Resplandecer de cosas sin orillas
Treinta y uno de julio. Las maletas a medio hacer, abiertas en el suelo, desparramando a su alrededor cosas que se dispersan entre una habitaci¨®n y otra, encima del sof¨¢, apiladas sobre la cama, asomando de los armarios abiertos. Se respira una exasperaci¨®n como de preparativos antiguos, de verano de antes, la excitaci¨®n que produce la nueva representaci¨®n de una huida imposible.
Alguna canci¨®n ligera que podr¨ªa recordar lleva d¨¦cadas aconsej¨¢ndome viajar ligera de equipaje, alg¨²n poema cl¨¢sico, pero yo no he conseguido con el tiempo aligerar el m¨ªo y meto una vez m¨¢s un mont¨®n de camisetas que no me voy a poner porque son demasiado cerradas, pantalones largos que no voy a usar porque dan demasiado calor, una variedad de calzado que ser¨¢ nuevamente vencido por las chanclas. Aunque apenas me pinto las u?as llevo frasquitos de laca de varios colores: azul marino, rojo pasi¨®n, rosa p¨¦talo, marfil. Est¨¢n de pie, muy colocaditos, con una seriedad que les excede, como si tuvieran que preparar el alma para uno de esos momentos en que se podr¨ªa decir que a su manera ser¨¢n protagonistas: una mano que se extiende para coger algo, justo ese d¨ªa en que los dedos se ven largos, estilizados, elegantes, no parece la misma mano de otros d¨ªas; el pie que juega indolente con la arena y es verdad, favorece m¨¢s as¨ª.
?sa es la huida: que los que llaman desde las puertas virtuales disculpen tu silencio
Est¨¢n los frasquitos encima de todos esos libros apilados, que aguantan tambi¨¦n en formaci¨®n como si estuviera a punto de comenzar otro pase de su funci¨®n, esperando concentrados la se?al que les d¨¦ la salida para llevar a cabo un baile de palabras, una coreograf¨ªa de escenas, la ensayada composici¨®n de un paisaje. Me asalta la duda de si alguno no habr¨¢ hecho el mismo viaje de ida y vuelta en anteriores veranos, ese t¨ªtulo que se empe?a sin ¨¦xito en ser le¨ªdo, ese autor que crees que quieres o debes leer pero a quien no le llega el momento o no ha sido capaz de seducirte aunque sigue ah¨ª, con su presencia cada vez m¨¢s apremiante, in¨²til como la de una de esas personas que quiz¨¢s quiera decirte algo, que se sienta de hecho a tu lado y parece que por fin se va a atrever a pronunciar eso que casi puede leerse en las diversas marcas de su inmovilidad pero que se obstina en callar, ese tipo o ese libro que se encastilla en un silencio cada vez con menos atractivo, ni interesante ni misterioso, cada vez m¨¢s inc¨®modo e innecesario. No quito ning¨²n libro de mi peque?a torre de Babel. O acaso s¨ª y no recuerdo su nombre ni su cara, la del libro, la del tipo que se sent¨® a mi lado.
Uno de agosto. La misma carretera, el coche cargado otra vez, el mismo puerto a primera hora de la ma?ana, el aire muy fresco, cargado de sal. Lo que parece posible es que la realidad no asalte, no importune, no obligue, la realidad por la que debes contestar el tel¨¦fono aunque no te apetezca hablar con nadie, por la que debes responder a un correo que se va acumulando, por la que dar se?ales de vida en esa red que es un lugar que no te atrapa pero que no encuentras el momento de cerrar definitivamente.
?sa es la huida: que los que llaman y escriben y saludan desde las puertas y las ventanas virtuales disculpen tu silencio, tu ausencia, tu aparente descuido, que comprendan que todo lo que esperas de tu incierta huida es arrastrar una maleta demasiado cargada, completar un recorrido que se ha vuelto familiar a fuerza de repetirlo, sentir de nuevo el mar antes de verlo, sufrir en el barco un aire acondicionado excesivo y una pel¨ªcula con el volumen demasiado alto y llegar a ese lugar en el que sabes de antemano que te espera todo lo que ser¨ªa af¨ªn a la felicidad si no fuera por. Si no fuera por ?qu¨¦?
Cinco de agosto. Lo que oigo ya no son cortafr¨ªos, taladradoras, mazas, pitidos, sino el chirrido permanente de las cigarras. Aqu¨ª siguen. Y por la noche, los sapos. Siguen. Por la ma?ana, muy pronto, los pajarillos que a¨²n no abandonan el nido, entra y sale su madre del hueco entre las vigas de sabina. Siguen. A mediod¨ªa planea sobre el valle una pareja de cern¨ªcalos y buscamos a Poca con la mirada, min¨²scula en su vulnerabilidad.
Siguen las rapaces y siguen las algarrobas formando una ¨¢spera alfombra, tentaci¨®n dulce de chihuahuas. Siguen las lagartijas y las salamanquesas, los grillos, las palomas torcaces. Siguen el agua y la luna, los pinos, las chumberas, sigue el manzano y sigue el limonero. Algunos de los libros que llegaron aqu¨ª se hacen verdades que consisten en acompa?arte a la piscina, en acoplarse en tu mochila y adquirir el aspecto de los libros que se leen en verano: las esquinas, dobladas; la rigidez del lomo, floja; las p¨¢ginas que se abren, combadas por la humedad y las malas posturas. As¨ª apareci¨® David Sedaris, por debajo de cuya risa hay una melancol¨ªa que conocen tambi¨¦n mis carcajadas. Y sobre Sedaris, sobre la brisa, sobre el estruendo de las cigarras, sobre la amenaza de los cern¨ªcalos, sobre las posibilidades que insin¨²a mi huida, deslumbra m¨¢s que el sol la voz de Ida Vitale: "Quien se sienta a la orilla de las cosas / resplandece de cosas sin orillas".
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