cintur¨®n. Para no ser interceptados por la patrulla costera yemen¨ª, los barcos llegan de noche, dan media vuelta antes de alcanzar la orilla para emprender el regreso y en ese momento arrojan al agua su carga humana. En medio de la ciega negrura, algunos se ahogan porque no saben nadar. Otros, porque vienen entumidos tras permanecer tanto tiempo inm¨®viles y encogidos. Los hay que desaparecen nadando mar adentro, porque en la costa desierta no hay una luz que los gu¨ªe. Los et¨ªopes llevan la peor parte. En el barco los hacinan abajo, en la bodega para el pescado, donde no es raro que mueran de asfixia, y una vez en Yemen no se les reconoce status de refugiados pol¨ªticos, como s¨ª a los somal¨ªes. Por capricho de las convenciones internacionales, los et¨ªopes son considerados simples migrantes econ¨®micos, y en cuanto tales pueden ser deportados.
Cuando emprenden el viaje, todos ellos saben del horror que les espera. No s¨®lo lo saben, sino que duran meses juntando los 80 o 100 d¨®lares que les cobran por el pasaje. "En el mar es posible que te mueras", me dice Habiba, "pero si te quedas en Somalia, es seguro que te matan".
Tra¨ªdos por las aguas. Habiba huy¨® de Somalia hace siete a?os, tambi¨¦n ella en patera, y hoy trabaja con los equipos de M¨¦dicos Sin Fronteras que patrullan la costa yemen¨ª a la espera de landings. Socorren a los reci¨¦n llegados con primeros auxilios, agua, biscuits ricos en prote¨ªnas, ropa seca y chanclas de caucho, y les ofrecen transporte hasta un centro m¨¦dico en la vecina Ahwar, donde podr¨¢n permanecer mientras se reponen. Al menos del cuerpo. Del extremo sufrimiento, la desesperanza y la muerte de los suyos, nadie podr¨¢ curarlos. Me cuentan que, hace unas semanas, entre los refugiados ven¨ªa una muchacha muy bella. ?Acaso no ser¨ªa ella la reina de Saba? A lo mejor -condesciende Habiba-, pero al llegar a Yemen, los traficantes le impidieron bajarse del barco junto con los dem¨¢s. Ella grit¨®, se volvi¨® loca, intent¨® tirarse al agua, pero la amarraron. Se la llevaron de vuelta para violarla a su antojo.
Hussein, otro de los integrantes de MSF, me habla de la madrugada del pasado 15 de diciembre. "Imposible olvidar esa fecha", dice. "Al llegar a casa me ba?¨¦, al otro d¨ªa me ba?¨¦ dos veces. Pero por m¨¢s que me ba?e, esa fecha no la olvido. Hab¨ªamos salido a patrullar por la costa y hacia las siete de la ma?ana divisamos siluetas. ?Landing! Ven¨ªan como zombis", dice Hussein, "desnudos, con la expresi¨®n en blanco. Estaban muy mal, peor que otras veces. No reaccionaban. Al fin uno nos dijo lo que ya sospech¨¢bamos, que hab¨ªa volcado la patera en la que ven¨ªan con otros 130 pasajeros. Atendimos a los vivos, corrimos hacia el mar y a lo largo de la playa fuimos encontrando los cad¨¢veres. Muchos. Cont¨¦ 57. Entre ellos hab¨ªa ni?os, adolescentes, mujeres embarazadas. Los cangrejos ya se estaban comiendo sus cuerpos. Los fuimos arrastrando lejos del agua, los tomamos fotos para que despu¨¦s sus familiares pudieran identificarlos, los metimos en bolsas pl¨¢sticas. Trabajamos hasta que se cerr¨® la oscuridad y no nos permiti¨® seguir haci¨¦ndolo. Regresamos a la playa a primera hora del d¨ªa siguiente y vimos que el mar hab¨ªa tra¨ªdo m¨¢s cuerpos".
