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Reportaje:

Sur¨¢frica y los mini-mandelas

A nadie se le hubiera pasado por la cabeza en 1989, el a?o en el que comenc¨¦ una estancia de seis a?os en Sur¨¢frica, la disparatada idea de que en 2010 el pa¨ªs tendr¨ªa una democracia estable con un presidente negro y que estar¨ªa en condiciones lo suficientemente ordenadas y pac¨ªficas como para celebrar un espect¨¢culo de la dimensi¨®n del Mundial de f¨²tbol.

Bueno, quiz¨¢ s¨ª a mi amigo Bheki Mkhize, el hombre m¨¢s bueno y m¨¢s optimista que he conocido en mi vida. Bheki fue uno de los tres grandes amigos negros que hice en Sur¨¢frica. Los otros dos son Justice Bekebeke y Mandla Mthembu. Bheki lleg¨® a ser diputado en el Parlamento nacional, pero muri¨® en el a?o 2000 asesinado gracias a su t¨ªo, para m¨ª, el hombre m¨¢s malvado de la Tierra. Justice fue condenado a muerte por un juez blanco, pero sobrevivi¨® y hoy es un alto funcionario del Gobierno. Mandla casi muri¨® conmigo -nos salv¨® la vida a los dos cuando un grupo de hombres armados estaba a punto de lincharnos- y hoy es un multimillonario.

Es un pa¨ªs de gente buena donde existe una violencia atroz
En 1989 hab¨ªa detenidas 30.000 personas sin cargos en Sur¨¢frica
Hace veinte a?os, la clase media negra no exist¨ªa en Sur¨¢frica

En 1989, el a?o previo a la liberaci¨®n de Nelson Mandela de la c¨¢rcel, Bheki trabajaba de guardia de seguridad en la principal universidad de Johanesburgo. En su tiempo libre ejerc¨ªa de presidente de uno de los sindicatos m¨¢s grandes del pa¨ªs. Justice estaba en el corredor de la muerte por haber matado a un polic¨ªa en una ¨¦poca en el que el Estado ahorcaba a dos presos por semana. Mandla, que hab¨ªa cumplido cinco a?os de condena por terrorismo en Robben Island (donde Mandela pas¨® casi 20 de sus 27 a?os de c¨¢rcel), acababa de dejar un empleo con Winnie Mandela y ahora trabajaba para m¨ª.

Los tres pertenec¨ªan al 85% de la poblaci¨®n que no era blanca, lo que significaba que no pod¨ªan votar, no pod¨ªan residir en los barrios arbolados donde viv¨ªan los blancos (a no ser que se hubiesen dedicado a limpiar casas o a ejercer de jardineros), no pod¨ªan subirse a los mismos autobuses o trenes que los blancos, no pod¨ªan pisar los parques p¨²blicos o las playas m¨¢s bonitas (los perros de los blancos s¨ª pod¨ªan correr en la arena), no pod¨ªan competir por los puestos de trabajo mejor remunerados (la clase media negra no exist¨ªa) e, incluso, les prohib¨ªan el uso de los tel¨¦fonos p¨²blicos. Me acuerdo de que llegu¨¦ una ma?ana al aeropuerto de la ciudad de Upington a presenciar el juicio en el que condenar¨ªan a muerte a Justice y a otras 13 personas (las otras 13 hab¨ªan "compartido el deseo" de Justice de matar al polic¨ªa, seg¨²n el juez) y en la sala donde se recog¨ªan las maletas vi un tel¨¦fono para llamar taxis. Un letrerito en la pared encima del tel¨¦fono pon¨ªa: "S¨®lo blancos".

As¨ª era el sistema conocido como el apartheid (la separaci¨®n). Ante tanta desventaja num¨¦rica el sistema ten¨ªa que imponerse por la fuerza. Hab¨ªa en aquel momento unas 30.000 personas detenidas sin cargos en las c¨¢rceles surafricanas, todas por motivos pol¨ªticos; hab¨ªa miles m¨¢s encarceladas con cargos, aunque en muchos casos exist¨ªa una grotesca desproporci¨®n entre el crimen y el castigo (como el de Mandela, condenado a cadena perpetua, a pesar de que nunca mat¨® a nadie); la tortura como m¨¦todo de interrogaci¨®n era habitual, y la polic¨ªa secreta (se llamaba The Security Police) asesinaba de vez en cuando a l¨ªderes militantes; mor¨ªan m¨¢s en los enfrentamientos diarios entre polic¨ªas armados y las multitudes militantes, que, como mucho, lanzaban piedras; y a trav¨¦s del t¨ªo de Bheki, el l¨ªder ultraderechista zul¨² Mangosuthu Buthelezi, el Estado apartheid masacraba a miles.

