Guadalajara habla mandar¨ªn
El sal¨®n chino del palacio de la Cotilla refleja el gusto por lo oriental en la decoraci¨®n del siglo XIX. Sobre la pared, una pel¨ªcula de escenas campestres en papel de arroz
El mejor cuento es la realidad, y a veces sucede. Callejeando por el d¨¦dalo de la vieja Guadalajara te topas con una sorpresa como la del palacio de la Cotilla, de los siglos XVI-XVII. Tiene una sobria portada de siller¨ªa en una fachada donde prepondera el ladrillo. El patio es bello y breve con tres columnas mendocinas que atestiguan su antigua nobleza pese a un aditamento estrafalario, una visera de cristal decimon¨®nica. El palacio es hoy sede de las escuelas municipales de m¨²sica, artes pl¨¢sticas y danza, pero alberga, como si fuese la perla de una ostra olvidada, un sal¨®n chino repleto de pinturas sobre papel de arroz del siglo XIX.
Cientos de personajes bullen a lo largo de veinticuatro metros de paredes sugiriendo historias a los visitantes y haciendo trampas a los ojos con su superabundancia. Pero ah¨ª est¨¢n esos cuentos de un d¨ªa de verano en la China profunda, im¨¢genes sobrevividas a un incendio en 1920, a las moscas y los hongos, los gamberros y la incuria, la humedad y los soles. Por si fuera poco, el papel de arroz fue atacado por los insectos bibli¨®fagos, peores que Gregor Samsa. La restauraci¨®n de 2000-2001 salv¨® al fin el ¨²nico sal¨®n chino con pinturas en papel que hay en Espa?a, no contando a estos efectos el sal¨®n chino de porcelana del palacio de Aranjuez.
Lejos de ser un fumadero de opio, el sal¨®n chino serv¨ªa a sus propietarios, los Torres Figueroa, padres del conde de Romanones, para solazarse, o¨ªr m¨²sica, tomar el t¨¦ y a lo mejor disimular un bostezo con el abanico. La pareja vivi¨® en Francia y comerci¨® en Marsella a finales del XIX cuando all¨ª llegaban barcos desde Indochina cargados con chinoiseries. Se impon¨ªa lo chinesco -estatuas, porcelanas, pinturas- en el gusto decorativo finisecular. Los Torres Figueroa mandaron a su palacio de Guadalajara muchos metros de papel para forrar una estancia que fuese una especie de pel¨ªcula muda con escenas campestres de la dinast¨ªa Qing. Se ve la llegada de un mandar¨ªn a un pueblo, un tipo barrig¨®n, bigotudo y sonriente, no en vano lo llevan en silla gestatoria. Parece un gran evento y sin embargo un paisano intenta disparar flechas contra la comitiva. En otra escena se hace un juicio sumar¨ªsimo contra un delincuente, qui¨¦n sabe si es el propio arquero, y un verdugo ufano ense?a una larga y retorcida hacha para cortarle el cuello. Todo lo cual en un paisaje bonito hasta lo relamido, con montes y lagos lejanos, con m¨²sicos muy dispuestos, y vasallos que transportan comidas, y canteros que labran la piedra, y se?ores que toman t¨¦ en un quiosco cuando todo se adormece entre el croar de las ranas, que a lo mejor van a ser comidas tambi¨¦n.
Ese fue el ambiente en el que se cri¨® visualmente el conde de Romanones, aquel del que comenta la Pisa-Bien de Luces de bohemia: "?Qui¨¦n tuviera los miles de ese pirante!". Valle-Incl¨¢n, en el pr¨®logo que hizo a El Pedigree, de Ricardo Baroja, pinta al conde no con la paleta ligera de los chinos, sino con los trazos gruesos de Max Estrella: "En los entierros y pasos de lucimiento, ya cojeaba, de espad¨ªn y sombrero apuntado, el conde de Romanones". Fue un hombre poderoso, varias veces primer ministro, de talante liberal, y respecto a su cojera muchos olvidaron sus obras de beneficencia hacia los discapacitados f¨ªsicos. Pero la Espa?a de principios del siglo XX era un poco como los cuadros del mundo feudal del sal¨®n chino.
