Pisadas en la arcilla
En la cueva de Chauvet, en el sureste de Francia, est¨¢n impresas sobre la arcilla las pisadas de un ni?o de entre ocho y diez a?os, que med¨ªa alrededor de uno treinta y se iluminaba con una antorcha. El carb¨®n de la antorcha dej¨® sus marcas regulares a lo largo de la pared. Gracias al an¨¢lisis de esos residuos se sabe que este ni?o se intern¨® en las sombras m¨®viles de la cueva de Chauvet hace unos veintis¨¦is mil a?os, de modo que las suyas son las huellas humanas m¨¢s antiguas de las que tenemos noticia. No hay m¨¢s huellas cerca: el ni?o entr¨® solo en la cueva. La luz de la antorcha iluminar¨ªa lo que descubrieron por azar unos espele¨®logos franceses en 1994, una sucesi¨®n de galer¨ªas con im¨¢genes de animales pintadas o hendidas sobre la roca y la arcilla, el bestiario fabuloso de las especies que hace treinta milenios deambulaban por las sabanas de Europa, mamuts, leones, rinocerontes, grandes osos, caballos, panteras, ciervos imponentes llamados megaceros, bisontes. Las pinturas de Chauvet son las m¨¢s antiguas de las que se tiene noticia, muy anteriores a las de Lascaux y las de Altamira: y sin embargo revelan una maestr¨ªa infalible, un dominio de la anatom¨ªa y del movimiento y de la s¨ªntesis visual que permite representar la cabeza y la joroba de un mamut o el hocico de un rinoceronte con un solo trazo, aprovechando adem¨¢s las protuberancias de la pared rocosa para sugerir el volumen.
Pero lo m¨¢s extra?o no es la formidable calidad formal de esas pinturas, que desmiente cualquier noci¨®n evolutiva en el arte: lo extra?o, lo que nos atrae de verdad hacia ellas, es la familiaridad que sentimos al mirarlas. En la manera en que miraban el mundo esos seres humanos hay algo que reconocemos, igual que en esas huellas que pod¨ªan ser las de los pasos de uno de nuestros hijos, o en esas manos trazadas en blanco sobre las paredes contra un contorno rojizo de ¨®xido de hierro. Alguien apoy¨® una palma abierta y con la otra mano sostuvo el hueso o la ca?a por los que sopl¨® el ¨®xido. Si nos estuviera permitido tocar la pared, superpondr¨ªamos sobre esa mano fantasma la nuestra y encontrar¨ªamos una coincidencia casi exacta.
A las manos impresas en las paredes de las cuevas con frecuencia parece que les faltan las falanges superiores de uno o de varios dedos, nunca el pulgar. Se especul¨® en otro tiempo que la causa pod¨ªan ser amputaciones por congelaci¨®n o por accidentes de caza. Ahora se sospecha que en realidad son dedos doblados para indicar ciertos signos de vocabularios silenciosos, indicaciones o avisos de algo, gestos de pertenencia a un clan. Lo he aprendido en unos de esos libros inesperados que uno encuentra sin haberlos buscado y en los que se sumerge con felicidad durante varios d¨ªas, Los pintores de las cavernas, de Gregory Curtis, que trata del misterio insoluble del significado de la pintura prehist¨®rica y a la vez cuenta la aventura moderna de su descubrimiento, en la que hay episodios novelescos de exploraciones audaces y hallazgos de tesoros y tambi¨¦n de mezquinas intrigas y venganzas acad¨¦micas, de manuscritos perdidos, exilios y suicidios. Como algunas novelas, el relato de Curtis sucede en dos planos temporales muy alejados entre s¨ª que acaban constituyendo una sola trama. El primero de ellos dura, asombrosamente, unos veinte mil a?os, a lo largo de los cuales se mantuvo m¨¢s o menos intacta una tradici¨®n pl¨¢stica de una sofisticaci¨®n que no tiene nada de primitiva, y que sin m¨¢s remedio deber¨ªa de formar parte de una cultura mucho m¨¢s rica y m¨¢s amplia de la que no ha quedado nada, igual que han extinguido las