Entre aquel a?o, 1989, y las elecciones de 1994 que llevaron a Mandela al poder, el pa¨ªs oscilaba permanentemente entre el temor a la guerra racial m¨¢s sangrienta de los tiempos modernos y la esperanza de la paz. Mientras Mandela y sus partidarios negociaban la transici¨®n con el Gobierno, una ¨²ltima embestida de la derecha blanca, con el t¨ªo de Bheki como punta de lanza, dej¨® unos 20.000 muertos.

En aquellos tiempos, Mandla y yo cubr¨ªamos masacres como otras personas van al banco a trabajar. Casi todos los d¨ªas nos encontr¨¢bamos en casitas de ladrillo gris en los marginados, polvorientos y desarbolados (no hab¨ªa p¨¢jaros) poblados negros entrevistando a mujeres cuyos hijos, maridos o nietos acababan de morir atravesados por una lanza, un cuchillo o un machete. A veces los cuerpos yac¨ªan todav¨ªa en los pasillos de las casitas, debajo de una manta, mientras afuera las barricadas ard¨ªan y los veh¨ªculos blindados de la polic¨ªa prestaban apoyo a las hordas asesinas del t¨ªo Buthelezi (Inkatha se llamaba su grupo pol¨ªtico), les proteg¨ªan de la rabia vengativa de la gente.

Mandla era mi asesor, mi gu¨ªa y mi traductor (hablaba a la perfecci¨®n 7 de los 11 idiomas surafricanos). Una vez, un grupo de unos 20 hombres vestidos con mantas y armados con lanzas, pertenecientes todos a la tribu xhosa de Mandela, decidieron que los dos ¨¦ramos simpatizantes de Inkatha. Nos se?alaban con las lanzas y murmullaban: "Inkatha! Inkatha!". Acababan de matar a su gente, necesitaban volcar su odio hacia alguien y nos eligieron a nosotros. Mir¨¦ a una mujer a la que acababa de entrevistar, una profesora de colegio, para que nos ayudara, pero ella sacudi¨® la cabeza y mir¨® al suelo. No hab¨ªa nada que hacer. Nos iban a descuartizar. Entonces, Mandla empez¨® a hablarles en su idioma. Lo recuerdo como un discurso shakesperiano, una llamada apasionada a la raz¨®n y a la cordura. O eso supuse. En cualquier caso, funcion¨®. Fue el mejor discurso que hizo en su vida. Mandla acab¨® y me dijo, en voz baja, que nos subi¨¦ramos al coche. Avanzamos y, lentamente, la turba -no del todo segura de si Mandla les hab¨ªa enga?ado- se apart¨®.

Bheki fue mi c¨®mplice, mi agente secreto, en el intento de establecer de manera convincente la conexi¨®n entre la derecha radical clandestina del aparato de seguridad e Inkatha. Era zul¨², ven¨ªa de las zonas rurales de donde proced¨ªan los matones de su t¨ªo, pero, como la mitad de la gente de su tribu, era partidario del Congreso Nacional Africano de Mandela. ?bamos a lugares remotos y peligrosos a entrevistar a gente del entorno de Inkatha, o a polic¨ªas o soldados negros que hab¨ªan decidido cambiar de bando. Pero, para su t¨ªo y sus sicarios, Bheki era el traidor. Hab¨ªan realizado seis intentos de asesinarlo. Frustrados, se desquitaron con su familia. Violaron a su hija y mataron a su madre. Pero nunca he visto a una persona con una sonrisa tan radiante como la de Bheki, con la posible excepci¨®n de Mandela. Aparec¨ªa Bheki en mi casa o en mi despacho y sal¨ªa el sol. Era todo generosidad. Mandela logr¨® lo que logr¨® porque apel¨® a los sentimientos m¨¢s nobles de su gente, y a su sabidur¨ªa tambi¨¦n. La venganza contra los blancos no acabar¨ªa con el apartheid, no traer¨ªa la democracia; provocar¨ªa una satisfacci¨®n fugaz, quiz¨¢, pero condenar¨ªa a todo el pa¨ªs a la guerra eterna, al ojo por ojo por el ojo de Israel-Palestina. Bheki lo entendi¨® de manera instintiva. Me ayud¨® incansablemente sin jam¨¢s pedir recompensa de ning¨²n tipo (Mandla, a cambio, siempre quer¨ªa dinero y m¨¢s dinero). Lo hac¨ªa, me dec¨ªa, por amistad y, ante todo, for the nation (para la naci¨®n). La grandeza de la Sur¨¢frica negra es que est¨¢ llena de mini-Mandelas como Bheki que ayudaron al l¨ªder en su ¨¦pica misi¨®n por la paz.