Los tres pisos de tu culpa. Jameelah lleva m¨¢s de ocho a?os en el campo de Kharaz y sigue tan enferma como el d¨ªa en que desembarc¨®. Las dolencias ya no est¨¢n en su cuerpo, pero las carga en el alma. Se vino dejando atr¨¢s a su madre y a sus cinco hermanos. Trajo consigo a su ¨²nico hijo, que muri¨® durante la traves¨ªa de un golpe que le asestaron en la cabeza. A partir de entonces, tan pronto logra dormirse, Jameelah cae en una pesadilla que la martiriza. Sue?a que un yenil, o demonio, la arrastra hacia una construcci¨®n de tres pisos donde la somete a juicio. En el primer piso, la condena por la muerte del hijo. En el segundo piso, la condena por abandonar a la madre y los hermanos. En el ¨²ltimo piso tambi¨¦n la condena, pero al despertar, ella no logra recordar por qu¨¦ motivo era juzgada esa tercera vez. Jorge, uno de los psic¨®logos de MSF, le da un cuaderno y le pide "Jameelah, escribe tu sue?o". Ella lo hace. Jorge lee y le dice: "Ahora vamos a preparar tu defensa. La pr¨®xima vez vas a explicarle al yenil que viniste a Yemen para trabajar y enviarle dinero a tu madre, que no la abandonaste, ni tampoco a tus hermanos, y que a tu hijo no lo mataste t¨², lo mataron los smugglers. Dile a ese yenil que no haces nada contra tu familia, al contrario, has intentado darle mejor vida, aunque la posibilidad no est¨¦ en tus manos". El sue?o de Jameelah se ha seguido repitiendo, pero ahora el yenil la absuelve en el primero y el segundo piso. Sin embargo en el tercero la condena, y ella sigue sin saber de qu¨¦ la acusa. "La culpabilidad de las v¨ªctimas es un pozo sin fondo", me dice Jorge, el psic¨®logo.
?Salom¨®n usaba guantes?
Est¨¢ escrito que Makeda sali¨® de Saba y cruz¨® el desierto en busca de Salom¨®n, de quien le hab¨ªan dicho que era un rey sabio. Las sabias est¨¢n m¨¢s bien aqu¨ª, pienso al visitar el consultorio m¨¦dico en el campo de refugiados del ACNUR en Kharaz, en pleno desierto, a tres horas por carretera de Ad¨¦n. Los m¨¦dicos son dos muchachas yemen¨ªes, la doctora Jazmin y la doctora Leila. Seg¨²n la usanza en el pa¨ªs, ambas van tapadas con abaya y toca negras de la cabeza a los pies, salvo una m¨ªnima ranura por la cual pueden verte, y t¨² a ellas puedes verles los ojos. Jazmin debe de pertenecer a un clan m¨¢s tradicionalista que Leila, porque lleva puesto, adem¨¢s, un par de guantes negros que no se quita en p¨²blico. "No siempre es f¨¢cil atender a las refugiadas", me dice. "Si s¨®lo lidiaras con enfermedades, vaya y pase, pero tienes que enfrentarte a algo casi incurable, los prejuicios at¨¢vicos".
