La bola entr¨®
Antes de que inventasen el ojo de halc¨®n, esa m¨¢quina que decide de qu¨¦ lado caen las bolas en los partidos de tenis, John McEnroe ya ten¨ªa claro d¨®nde rebotaban exactamente; en el lugar que coincid¨ªa con sus propios intereses.
Con id¨¦ntica buena vista, en las consideraciones que hacemos sobre lo ajeno partimos siempre de una certeza.
Pocas veces se escucha en un caf¨¦ a nadie culp¨¢ndose de un malentendido, siempre ser¨¢ el otro el que no ha comprendido correctamente. Nuestra raz¨®n suele ser defendida por el mero hecho de ser nuestra. Presumimos con frecuencia de ser justos y de decir la verdad sin caer en la cuenta de lo dif¨ªcil que resultan ambas cosas. Me atrevo a asegurar que cuanto menos se ha indagado en una cuesti¨®n, m¨¢s seguro se muestra uno de estar en lo cierto. He observado con demasiada frecuencia c¨®mo se eleva en el territorio de lo cotidiano una percepci¨®n a la categor¨ªa de lo incuestionable. Casi todos nuestros conflictos nacen de la incomprensi¨®n, cuando no de la negaci¨®n de otras percepciones. Resulta f¨¢cil comprobar c¨®mo levantamos a diario al menos dos visiones opuestas de aquello que nos rodea seg¨²n nos afecte directamente o no. Con lo muy lejano tendemos a mostrar m¨¢s mesura que con lo propio. Digamos que, por lo general, las bolas de otros partidos pueden haber ca¨ªdo fuera o dentro, mientras que milagrosamente las bolas de nuestro partido caen con claridad irrefutable de nuestro lado.
"Con lo muy lejano tendemos a mostrar m¨¢s mesura que con lo propio"
Por eso los jurados populares son sometidos a un escrutinio destinado a descartar a aquellos que pudiesen tener una relaci¨®n ¨ªntima con la causa del juicio. A los jueces de carrera se les exige igualmente imparcialidad, aun a sabiendas de que eso no es del todo posible. Leemos, no sin cierto asombro, c¨®mo los miembros de un tribunal sesgan su voto de acuerdo a sus creencias religiosas o sus orientaciones pol¨ªticas. Tiene su l¨®gica, pues, populares o no, no ser¨ªa posible ni deseable contar con jueces sin alma, pero es evidente el peligro que las razones de un alma conllevan en el juicio de cualquier asunto. Sobre todo si caemos en la cuenta de que hay m¨¢s de un alma en cada enfrentamiento.
La imagen de la justicia ciega es una noble proposici¨®n, pero inviable. Cuando escuchamos que una ley se aprueba o se rechaza en cualquiera de los tribunales que nos conforman, es frecuente la referencia a la conciencia de tal o cual juez, lo cual situar¨ªa un asunto general en el cuello de botella de una percepci¨®n particular. Ya digo que no es posible encontrar jueces sin conciencia alguna, ni nadie los quiere, pero sea cual sea la cuesti¨®n, confiar nuestra suerte al reparto de poderes, o presiones en la formaci¨®n de un tribunal, resulta cuando menos intranquilizador.
Si en nuestra vida diaria nos vi¨¦semos juzgados en ¨²ltima instancia por las percepciones o las conciencias ajenas, ser¨ªamos condenados sin remedio con demasiada frecuencia, y con demasiada frecuencia condenar¨ªamos a los dem¨¢s sin grandes remordimientos. No hay m¨¢s que sentarse a escuchar cualquier disputa, matrimonial, laboral, vecinal, para darse cuenta de que se basan siempre en el enfrentamiento de dos razones por as¨ª decirlo incuestionables, sin que nadie, a uno y otro lado de esa tupida red de tenis que nos separa, vea siquiera las l¨ªneas marcadas en el campo contrario.
No hay ojo de halc¨®n que dirima una bola dudosa entre lo nuestro.
Los m¨¢s impacientes gritar¨¢n m¨¢s alto su verdad y saldr¨¢n de la pista m¨¢s erguidos, como si el viento soplase siempre de su lado; los m¨¢s pacientes se llevar¨¢n el amargo sabor de la duda. De nosotros depende, claro est¨¢, adoptar uno u otro papel.
No es un asunto menor. La moral depende de algo m¨¢s que de nuestras ansias de victoria o de nuestro miedo a la derrota.
Dicho esto, aprovecho para mostrar mi m¨¢s profunda admiraci¨®n por el se?or McEnroe.
Entre grito y grito era un maravilloso jugador de tenis.
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