Convencer a Justice fue m¨¢s dif¨ªcil. ?l mismo me lo dijo. Sali¨® de la c¨¢rcel en 1992 como consecuencia de la negociaci¨®n pol¨ªtica, que pese a todo segu¨ªa avanzando, pero sali¨® lleno de odio, dispuesto a matar a blancos, a cualquiera que se le cruzara por delante. Pero Mandela apel¨® a su mente y a su coraz¨®n y cambi¨® de plan. Se apunt¨® al gran pacto seg¨²n el cual, a cambio de la democracia y el poder pol¨ªtico, los negros no tomar¨ªan represalias contra los blancos; ni siquiera les quitar¨ªan sus mal ganados privilegios econ¨®micos.

Se cambi¨® la constituci¨®n y se llevaron a cabo las primeras elecciones democr¨¢ticas de Sur¨¢frica en abril de 1994. El CNA de Mandela gan¨® con dos tercios del voto total y casi el 90% del voto negro. Uno de los partidos opositores negros se llamaba el Pan Africanist Congress, que en los a?os sesenta, cuando Mandela fue a la c¨¢rcel, parec¨ªa gozar del mismo respaldo popular que el CNA. Era un partido abiertamente racista cuyo eslogan era "Un colono, una bala". Toda mi experiencia hasta ese momento en Sur¨¢frica, un pa¨ªs cuya poblaci¨®n negra, en su mayor¨ªa, milagrosamente, no odiaba a los blancos, me dec¨ªa que esta gente estaba condenada al fracaso. Y as¨ª fue. Ganaron un 1% del voto. Los partidarios de Mandela se mofaron de ellos cuando salieron los resultados. "Un colono, ?1%!", dec¨ªan.

Lo m¨¢s sorprendente y extraordinario de Sur¨¢frica es la ausencia de racismo de los negros hacia los blancos. Salvo contadas excepciones (se dan casos hoy, a nivel ret¨®rico al menos, entre pol¨ªticos e intelectuales resentidos o mediocres), nos juzgan a los blancos seg¨²n c¨®mo somos como individuos. Hay mucho m¨¢s prejuicio puro en Estados Unidos (donde fui a vivir despu¨¦s de Sur¨¢frica). Yo iba a mi trabajo a los poblados negros surafricanos convencido de que un d¨ªa me iba a tocar lo que hubiera sido un no del todo injusto ajusticiamiento, pero, con la excepci¨®n de aquel incidente con Mandla, siempre, en situaciones habitualmente de tensi¨®n extrema, el respeto que yo intentaba mostrarle a la gente tuvo su recompensa en una desproporcionada generosidad. Hoy, las relaciones entre blancos y negros son, en general, respetuosas y cordiales, con un toque de simpat¨ªa adicional del lado negro.

Abunda, tambi¨¦n, la gente solidaria como Bheki. No podr¨ªa empezar a contar el n¨²mero de mujeres y hombres, pero quiz¨¢ m¨¢s mujeres que hombres, que se dedican de manera desinteresada a combatir la plaga de sida que azota a Sur¨¢frica, o que se prestan para ayudar y educar a los m¨¢s pobres o a los abandonados. Nobles, pero nunca solemnes, se toman su trabajo muy en serio, pero no a s¨ª mismos.

Problemas serios s¨ª tienen. El gran legado de Mandela es que Sur¨¢frica es una democracia estable en la que nadie cuestiona legitimidad de las elecciones o del Gobierno (aunque s¨ª su moralidad y eficacia); en la que el estado de derecho funciona mejor -o igual de bien- que en cualquier democracia de Am¨¦rica Latina; en la que la libertad de expresi¨®n (a diferencia, por ejemplo, de Rusia, que lleg¨® a la democracia al mismo tiempo) es absoluta. Pero, como dice Justice Bekebeke, "lo podr¨ªamos haber hecho mucho mejor". Hay mucha corrupci¨®n estatal, especialmente a nivel municipal, y much¨ªsima delincuencia. Sur¨¢frica es un pa¨ªs de gente buena y alegre en el que existe un nivel de violencia atroz.

