Los malos sue?os de Otto Dix
Qu¨¦ raro caer en la cuenta de que Otto Dix vivi¨® hasta 1969; que fue contempor¨¢neo nuestro, aproximadamente del mismo mundo que nosotros habitamos. Porque para nosotros ¨¦l pertenece a otra ¨¦poca que imaginamos tranquilizadoramente confinada a los museos y a los libros de historia, la Alemania de Weimar, las trincheras de la I Guerra Mundial, los augurios del nazismo. Ni siquiera podemos recordar obras suyas que no pertenezcan a aquel tiempo, como nos sucede con George Grosz, otro superviviente improbable, aunque muri¨® veinte a?os antes que Dix. Grosz, Dix, Christian Schad, Max Beckman, tuvieron vidas mucho m¨¢s largas que sus carreras de pintores. Maduraron como artistas todav¨ªa j¨®venes en una ¨¦poca que desat¨® al m¨¢ximo el talento de cada uno de ellos, y se entregaron a retratarla con una determinaci¨®n tal de fidelidad a lo real que ahora nosotros no sabemos imaginarla sino a trav¨¦s de sus miradas. Pero a la vez parece que se hubieran quedado atrapados en ella, prisioneros de la fantasmagor¨ªa que ellos mismos hab¨ªan contribuido a inventar, de modo que cuando la Rep¨²blica de Weimar termin¨® con el triunfo de Hitler en 1933 los pintores perdieron la inspiraci¨®n al mismo tiempo que la libertad. En 1920, en 1930, Otto Dix es un cronista de lo que est¨¢ sucediendo delante de sus ojos y en sus pesadillas. En 1939 pinta un San Crist¨®bal llevando sobre el hombro a un ni?o Jes¨²s, con una est¨¦tica como de estampa religiosa mediocre del siglo XIX. Qu¨¦ raro que no intentara irse de Alemania, que aceptara el destierro interior, la p¨¦rdida de su puesto de profesor, la casi imposibilidad de pintar. Algunas de sus obras los nazis las quemaron en p¨²blico.
Otto Dix es un misterio. Sus grabados sobre la guerra aspiran a medirse con los de Goya en la representaci¨®n del horror, pero ¨¦l se hab¨ªa alistado fervorosamente en el ej¨¦rcito en 1914, y en sus fotos de uniforme tiene un aspecto de plena convicci¨®n militar, incluso un punto de dandismo. Se pas¨® casi toda la guerra en el frente, al mando de un pelot¨®n de ametralladoras, y fue condecorado con la Cruz de Hierro. Dec¨ªa que necesitaba siempre experimentar las cosas lo m¨¢s cerca que pudiera y que por eso eligi¨® ser destinado a la l¨ªnea de fuego. Y en sus grabados, tan llenos de espanto, tambi¨¦n se nota a veces una complacencia macabra, el humor de pat¨ªbulo de quienes se han habituado no ya a la cercan¨ªa abstracta de la muerte, sino al espect¨¢culo obsceno de la mutilaci¨®n y de los cuerpos despedazados, de los cad¨¢veres que se pudren d¨ªa tras d¨ªa en el barro o ensartados en una mara?a de alambre espinoso, de los gusanos y las ratas. Goya nunca fue tan lejos. Pero es que Goya, en el tiempo de la guerra espa?ola de la independencia, era un hombre ya viejo que no pudo ver con sus propios ojos muchas de las escenas que represent¨® en los Desastres. En los Fusilamientos, en algunos grabados, Goya intuy¨® las posibilidades de destrucci¨®n de la tecnolog¨ªa moderna -esos fusiles de ¨²ltimo modelo que apuntan los soldados franceses-, y tambi¨¦n la vulnerabilidad de lo que tardar¨ªa mucho en llamarse las poblaciones civiles. S¨®lo un siglo m¨¢s tarde, la guerra de Otto Dix era el triunfo apocal¨ªptico del desarrollo industrial puesto al servicio de la matanza. En sus grabados los cad¨¢veres forman llanuras que se pierden en el horizonte, laderas por las que se despe?an y en las que se hunden los batallones de los soldados vivos. Una patrulla avanza con caretas como