Los ojos de los antiguos
Ser¨ªa bueno preguntarse qu¨¦ nos pueden decir ahora mismo las obras de la Antig¨¹edad que han llegado hasta nosotros. De entrada es evidente que con su misma presencia nos demuestran que han sido capaces de sobrevivir, a veces por casualidad, a veces porque su belleza hizo de escudo protector y las libr¨® de la destrucci¨®n, que parece ser la ¨²nica ley de la historia. Puede que toda cosa aspire a permanecer en s¨ª misma, como pensaba Spinoza, pero pocas lo consiguen. Las que esquivaron el frenes¨ª aniquilador del tiempo y del espacio, ya sea porque permanecieron ocultas bajo tierra, ya sea porque manos prodigiosas las fueron guardando a lo largo de los siglos, son parte casi viviente, casi sintiente del pasado, y tienen el poder de transportarnos a ¨¦l de un modo tan fulminante como inmediato.
?Est¨¢ tan lejos la Antig¨¹edad? Es posible que ahora los ojos de los griegos est¨¦n m¨¢s cerca de antes que los nuestros
'Poemas escritos antes de nuestra era' describe los horrores de la deportaci¨®n con m¨¢s grandeza que muchas novelas
Vayamos a Grecia: todas sus estatuas muestran la mirada interior, lo que no deja de ser parad¨®jico, pues se supone que la mirada hacia dentro es patrimonio de las culturas orientales. Los dioses griegos siempre est¨¢n mirando hacia dentro, lo que no les impide mirar al mismo tiempo hacia fuera. Por eso, ni parecen del todo reconcentrados, ni parecen del todo ausentes: miran hacia el interior y el exterior sincr¨®nicamente. Ese equilibrio de fuerzas entre la proyecci¨®n interior y exterior es quiz¨¢ lo m¨¢s emocionante de la cultura griega. Y esas dos fuerzas opuestas de la mirada griega logran su mejor definici¨®n en el auriga de Delfos. Una vez lo toqu¨¦ y sent¨ª miedo. ?C¨®mo consiguieron los griegos expresar en casi todas sus estatuas esa doble dimensi¨®n de la mirada humana y de la mirada divina? Probablemente ni siquiera lo pensaron, y fue una derivaci¨®n natural (y a la vez muy elaborada) de su propia mirada, pues la misma doble dimensi¨®n caracteriza toda la Antig¨¹edad griega. Supieron mirar hacia el interior como nadie, ya desde los fil¨®sofos presocr¨¢ticos, y como nadie supieron mirar la exterioridad. Por eso Alejandro Magno lleg¨® hasta el Indo: porque sab¨ªa, como le hab¨ªa dicho Arist¨®teles, que el hombre es un animal social contra el que se puede combatir, cierto, pero con el que tambi¨¦n se puede pactar.
Asimilar la doble mirada griega, y hacerla enteramente nuestra, podr¨ªa resultar ahora algo muy beneficioso y estabilizador, pues ayuda a desbaratar las estratagemas m¨¢s falaces del yo. Pero no s¨®lo la mirada, tambi¨¦n la palabra de los antiguos puede proyectarnos en universos de suma fraternidad con ellos. Los poemas de Alceo y Catulo hablan con m¨¢s donaire y frescura del amor y los placeres terrenales que muchos poemas del presente. Algunos parecen escritos hace d¨ªa y medio. Y, en l¨ªneas generales, el poeta que tanto cant¨® a Lesbia y a los chicos es menos moralista que nosotros. Iron¨ªas de la Historia.
Si de pronto nos desplazamos de Roma a China, observamos que muchos poemas escritos antes de nuestra era describen los horrores de la deportaci¨®n con m¨¢s precisi¨®n y grandeza tr¨¢gica que muchas novelas de ahora sobre el mismo tema. En la China del presente nadie llev¨® a cabo tantas deportaciones como el primer Emperador. Seguramente muchos de los soldados de su inconcebible pante¨®n fueron labor de deportados. Esos extra?os soldados en los que percibimos de pronto la mirada interior de la que habl¨¢bamos antes.
Es com¨²n decir que esos hombres de arcilla que protegen la c¨¢mara del Emperador hac¨ªan el papel de guardianes, asegurando la preservaci¨®n del sepulcro y hasta la eternidad del monarca. Pero tambi¨¦n pudo contar para el Emperador la pretensi¨®n de dejar un mensaje sellado en el que se sintetizaba todo el Imperio: un gran ideograma representando a China en su totalidad. Y no deja de ser sorprendente que de esas simples caras de barro encajadas en cuerpos fabricados en serie emerja de nuevo la mirada hacia la interioridad, tan buscada siempre por la estatuaria de Extremo Oriente. Y es que esos soldados parecen estar mirando a la vez hacia dentro y hacia fuera, como el auriga de Delfos, quiz¨¢s con menos matices pero con los suficientes para indicar que la mirada del soldado ha de dirigirse a la vez hacia el centro de la mente, como aconsejaba Confucio, y hacia el exterior.
?Est¨¢ tan lejos la Antig¨¹edad?, cabe preguntarse. La Antig¨¹edad griega, por ejemplo. Es posible que ahora los ojos de los griegos est¨¦n m¨¢s cerca de antes que los nuestros. Pero conviene matizar, y no olvidar que la cultura griega se desliz¨® en muchos momentos por el territorio de lo ideal. El hombre y la mujer estaban en Grecia muy separados, pero en toda su estatuaria resultan formalmente muy pr¨®ximos. Aspiraban a la democracia, sobre todo en Atenas, pero a decir verdad pocas ciudades llegaron a ella. Las mujeres no ten¨ªan voz en la polis, pero en el teatro cl¨¢sico la tienen continuamente. Lo que equivale a decir que una cosa era el sue?o griego (su deseo proyect¨¢ndose en la escultura, la literatura, la arquitectura), y otra muy distinta su realidad pura y dura. Y lo que m¨¢s lejos proyectaron fue justamente su sue?o, y ese sue?o s¨ª que ha llegado a nosotros, y nos los hace muy pr¨®ximos.
Vivimos en democracia como anhelaban los atenienses, nos interesa la belleza del cuerpo de forma tan obsesiva como a ellos, los dos sexos tienden a nivelarse y a acercarse como sus estatuas, donde el hombre aparece feminizado y la mujer virilizada, y las mujeres tienen voz como la ten¨ªan en la tragedia griega. No s¨®lo parecemos hijos de su ¨¦tica y su est¨¦tica, tambi¨¦n parecemos hijos de su deseo, pues todo lo que en ellos s¨®lo era un sue?o en nosotros ya es una realidad, aunque no siempre sepamos verlo.
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