Fui a ver a Bheki al Parlamento cuando era diputado. Hablar con ¨¦l fue dif¨ªcil, ya que cada paso que d¨¢bamos por un pasillo, o cuando nos sentamos a comer en el restaurante parlamentario, la gente no paraba de saludarle, siempre con una gran sonrisa que ¨¦l luminosamente devolv¨ªa. Y no importaba de qu¨¦ raza, religi¨®n o partido fueran. Incluso los de Inkatha se ten¨ªan que rendir a su integridad y su encanto. Pero las semillas del odio que su t¨ªo hab¨ªa sembrado, pese a que Mandela le dio un puesto ministerial en su gabinete de reconciliaci¨®n nacional, brotaron cruelmente una ma?ana temprano en agosto de 2000 en la que hab¨ªa ido a su aldea natal a visitar a su mujer y a sus hijos. Alguien toc¨® a la puerta, Bheki abri¨® y, ah¨ª, enfrente de sus hijos, un viejo enemigo le dispar¨® en la cara y lo mat¨®.

Del mismo modo que abundan las historias de mini-Mandelas como Bheki, abundan en Sur¨¢frica las historias de grotescos asesinatos y violaciones, como los que padecieron la madre y la hija de Bheki, pero en contextos mucho m¨¢s abstractos, sin ninguna motivaci¨®n pol¨ªtica, de ning¨²n tipo, durante un asalto en la calle o un robo en una casa en los que no hay ninguna necesidad de recurrir a la violencia extrema. Como la historia de un amigo que fue a buscar a su hijo al colegio, apareci¨® un joven con una pistola, le pidi¨® el tel¨¦fono m¨®vil, se lo dio y, ah¨ª, enfrente del hijo, le peg¨® un tiro en la cabeza y lo fulmin¨®.

?Por qu¨¦? Porque hay muchas armas en Sur¨¢frica (muchas veces compradas a personas pobres de pa¨ªses vecinos donde hasta hace no mucho hubo enormes guerras civiles), porque hay mucha gente traumatizada por la violencia y la humillaci¨®n de la ¨¦poca del apartheid y porque Sur¨¢frica, como M¨¦xico y Brasil, es un pa¨ªs en el que existe una clase media grande rodeada de un mar de pobreza.

La diferencia hoy, comparado con 1989, es que buena parte de la clase media es negra. El tr¨¢fico en Johanesburgo, la ciudad m¨¢s rica de ?frica, es un horror, y esto se debe, en gran medida, a la enorme cantidad de negros que en muy pocos a?os han adquirido coches. Los blancos siguen teniendo la mayor parte del pastel, pero han surgido aut¨¦nticas fortunas entre la capa alta negra, en muchos casos, negros en su d¨ªa muy comprometidos con la lucha por la liberaci¨®n. Tokyo Sexwale, un l¨ªder del ANC que pas¨® una d¨¦cada en la c¨¢rcel de Robben Island, es hoy un magnate del oro y del platino. Y due?o, entre muchas cosas m¨¢s, de un hotel cinco estrellas en Ciudad del Cabo sobre el mar. Desde su despacho en el hotel Sexwale puede ver, puede casi tocar, la isla que fue su prisi¨®n.

En cuanto a mi amigo Mandla, siempre fue muy listo, y siempre estuvo muy interesado en el dinero. Se ha beneficiado a lo salvaje de una pol¨ªtica de gobierno no establecida por ley, pero observada de hecho, seg¨²n la cual un alto porcentaje de las acciones de las empresas deben estar en manos negras. Le perd¨ª la pista durante varios a?os hasta que un d¨ªa, en 2008, un amigo me llam¨® desde Johanesburgo para decirme que hab¨ªa le¨ªdo algo sobre ¨¦l en el peri¨®dico. El art¨ªculo calificaba a Mandla como un millonario playboy, con una fortuna estimada en unos 200 millones de euros, que se hab¨ªa peleado con su joven mujer, una estrella de telenovelas con 30 a?os menos que ¨¦l. Se hab¨ªan convertido en los nuevos David y Victoria Beckham de la jet-set negra. Para reconciliarse con su mujer, contaba el peri¨®dico, Mandla le hab¨ªa regalado un coche id¨¦ntico al suyo, un Lamborghini amarillo. Funcion¨®, aunque, seg¨²n tengo entendido, no dejan de pelearse, y ¨¦l no deja de darle regalos cada vez m¨¢s extravagantes.

