El infierno en la tierra
Existen peores maneras de morir. Pod¨ªa haber muerto desangrado, como murieron miles de personas en Sierra Leona durante la guerra, despu¨¦s de que les cortaran las manos hombres, o ni?os soldados especialistas, que llevaban a cabo su tarea con el ritmo mec¨¢nico de carniceros despedazando piernas de cordero. Pero las circunstancias en las que Steven Lebbise perdi¨® la vida, comunes en ?frica sea en tiempos de paz o de guerra, ya fueron lo suficientemente atroces.
Mi amigo Fernando Moleres, un fot¨®grafo espa?ol, le conoci¨® en la principal c¨¢rcel de Freetown, la capital de Sierra Leona, en febrero de este a?o. Un tribunal hab¨ªa condenado a Steven a tres a?os por robar dos ovejas. Ten¨ªa 17 a?os y llevaba 18 meses en la c¨¢rcel de adultos. Hab¨ªa varios adolescentes m¨¢s presos, todos ellos los ¨²ltimos monos a la hora de recibir agua y jab¨®n -art¨ªculos de lujo para todos los reclusos y una raci¨®n de arroz. La tarea que consumi¨® a Steven al final de su vida era rascarse las heridas de la sarna. Pr¨¢cticamente todos en la prisi¨®n tienen sarna, una enfermedad de la piel contagiosa que florece en las celdas abarrotadas de hombres que yacen, de noche, como merluzas en un pesquero. Pero nadie estaba peor que Steven, una enciclopedia de infecciones y enfermedades ante las que su cuerpo, privado de vitaminas, ofrec¨ªa escasa resistencia. He visto varias fotograf¨ªas de ¨¦l. Pose¨ªa los ojos vidriosos que se ven en ni?os desnutridos, o febriles, o abandonados. Steven era las tres cosas. El joven, un ejemplo perfecto de los detritus humanos producidos por una guerra civil que comenz¨® en 1991 y termin¨® en 2002, que cost¨® 50.000 vidas y otras tantas violaciones y que expuls¨® a medio mill¨®n de personas de sus hogares, no hab¨ªa recibido ninguna visita en los casi dos a?os que llevaba encerrado, ya que sus padres hab¨ªan muerto y el resto de su familia que viv¨ªa lejos, en el interior le hab¨ªa olvidado hac¨ªa mucho tiempo.
Los colores visibles oscilan entre el gris y el marr¨®n: los muros, las camisas, la piel de los hombres
El agua se vende por cubos. La mejor estaci¨®n del a?o es la de las lluvias. Duchas gratis para todos
La bondad es la esencia del gran misterio de ?frica. La gente tiene una enorme capacidad de perd¨®n
La gente aqu¨ª vive en el presente. Olvidan el pasado. Viven aqu¨ª y ahora, y nada m¨¢s"
Issa kamara, de 15 a?os: "Condena: tres a?os. Crimen cometido: romp¨ª el cristal de un coche"
Cu¨¢nta brutalidad y corrupci¨®n hay en ?frica. Tambi¨¦n cu¨¢ntas lecciones que podr¨ªan ense?arnos
"Me siento mal todo el tiempo. Como porque no tengo m¨¢s remedio. Tengo miedo de algunos presos"
Fuimos a ver a una abogada, y dijo: "En Sierra Leona, si uno no tiene dinero, no puede obtener justicia"
Fernando, que en una vida anterior hab¨ªa sido enfermero, volvi¨® en agosto y se encontr¨® con que Steven hab¨ªa muerto. "Como un perro callejero", dice. Quedaban muchos m¨¢s perros callejeros donde hab¨ªa estado Steven. El que llam¨® la atenci¨®n en esta segunda visita a Fernando fue Abdul Sesay: la misma mirada enferma y vac¨ªa; la sarna extendida por todo el cuerpo. Dijo que ten¨ªa 16 a?os, pero parec¨ªa que ten¨ªa 12. ?l tambi¨¦n proced¨ªa del campo, y sus padres tambi¨¦n hab¨ªan muerto, su padre en la guerra y su madre de enfermedad. Hab¨ªa vivido solo en las calles de Freetown, la capital, desde los 9 a?os. Sierra Leona, seg¨²n pude descubrir cuando viaj¨¦ all¨ª con Fernando, es un pa¨ªs de Oliver Twists, de hu¨¦rfanos errantes que se buscan la vida en unas condiciones que Dickens habr¨ªa podido reconocer en los barrios m¨¢s siniestros del Londres victoriano. O tal vez no. La capital del imperio mundial del siglo XIX tendr¨ªa m¨¢s bullicio y riqueza, m¨¢s oportunidades para que los desafortunados pudieran construirse una vida que fuera algo m¨¢s all¨¢ de la mera supervivencia animal.