Ocho xilograf¨ªas japonesas
Han puesto agua en unos jarrones de bronce de ¨¦poca Qing para humedecer las pinturas. Como a todas las restauraciones (hasta las de la capilla Sixtina), se les achaca que se han pasado de tono. Pero el papel chino cuenta sus cuentos, y rompe esquemas en la capital alcarre?a, lo mismo que las ocho xilograf¨ªas japonesas que tapan un espacio vac¨ªo dentro del mejor horror vacui. Y tampoco falta en otro hueco del sal¨®n una "Zoraida", un retrato de cuerpo entero (vestido) de una mora, obra de Regino Pradillo, ilustre pintor de la ciudad.
No es el ¨²nico punto de Guadalajara donde crece el exotismo. Un par de salvajes adornan el gran escudo de la fachada en el palacio del Infantado. ?Por qu¨¦ son salvajes? No ser¨¢ porque tienen barba, o porque uno de ellos se dir¨ªa que va vestido de hierba, como hacen en algunas tribus de Pap¨²a. Tampoco parecen tan demoledores como los alemanes que bombardearon el palacio durante la Guerra Civil y se cargaron el artesonado mud¨¦jar del sal¨®n de los Linajes. Esa pareja es m¨¢s bien de H¨¦rcules de piedra puestos para enmarcar el escudo de los Mendoza. En puridad son H¨¦rcules tenantes, es decir, que sostienen, pero les han cortado la mano que necesitan para eso. Una amputaci¨®n que se debi¨®, seg¨²n Francisco Layna Serrano, a que los gigantes fueron arrimados demasiado al blas¨®n en la reforma que hizo Acacio de Orej¨®n, maestro de obras del quinto duque del Infantado, en el siglo XVI. Al acercarlos al escudo sobraba mano y as¨ª vino el corte. En cualquier caso, esos "velludos varones", otro de sus t¨ªtulos, imantan la atenci¨®n en ese fant¨¢stico palacio g¨®tico isabelino y llevan los ojos al gran emblema de la fachada, constituido por 20 escudos de otros tantos t¨ªtulos con castillos, cruces, leones y robles, m¨¢s una corona ducal, y sobre la corona, una celada, y arriba, una bicha alada, pues llamarla ¨¢guila ser¨ªa muy desconsiderado para esas aves. Es el toque del arquitecto Juan Guas y del tallista flamenco Egas Coeman, que no hac¨ªan ascos a ver las cosas con el tamiz de lo imaginario (como El Bosco en lo suyo).
Pero para fantas¨ªas de piedra o pintadas, las del palacio del Infantado, el de los muros trigue?os. Dos columnas cil¨ªndricas sobre basas prism¨¢ticas engalanan la ojiva suave de su puerta, y ah¨ª otra vez viene lo incre¨ªble: una bicha alada arriba, y a los lados, dos grifones rampantes. A uno le recuerdan al bar¨®n de Italo Calvino, el que viv¨ªa prendado de las copas de los ¨¢rboles: ?para qu¨¦ bajar al mundo? Pero hay que tener esperanza y entrar, aunque sea al patio de los Leones. Sobre arcos conopiales mixtil¨ªneos, que decirlo de otra manera ser¨ªa impropio, una profusi¨®n de leones tenantes sostienen otro emblema imparable, el de Diego Hurtado de Mendoza, el primer duque del Infantado. Eso abajo, pues los grifones se ense?orean en los capiteles de la galer¨ªa superior.
Luego en la sala de Cronos hay un escudo del quinto duque con blasones de los Mendoza que tiene un lambrequ¨ªn, un peque?o palio con dos esfinges aladas con los senos desnudos. Acab¨¢ramos, eso es mucho estando en un lugar de Castilla-La Mancha donde ya hubo quien se puso a apagar los fuegos de las novelas de caballer¨ªas y de la libido, fuera ducal o popular. Pero ah¨ª est¨¢ el lambrequ¨ªn del palacio del Infantado, otra bac¨ªa secreta de Don Quijote.
? Luis Pancorbo es autor de Avatares. Viajes por la India de los dioses (Miraguano, 2008).
Gu¨ªa
Visitas
? Palacio de la Cotilla y Sal¨®n Chino. Plazuela del Marqu¨¦s de Villamejor. Viernes y s¨¢bados, de 11.00 a 14.00 y de 17.00 a 19.30. Domingos y festivos, de 11.00 a 14.00. 1 euro.
? Palacio del Infantado (949 21 33 01). Plaza de los Ca¨ªdos en la Guerra Civil, 13. El patio de los Leones y los jardines abren todos los d¨ªas; el museo cierra el lunes. Entrada gratuita.
Informaci¨®n
? Turismo de Guadalajara (949 21 16 26; www.guadalajara.es).
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