Yo miro sus guantes, miro el denso velo que le oculta la cara, y no puedo creer lo que estoy escuchando. Afortunadamente, ella, sin darse por aludida, me sigue explicando. Me dice que en el campo hay una somal¨ª destrozada por un dilema. Viv¨ªa en Mogadiscio cuando una tarde, al regresar a su casa, fue violada por los seis o siete integrantes de una milicia et¨ªope. No s¨®lo la violaron una y otra vez, sino que la hirieron con cuchillo, le rompieron un brazo de un culatazo y la abandonaron cuando la creyeron muerta. Es lo habitual all¨ª: ultrajar a las mujeres de otro clan es una de las formas que asume la venganza. Alguien la encontr¨® en coma, se las arregl¨® para hacerla ver por un m¨¦dico, y ella sobrevivi¨®. Pero se convirti¨® en motivo de shame, verg¨¹enza, para su familia somal¨ª, por haber sido violada por et¨ªopes. Luego se dio cuenta de que hab¨ªa quedado embarazada, y huy¨® de Somalia por temor a que sus propias gentes mataran a la criatura al nacer. Dej¨® en casa a sus cuatro hijos, logr¨® cruzar el golfo y se present¨® en el campo de Kharaz, pidiendo asilo. All¨ª, las doctoras Jazmin y Leila le atendieron el parto. El ni?o, que naci¨® bien, ten¨ªa la piel oscura de los et¨ªopes, as¨ª que con s¨®lo verlo, cualquier somal¨ª reconocer¨ªa en ¨¦l la sangre ajena. Desde Mogadiscio, la abuela le rogaba a la mujer que abandonara en Yemen al ni?o et¨ªope y que volviera a casa a hacerse cargo de los otros cuatro, que estaban pasando hambre. Ella sab¨ªa bien que con el beb¨¦ no podr¨ªa regresar. ?Qu¨¦ hacer? Estaba enferma de confusi¨®n, de angustia, de soledad. Los dos m¨¦dicos tomaron el problema en sus manos. Le ayudaron a conseguir trabajo para que pudiese enviarles dinero a los hijos que dej¨® en Somalia, mientras permanece en Yemen con el m¨¢s peque?o. Y le asignaron una madre sustituta que cuida al peque?o de tanto en tanto, mientras ella visita a los otros en Moga. Ni el propio Salom¨®n hubiera salido con una soluci¨®n tan salom¨®nica.
La casa de las mendigas. En el calor lento de las seis de la tarde se fermenta un olor denso y ahumado a cardamomo y canela, a basura, orines e incienso. Estamos ahora en el laberinto de pasadizos de la barriada de Al Bassateen, en las goteras de Ad¨¦n, donde s¨®lo viven somal¨ªes y half-castes, o yemen¨ªes con sangre somal¨ª. Desde hace un rato alguien me sigue, tir¨¢ndome de la manga. Es una mujer con un reci¨¦n nacido en brazos. Es una alyawm, una limosnera. "Vete a casa", le dice Habiba, "tu ni?o est¨¢ demasiado peque?o, ?cu¨¢nto tiene de nacido?". "Cuatro d¨ªas", responde la mujer, "lo par¨ª aqu¨ª mismo, en la calle". Nos lleva a donde vive, la casa de las mendigas. Doce o trece mujeres comparten un peque?o patio de tierra y a medio techar. Algunas se ven descarnadas y enfermas, y una de ellas no se mueve ya: espera acurrucada en un rinc¨®n, con la boca abierta y los ojos at¨®nitos, a que le llegue la muerte. Syrad, la m¨¢s en¨¦rgica y saludable, nos ofrece t¨¦. "En Al Bassateen, mendigar es el ¨²nico oficio para una viuda", dice. Si le pides limosna a un hombre yemen¨ª, se siente en la obligaci¨®n de d¨¢rtela. Es musulm¨¢n, la religi¨®n se lo ordena. Pero si es muy negociante, te pueden decir: "Toma estas monedas, t¨®malas; pero si me la chupas, te doy el triple".
Le pregunto a otra de ellas qu¨¦ espera de la vida, y responde que nada. "Reci¨¦n llegada de Somalia ten¨ªa sue?os", dice, "porque pensaba que aqu¨ª la vida pod¨ªa ser mejor. Ahora s¨¦ que no es mucho mejor. Bueno, s¨ª, tengo un sue?o, uno peque?o, el sue?o de cada d¨ªa: que alguien me d¨¦ una limosna".