especies de animales magn¨ªficos que atravesaban Europa en migraciones populosas, proporcionando a aquellos pueblos cazadores no s¨®lo su alimento, sino tambi¨¦n la materia de sus rituales y de sus mitolog¨ªas, de los cuales las pinturas de las cavernas son reliquias en gran medida indescifrables. El segundo relato es mucho m¨¢s cercano: empieza en 1879, en Altamira, cuando una ni?a que acompa?a a su padre en la excavaci¨®n de una cueva mira hacia el techo y ve algo en lo que el padre no ha reparado, unas figuras de bisontes rojizos. Al pobre Marcelino de Sautuola el descubrimiento de las pinturas de Altamira no le depar¨® ninguna gloria, sino humillaciones y disgustos, y muri¨® prematuramente con la amargura de un escarnio sin consuelo. Eran los a?os en que se difund¨ªa, entre furiosas diatribas, la teor¨ªa de la evoluci¨®n, y algunos de sus partidarios, explica Curtis, quisieron creer que las pinturas eran falsificaciones calculadas para desacreditarla. Si las artes, como los organismos, evolucionan de lo m¨¢s simple a lo m¨¢s complejo, ?c¨®mo era posible que unos b¨¢rbaros habitantes de las cavernas hubieran sido capaces de pintar con tal maestr¨ªa?
De un modo u otro, el prejuicio del primitivismo se mantuvo en las interpretaciones m¨¢s habituales de los especialistas: las pinturas formar¨ªan parte de rituales m¨¢gicos para propiciar la caza. Pero los animales pintados en las cuevas muchas veces no son los mismos que se cazaban para comer. En algunas de ellas se han encontrado pruebas de que los pintores, mientras hac¨ªan su trabajo, hab¨ªan comido carne de reno, pero no hab¨ªa renos entre los animales que pintaban, y s¨ª otros que inspirar¨ªan pavor, como rinocerontes o leones o mamuts. No fue un especialista en pintura prehist¨®rica, sino un historiador del arte con inclinaciones filos¨®ficas, Max Raphael, intuy¨® por primera vez que las acumulaciones de animales en una gruta pod¨ªan ser no resultado del azar sino de un prop¨®sito compositivo regido por alguna forma de geometr¨ªa y de simbolismo, cuya clave ser¨ªa probablemente la forma de la mano extendida. Max Raphael era jud¨ªo alem¨¢n y pas¨® por Francia huyendo de los nazis. En su exilio de Nueva York vivi¨® obsesionado por las pinturas de las cuevas, neg¨¢ndose a aceptar que culturas tan refinadas en su imaginaci¨®n pl¨¢stica y en sus t¨¦cnicas de representaci¨®n no hubieran pose¨ªdo tambi¨¦n una complejidad espiritual. Mis¨¢ntropo, angustiado por la soledad y el fracaso, Max Raphael se suicid¨® en 1951. Unos meses antes le hab¨ªa mandado a la prehistoriadora francesa Annette Laming-Emperaire treinta p¨¢ginas de borradores y notas para un libro que nunca lleg¨® a escribir: Sobre el m¨¦todo de interpretar el arte paleol¨ªtico.
Como en el universo inquietante que nos explican los f¨ªsicos, en el relato de los pintores prehist¨®ricos lo que vemos y lo que sabemos est¨¢ rodeado por la materia oscura de lo desconocido. Las pisadas del ni?o que llevaba la antorcha en la cueva de Chauvet van en una sola direcci¨®n. En la cueva de Trois Fr¨¨res hay una figura solitaria en el punto m¨¢s alto del techo que tiene cabeza de ciervo, torso y cola de caballo y piernas de hombre que puede ser un cham¨¢n en estado de trance o un personaje fant¨¢stico, pero que nos estremece sobre todo por el gesto con el que parece volverse el espectador como si acabara de descubrir la presencia de un intruso, o la de un semejante. -
Los pintores de las cavernas: el misterio de los primeros artistas. Gregory Curtis. Traducci¨®n de Eugenia V¨¢zquez Nacarino. Turner. Madrid, 2009. 324 p¨¢ginas. 22 euros.
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