Justice, que estudi¨® Derecho despu¨¦s de salir del corredor de la muerte, trabaj¨® hasta hace poco como encargado m¨¢ximo de la maquinaria electoral de la gigantesca provincia de Northern Cape. Fue a Miami en 2006 -incre¨ªblemente, para un hombre que no hab¨ªa tenido derecho al voto durante la mayor parte de su vida- como observador internacional con la misi¨®n de juzgar si las elecciones generales de aquel a?o en Estados Unidos hab¨ªan sido justas y leg¨ªtimas. Hace unos meses le dieron el cargo administrativo m¨¢s alto de Northern Cape -es como consejero delegado del Gobierno Provincial-, pero lo acept¨® m¨¢s por sentido de responsabilidad que por convicci¨®n personal. Sabe que tiene como misi¨®n la limpieza de un turbio lago de corrupci¨®n en el que gente parecida a Mandla, en muchos casos con un honrado curr¨ªculo en la lucha contra el apartheid, han conseguido enorme riqueza con muy poco esfuerzo y a costa de la mayor¨ªa pobre por cuya causa en su d¨ªa se sacrificaron.

La gran tarea pendiente de Sur¨¢frica, a la que se propone entregar Justice, es resolver los desequilibrios econ¨®micos que arrastra el pa¨ªs desde siempre, pese a que ahora ese desequilibrio no se manifieste de manera tan crasamente racial como antes. Es una tarea complicad¨ªsima, ya que la?pobreza es un legado de siglos, hecha casi imposible por el influjo de unos diez millones de inmigrantes de toda ?frica en los ¨²ltimos a?os que ven en Sur¨¢frica un El?Dorado. Y con cierta raz¨®n, ya que, comparado con el resto del continente, es un pa¨ªs rico, democr¨¢tico y altamente sofisticado.

Pero ni el eterno combate contra la pobreza, ni la corrupci¨®n, ni la delincuencia definen, o distinguen, a Sur¨¢frica. Lo notable, y lo ejemplar, es que gracias a Mandela y a los mini-Mandelas, y a una poblaci¨®n blanca de la que Mandela supo sacar un punto de generosidad que ni ella misma sab¨ªa que pose¨ªa, hoy el pa¨ªs no es Afganist¨¢n, una opci¨®n altamente viable cuando yo llegu¨¦ en 1989, sino un lugar digno y capaz de celebrar un Mundial de f¨²tbol. Pero hay m¨¢s. Por alg¨²n motivo, Sur¨¢frica cautiva a pr¨¢cticamente todos los extranjeros que hemos vivido all¨¢ (no conozco a ning¨²n corresponsal que, como yo, haya trabajado en muchos pa¨ªses y que, como yo, destaque su experiencia surafricana ante todas las dem¨¢s); y a una buena cantidad de los turistas que van tambi¨¦n. Le he dado muchas vueltas a esto y creo que ahora, aqu¨ª, al escribir sobre mis amigos Bheki, Justice y Mandla, y las cosas que les ocurrieron y la gente malvada que se cruz¨® en sus caminos, me aproximo un poco a una respuesta. Creo que en la multirracial "naci¨®n del arco iris", nombre que el magn¨ªfico arzobispo Tutu -la ¨²nica persona que me ha hecho cuestionar mi no fe en Dios- le puso a su pa¨ªs, vemos todo el abanico de posibilidades de la humanidad. Vemos lo mejor y lo peor. No hay nadie mejor en el mundo que Mandela y los mini-Mandelas que le rodean, y no hay nadie peor que los art¨ªfices del apartheid y sus c¨®mplices, que el traidor a la raza negra Buthelezi, sus sicarios y sus primos hermanos delincuentes que cometen atroces actos de violencia contra gente indefensa todos los d¨ªas. Lo que marca la diferencia entre Sur¨¢frica y cualquier otro pa¨ªs que haya conocido es que los buenos son los que se imponen; ellos son los que se quedan grabados en la memoria y definen la idiosincrasia del pa¨ªs, porque son tan buenos, que a los malos -a los blancos y al propio Buthelezi, el m¨¢s odiado- les han extendido la mano del perd¨®n, les han dado la oportunidad de la redenci¨®n.

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