Triunfo y fracaso de George Grosz
La celebridad y el olvido pueden ser simult¨¢neos. La vida de alguien va por un lado y su obra por otro, y a veces la obra se acaba mucho antes que la vida o deja de recibir atenci¨®n, y el que tuvo reconocimiento ahora contin¨²a trabajando en el olvido, borrado no s¨®lo por los que vinieron despu¨¦s sino por la perduraci¨®n irritante de algo que ¨¦l mismo hizo en otra ¨¦poca, y que ahora representa en exclusiva su nombre. Cuando George Grosz muri¨®, en 1959, en Berl¨ªn, despu¨¦s de caer borracho por unas escaleras, muchos de los que leyeran la noticia se asombrar¨ªan de que hubiera seguido vivo hasta entonces. Su nombre, sus caricaturas de guerra y descomposici¨®n, estaban en los libros de historia del arte y en los museos, pero ¨¦l llevaba muchos a?os viviendo en el olvido, pintando cuadros que nadie quer¨ªa exponer ni comprar y dibujos que raramente llegaban a ser ilustraciones de revistas.
Grosz, para cualquiera de nosotros, es la imagen inmediata de la Alemania de Weimar, su comicidad entre apocal¨ªptica y grosera, su estremecimiento de fatalidad. Durante menos de veinte a?os, entre el comienzo de la gangrena social de la primera guerra en Europa y el triunfo de Hitler, George Grosz fue el artista m¨¢s moderno, la encarnaci¨®n de los tiempos, el equivalente en las artes visuales de Kurt Weill en la m¨²sica o Bertolt Brecht en la poes¨ªa. Era tan moderno que se cambi¨® legalmente su nombre de pila alem¨¢n, Georg, para llamarse George, por devoci¨®n hacia la Am¨¦rica trepidante y en gran medida imaginaria del jazz y las metr¨®polis con rascacielos, autom¨®viles y trenes elevados, y tambi¨¦n por lealtad sentimental a las novelas de aventuras americanas de su adolescencia, Jack London, Fenimore Cooper. Hab¨ªa pertenecido al Partido Comunista, pero Nueva York le atra¨ªa mucho m¨¢s que Mosc¨², y cuando sinti¨® cerca el hocico de los nazis que vendr¨ªan sin remedio a buscarlo eligi¨® la emigraci¨®n, con una agudeza ante el peligro en la que tambi¨¦n hab¨ªa mucho de verg¨¹enza ante la capitulaci¨®n colectiva de su pa¨ªs: el entusiasmo embrutecido por Hitler, la rendici¨®n sin lucha de la clase trabajadora, la pasividad aturdida de socialistas y comunistas.
Lleg¨® a Nueva York y la ciudad le gust¨® m¨¢s todav¨ªa que en las pel¨ªculas. Acept¨® provisionalmente un trabajo en una escuela de dibujo: ser¨ªa algo transitorio, mientras empezaban a llegarle los encargos de las grandes revistas, que entonces viv¨ªan una edad de oro, Harper's, Vanity Fair, The New Yorker, Esquire. En Alemania, en toda Europa, sus ilustraciones eran c¨¦lebres, y le permit¨ªan ganar mucho dinero. En Estados Unidos, con una cultura visual mucho m¨¢s moderna y potente, el triunfo estaba asegurado. Volvi¨® a Alemania a recoger a su familia, a vender su apartamento espacioso y su estudio, a liquidarlo todo antes de que comenzara la nueva vida. Supo que a los pocos d¨ªas de tomar el transatl¨¢ntico de regreso a Am¨¦rica matones de la Gestapo hab¨ªan ido a buscarlo. El alivio de escapar dejando atr¨¢s el pudridero de Alemania y de Europa acentuaba la ebriedad del nuevo comienzo, la tabla rasa, el espacio en blanco donde iba a escribirse limpiamente el futuro.