En un libro sobrecogedor llamado Soldiers of light (Soldados de luz) que le¨ª en el vuelo a Freetown, el autor, Daniel Bergner, cita a un veterano funcionario de cooperaci¨®n del Gobierno brit¨¢nico que dijo que el futuro que preve¨ªa para Sierra Leona era "a mitad de camino entre la edad de piedra y el mundo moderno". Yo hab¨ªa visto tambi¨¦n un informe del Departamento de Desarrollo Internacional (DFID) del Reino Unido que explica que Sierra Leona, el antepen¨²ltimo pa¨ªs del ¨ªndice de desarrollo humano (en el puesto 180 de 182), pese a su gran riqueza natural en diamantes y otros minerales, tiene unos ¨ªndices de mortalidad neonatal, infantil y materna de los peores del mundo, y un ¨ªndice de analfabetismo superior al 50%. Otro dato estad¨ªstico: el 70% del presupuesto del Estado procede de donantes extranjeros.
Aterric¨¦ en el diminuto y ca¨®tico aeropuerto internacional de Freetown a las dos de la ma?ana y descubr¨ª que la forma m¨¢s r¨¢pida de ir a la ciudad no era por carretera, sino por mar. Pronto comprend¨ª por qu¨¦. El breve camino hasta el embarcadero fue una carrera de obst¨¢culos para todoterrenos. Con cr¨¢teres en los que pod¨ªa dormir una familia de hipop¨®tamos. Me dijeron que exist¨ªa una carretera hasta Freetown y que si hubiera estado asfaltada habr¨ªamos tardado 20 minutos en llegar. En el estado en que se encontraba, tardar¨ªamos cuatro horas.
Eran ya pasadas las tres cuando sali¨® el ferry hacia la ciudad atravesando la bah¨ªa, uno de los pocos puertos naturales de la costa occidental africana, descubierto por los navegantes portugueses que, en el siglo XV, inspirados por lo que les pareci¨® la forma de le¨®n de las colinas que ve¨ªan desde sus barcos, asignaron al pa¨ªs el nombre latino que a¨²n hoy conserva. En el ferry hab¨ªa alrededor de 20 pasajeros, todos provistos de un chaleco salvavidas de color naranja. Los due?os est¨¢n haciendo fortuna lo que es una fortuna en Sierra Leona con su monopolio, pero los dem¨¢s pasajeros y yo coincidimos, mientras surc¨¢bamos el mar agitado, en que esa era una buena inversi¨®n. Tambi¨¦n fue buena idea que nos pusieran una pel¨ªcula en DVD sobre una gran pantalla situada en la proa. El t¨ªtulo de la pel¨ªcula, de la que no pudimos ver m¨¢s que media hora, era 10.000 aC.