de calaveras medievales que son m¨¢scaras de gas. Un paisaje de cr¨¢teres que se perfilan en la negrura parece la superficie de la Luna y es la tierra de nadie horadada por los impactos de las bombas. Un centinela recostado contra una pared lleva puesto el casco y sostiene el fusil pero es ya el esqueleto de alguien que muri¨® instant¨¢neamente y sin moverse cuando lo alcanz¨® el disparo de un francotirador. Un soldado come avariciosamente inclin¨¢ndose como un animal feliz sobre el cazo del rancho y junto a ¨¦l hay un cad¨¢ver en descomposici¨®n. En la cama de un hospital la mitad de la cara de un herido es un ojo que mira con serenidad o estupor y una mejilla joven sin mucha barba todav¨ªa y la otra mitad es un amasijo atravesado por costurones de b¨¢rbara cirug¨ªa. Una mujer con un ni?o en brazos huye por una calle llena de cad¨¢veres sobre la que se aproxima un aeroplano y su figura es al mismo tiempo un recuerdo literal de Goya y una premonici¨®n de la mujer con el ni?o muerto en brazos que vuelve los ojos hacia el cielo de pizarra y de metralla del Guernica. Los soldados fuera de servicio se emborrachan hasta caerse y vomitan en el suelo de la cantina, o bien deambulan como son¨¢mbulos hacia las calles en las que rondan las prostitutas, que tambi¨¦n tienen algo de m¨¢scaras y vaticinios de la muerte.
Hay que cruzar un cortinaje negro para entrar en la sala de la Neue Galerie de Nueva York en la que se muestra la serie completa de los grabados de la guerra de Otto Dix. La luz atenuada para proteger el papel contribuye a la sensaci¨®n de agobio. Es casi como entrar a una barraca antigua de feria buscando la emoci¨®n barata de esqueletos, fantasmas y vampiros crudamente pintados. Pero en este caso lo que agrava la obscenidad es la solvencia exquisita con que se representa lo que uno hubiera preferido no ver. Justo a la entrada, antes de la monoton¨ªa en blanco y negro de los grabados, hay unas cuantas acuarelas ejecutadas con exacto detallismo: un hombre con la cara atravesada por una cicatriz diagonal tan profunda que parece una carcajada monstruosa; unos intestinos humanos derramados; un cerebro.
El nihilismo en el arte o en la literatura se me vuelve siempre sospechoso cuando est¨¢ acompa?ado por una suprema maestr¨ªa t¨¦cnica, expresado por ella. Despu¨¦s de una hora entre los grabados y las pinturas de Otto Dix empiezo a sentir un desagrado semejante al que me provoca la prosa de C¨¦line, que aspira a contar un grado de exasperaci¨®n semejante. Demasiado resplandor de estilo para tan poca compasi¨®n. En sus cuadros de los veinte, junto a prostitutas grotescas y mujeres asesinadas y veteranos sin brazos o sin piernas que piden limosna, Otto Dix se retrata a s¨ª mismo con la lejan¨ªa r¨ªgida de un maniqu¨ª, tan erguido como en sus fotos de oficial, como si fuera un inspector escrupuloso pero indiferente de la miseria humana. Contaba que despu¨¦s de la guerra ten¨ªa siempre la misma pesadilla: que se arrastraba como un topo cavando t¨²neles bajo las ruinas y sent¨ªa que le faltaba el aire y no encontraba la salida. Qu¨¦ raro pensar que hasta no hace muchos a?os a¨²n quedaban hombres que segu¨ªan so?ando con las trincheras de la I Guerra Mundial. Porque Otto Dix los dibuj¨® los espectros de entonces no se han borrado del mundo. Lo que no se nos permitir¨¢ ver nunca desde tan cerca son los desastres de las guerras de ahora.
Otto Dix. Neue Galerie. Nueva York. Hasta el 30 de agosto. www.neuegalerie.org
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