Caminamos luego hasta el famoso Bloque Tres, el sector de las dhillos, o prostitutas. Nos permiten entrar a una de las casas. En realidad es un patio casi igual al de las mendigas, pero en ¨¦ste las mujeres son m¨¢s j¨®venes y han pegado en los muros afiches de Bollywood. Se envuelven el cuerpo en coloridas futas, llevan los brazos pintados de gena, anillos en los dedos de las manos y los pies, ajorcas en los tobillos y brazaletes en las mu?ecas. Nos ofrece el t¨¦ un muchacho depilado y maquillado que parece ser de inferior rango porque las mujeres le dan ¨®rdenes. Colocan en torno al patio colchonetas de espuma de caucho, traen peque?os cojines para que Habiba y yo estemos m¨¢s c¨®modas y roc¨ªan el ambiente con desodorante floral en spray. Ahora s¨ª -escribo en mi libreta-, me encuentro entre las aut¨¦nticas reinas de Saba, con todo, y almohadones, perfumes y joyas.
Al principio ni mencionan su oficio, pero poco a poco aflojan y van contando las ventajas y los sinsabores de la vida que llevan. "Por aqu¨ª es costumbre que te paguen con comida", dicen. "Te invitan a cenar y sales de ah¨ª con el est¨®mago lleno y las manos vac¨ªas. Otros te enciman el khat. Algunos clientes s¨®lo piden que les dejes pasar la noche contigo. Se acuestan a tu lado y no hacen nada, salvo mascar khat. Est¨¢n consumidos por el khat, que a la larga los deja impotentes. No les importa, lo siguen mascando, y nosotras tambi¨¦n. Conseguimos suficiente khat para estar alegres, y suficiente comida para mantenernos vivas. Pero rara vez podemos juntar dinero para mandar a Somalia. Una opci¨®n mejor es trabajar en hoteles. Los taxistas te llevan hasta los hoteles a cambio de una mamada, y al regreso, igual. Como por aqu¨ª es raro ver un billete, los trabajos se pagan en especie. En el hotel limpias los cuartos, tiendes las camas, trapeas los pasillos y est¨¢s ah¨ª para cumplir la voluntad del hu¨¦sped. Cada tanto, el due?o nos lleva a un hospital a que nos revisen la sangre. Cuando caen hu¨¦spedes de Arabia Saud¨ª, traen dinero en los bolsillos, y nosotras podemos mandar algo a casa para nuestros hijos".
De repente se enciende la algarab¨ªa en el Bloque Tres. Se ha armado la trifulca y de todas las puertas salen mujeres dando gritos. Un cliente quiso volarse sin pagar, la damnificada dio la voz de alarma y ahora corren tras ¨¦l. Lo alcanzan y le propinan una paliza. Aparentemente, s¨®lo le cae encima una lluvia de pu?os, pero en realidad le causan heridas con los brazaletes de metal que llevan en las mu?ecas.
Un televisor y una cama. Es posible que San¨¢ sea la ciudad m¨¢s bella del planeta. Como sacada de Las mil y una noches, dicen las gu¨ªas de turismo, y lo compruebas tan pronto atraviesas la vieja muralla por Bab al Yemen y te cae encima todo el prodigio del medioevo oriental. Afuera de la muralla, sin embargo, es otro el cantar: una modernidad destartalada, sucia e inconexa, con Internet lento y tr¨¢fico energ¨²meno. El ¨²ltimo rinc¨®n de este adefesio urban¨ªstico es la barriada popular de Saf¨ªa, donde en una habitaci¨®n sin muebles me esperan 15 mujeres, largas y esbeltas, a punta de hambre. Son algunas de las somal¨ªes que sobreviven en la capital limpiando casas durante el d¨ªa, y hacin¨¢ndose de noche con sus hijos en habitaciones como ¨¦sta. Van cubiertas como las yemen¨ªes, pero a medida que conversamos, se quitan la ropa negra y debajo aparecen las coloridas telas africanas. Iprah lleva un brazo enyesado; fue atropellada por un coche en las calles de San¨¢ y no logr¨® que la atendieran en ning¨²n hospital hasta una semana despu¨¦s, cuando encontr¨® a familiares que aceptaron pagar su cuenta. Yurop tiene la frente y una oreja quemadas. Hace un par de a?os intent¨® quitarse la vida por el medio tradicional de suicidio femenino en su tierra, que consiste en rociarse con combustible y prender un f¨®sforo. Se lo impidieron unas vecinas, sofocando el fuego con mantas de lana.