Con lento asombro, con indicios graduales, con una decepci¨®n que no parece contaminada de amargura, fue descubriendo el fracaso, aclimat¨¢ndose poco a poco a ¨¦l. Lo cuenta en su extraordinario libro de memorias, Un s¨ª menor y un no mayor, que public¨® en Espa?a Mario Muchnik. Hab¨ªa cre¨ªdo que no le costar¨ªa nada adaptarse al estilo m¨¢s franco y menos tortuoso, tambi¨¦n m¨¢s utilitario, de las ilustraciones de las revistas americanas: descubri¨® que esa facilidad le era imposible. Le ped¨ªan algunos dibujos y pasaba mucho tiempo y al final se los devolv¨ªan sin publicarlos, con una nota cort¨¦s de rechazo. Como a tantos reci¨¦n llegados, Nueva York le hab¨ªa hechizado con el espejismo de una renovaci¨®n de sus poderes expresivos, de un despertar a otra forma a la vez ¨ªntimamente suya y del todo distinta de su imaginaci¨®n. Pero ahora era pobre y era desconocido, porque el prestigio tra¨ªdo de Europa aqu¨ª no serv¨ªa de nada, y ten¨ªa que acostumbrarse a vivir en hoteles y en apartamentos diminutos que agrandar¨ªan en el recuerdo su casa perdida de Berl¨ªn. Ten¨ªa que dar clases de dibujo, aprender paciencia y mansedumbre, resignaci¨®n al silencio de las cartas que se quedaban sin respuesta y a la humillaci¨®n de llamar repetidamente por tel¨¦fono a editores que no estaban nunca.
No lo enfurec¨ªa el orgullo herido, la vejaci¨®n de que su nombre antes c¨¦lebre no significara nada. En vez de replegarse en la vindicaci¨®n rencorosa de su propia obra desde?ada sent¨ªa una distancia cada vez m¨¢s acentuada hacia ella, un desapego en el que no faltaba una dosis de remordimiento. En su propensi¨®n juvenil a la caricatura y al desgarro sospechaba ahora un impulso de crueldad m¨¢s que de rabia contra la injusticia y el abuso. Durante veinte a?os hab¨ªa practicado una po¨¦tica del sarcasmo, un arte furioso de la negaci¨®n. Ahora descubr¨ªa la vocaci¨®n inversa de afirmar. La intemperie nocturna de las ciudades y la claustrofobia de las habitaciones alumbradas por bombillas hab¨ªan sido los espacios de su imaginaci¨®n. Ahora se sorprend¨ªa a s¨ª mismo apreciando la claridad del d¨ªa y las amplitudes de la naturaleza americana.
Pero todo ese fervor, misteriosamente, se qued¨® en nada. George Grosz sigui¨® pintando y dibujando, pero su obra americana es tan ajena a lo mejor de su talento que ni siquiera la reconocemos como suya. En el MOMA, George Grosz es una de las figuras decisivas de la modernidad; en Chelsea, en la galer¨ªa David Nolan, donde se exponen ¨®leos y dibujos de su ¨¦poca americana, hay esa tristeza confusa de lo que se ha malogrado, subrayada tal vez por la ma?ana mustia de nublado y llovizna que un poco m¨¢s all¨¢ de la esquina de la calle, de los antiguos almacenes portuarios y los talleres de coches, se extiende hacia el r¨ªo Hudson, m¨¢s ancho todav¨ªa en la niebla. Al mismo tiempo que perd¨ªa la furia y se volv¨ªa m¨¢s sereno, m¨¢s melanc¨®lico, m¨¢s agradecido, George Grosz perdi¨® la inspiraci¨®n. Las caricaturas se han vuelto torpes, hasta pueriles. Las hermosas dunas de la costa atl¨¢ntica batidas por el viento tienen algo de la tosquedad premiosa de un pintor de domingo. El nervio, el garabato incisivo, la desverg¨¹enza l¨²brica de los a?os de Weimar han desaparecido. Pero lo que falta, sobre todo, es el pulso del tiempo, la interpelaci¨®n radical del presente. En la hora larga que paso viendo los cuadros no entra nadie m¨¢s en la galer¨ªa. En los peri¨®dicos no he visto ninguna cr¨ªtica. Despu¨¦s de muerto el maleficio del olvido sigue actuando sobre Grosz. Un solo cuadro retiene la mirada, un autorretrato que no parece suyo, y que tiene algo de prof¨¦tico: una mirada solitaria y fija en el espejo del anaquel de botellas de un bar. El aire de Manhattan ten¨ªa algo inexplicablemente estimulante para m¨ª, algo que espoleaba mi trabajo hacia delante. Yo estaba lleno de luz y de color y de j¨²bilo, dice en sus memorias. Pero ese j¨²bilo George Grosz ya s¨®lo lo sabr¨ªa expresar por escrito.
George Grosz. The years in America. 1933-1958. David Nolan Gallery. Nueva York. Hasta el 31 de octubre. www.davidnolangallery.com. Un s¨ª menor y un no mayor. George Grosz. Traducci¨®n de Helga Pawlowsky. Anaya & Mario Muchnik, 1991. 351 p¨¢ginas.
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