Est¨¢ escrito que cuando la reina de Saba se iba acercando a lomo de elefante, bajo su parasol rojo con campanitas de plata y respirando por la boca porque le oprim¨ªa el pecho un cors¨¦ de pedrer¨ªa, era tal el esplendor que irradiaba, que la multitud, deslumbrada, se postraba en tierra a su paso. No les pasa otro tanto a las reinas de Saf¨ªa, acostumbradas a soportar un sonoro "vete al infierno" cuando preguntan si necesitan quien haga la limpieza. "Desconf¨ªan de nosotras. Nos acusan de groseras y ladronas, y abusan. El otro d¨ªa me quej¨¦ ante una se?ora: 'Vigila a tu marido', le dije, 'quiere violarme'. Me respondi¨®: 'Y?qu¨¦ problema te haces, dale lo que quiere, ?acaso no te pagamos en esta casa?".
Las 15 mujeres est¨¢n agotadas. Son ya las nueve pasadas de la noche, hace poco regresaron de sus rondas por la ciudad y acaban de alimentar a sus hijos con las sobras de comida que pudieron recoger. ?Con qu¨¦ sue?an, muchachas? Les pregunto antes de despedirme, y a coro me responden: "Con una cama y un televisor". Y c¨®mo no, comento, despu¨¦s de semejante jornada cualquiera quisiera echarse en una cama y poner la mente en blanco frente a una pantalla. "No, no es eso". Yurop me explica: "La cama es para encadenar a los ni?os, ?entiendes? No nos queda otro remedio. Tenemos que dejarlos solos durante todo el d¨ªa, y si salen a la calle, cualquier cosa puede sucederles. La ¨²nica soluci¨®n es dejarlos amarrados a las patas de una cama. Cuando regresamos a la noche est¨¢n hechos un desastre, lo primero que hacemos es lavarlos. Est¨¢n orinados, cagados, lloran a gritos, se han peleado entre ellos, no han comido nada. El televisor es para que se entretengan mientras nos esperan".
La humanidad s¨®lo cuenta con unas cuantas l¨ªneas escritas que dan testimonio de la existencia de la reina de Saba: alguna referencia en la Biblia, poco m¨¢s en el Cor¨¢n, menciones en textos ap¨®crifos, manuscritos perdidos en alguna biblioteca, un reportaje de Andr¨¦ Malraux. Y unas ciertas cartas. Tambi¨¦n en Saf¨ªa me entregan una docena de estas cartas. Le sucede a cualquier extranjero que se asome por Kharaz, por Ahwar, por Al Bazateen: sale con los bolsillos llenos de cartas que las refugiadas escriben en ingl¨¦s y llevan a todos lados en bolsitas pl¨¢sticas. Est¨¢n copiadas a mano y van dirigidas a todos, a ninguno, a quien quiera escuchar. Pueden ser escuetas biograf¨ªas de una o dos p¨¢ginas, o anuncios de se busca: un hijo perdido en medio de la guerra, un esposo que emigr¨® y no da se?ales de vida. Puede ser el nombre de una medicina que no logran conseguir para un hermano que se queda ciego, o para una abuela que sufre de los nervios. Puede ser tambi¨¦n la denuncia de una violaci¨®n en tal barrio, de una matanza en tal pueblo. Las m¨¢s breves son apenas un nombre y una ubicaci¨®n, me llamo tal, me encuentro en tal lugar. Cada una de estas cartas es un llamado imperceptible, un improbable acto de fe, como el "aqu¨ª estuvo fulano" que un desaparecido raya con la u?a en el muro de una celda.
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