El oficial de guardia en la entrada del edificio gris de la prisi¨®n, que los habitantes locales llaman Pademba Road (un nombre que en Sierra Leona tiene connotaciones amenazadoras), nos pidi¨® a Fernando y a m¨ª que le entreg¨¢ramos nuestros tel¨¦fonos m¨®viles y nuestro dinero. "Por su seguridad", dijo. Le di el m¨®vil, pero no el mont¨®n de billetes que ten¨ªa en los bolsillos de mi vaquero. En una pizarra figuraba escrito el n¨²mero de presos: 1.307. Indicaron a un guardia de uniforme verde que nos acompa?ara, y tambi¨¦n lo hizo el capell¨¢n, un se?or mayor distinguido. Eran las once de la ma?ana; ten¨ªamos permiso para estar en la c¨¢rcel hasta las cuatro. Nuestro objetivo era dar esquinazo a nuestros acompa?antes y entrevistarnos a solas con Abdul Sesay y otros menores internos. Pero antes ten¨ªamos que hacer la visita guiada. Abrieron las puertas y entramos en un complejo dominado por cuatro edificios grandes y de baja altura. Los colores visibles oscilaban entre el gris oscuro y el marr¨®n claro: los muros, los tejados de chapa ondulada, los pantalones cortos y las camisas que llevaban los presos (hasta las camisetas del FC Barcelona y el Inter de Mil¨¢n que llevaban algunos parec¨ªan haberse vuelto gris¨¢ceas), la piel de los hombres. Cientos de ellos, que daban vueltas en un gran patio, se detuvieron y se agruparon a nuestro alrededor, casi todos con una gran sonrisa. "?Fernando!", grit¨® uno. "?Fernando!", otro. "?Fernando! ?Fernando! ?Fernando Torres!". Su apellido no es Torres. Ese es el apellido del futbolista espa?ol que juega en el Liverpool y a quien todos los presos de Pademba Road (y todos los habitantes de Sierra Leona, seg¨²n iba a descubrir) conocen y adoran. Pero este otro Fernando, menos famoso en el resto del mundo, era una estrella del rock para los reclusos. Hab¨ªa pasado todo el mes de febrero fotografi¨¢ndolos, conviviendo con ellos durante el d¨ªa. Y hab¨ªa vuelto 12 d¨ªas en agosto. Ellos le quer¨ªan porque les trataba con respeto y buen humor, y porque -a falta de que lo hicieran las ONG que pululan por Freetown les llevaba medicinas. Fernando se detuvo en el centro del patio y abri¨® una bolsita que llevaba en el cintur¨®n del vaquero, y la muchedumbre se arremolin¨® en torno a ¨¦l. Sac¨® un tubo de crema y los presos se colocaron para que les pusiera un poco en sus manos. En cuanto la ten¨ªan, se bajaban el pantal¨®n corto y se apresuraban a aplic¨¢rsela en la entrepierna, para calmar el picor. A algunos les dio tambi¨¦n una peque?a p¨ªldora roja, un ant¨ªdoto contra la sarna. La escena se repiti¨® en todos los rincones de la c¨¢rcel a los que fuimos. "?Fernando! ?Fernando!", y ¨¦l se dispon¨ªa a hacer de Florence Nightingale. Est¨¢bamos entre los miserables de los miserables de la tierra, algunos de ellos criminales peligrosos, en un pa¨ªs que durante los a?os noventa hab¨ªa sido testigo de los actos m¨¢s brutales de crueldad humana, sin parang¨®n en ning¨²n otro pa¨ªs excepto Ruanda. Sin embargo, en vez de sentir que estaba bajo peligro, lo que percib¨ª en todo momento fue curiosidad y buena voluntad. Los presos ven¨ªan, uno tras otro, a darme la mano, presentarse y preguntarme mi nombre. Nuestro guardia, que iba sin armas, parec¨ªa completamente relajado.
El capell¨¢n nos llev¨® a un oscuro taller en el que los presos aprend¨ªan carpinter¨ªa, tapicer¨ªa, costura y zapater¨ªa. Esparcidos por mesas improvisadas, taburetes y el suelo de cemento, vi martillos, sierras, objetos de metal afilados: suficientes instrumentos letales como para comenzar una peque?a guerra. El capell¨¢n no parec¨ªa alarmado, ni mucho menos, y expres¨® su pesar porque a los presos, al quedar en libertad, les resulta pr¨¢cticamente imposible conseguir esas herramientas, con lo que el oficio que han aprendido en prisi¨®n no les sirve de mucho a largo plazo. Sin embargo, el guardia explic¨® que las chanclas y las prendas de vestir que hacen (un preso me mostr¨® con orgullo un vestido de ni?a que hab¨ªa hecho en la m¨¢quina de coser) se las compran ¨¦l y otros colegas para venderlas luego en los mercados. Con ese dinero compran jab¨®n y agua -que llegan en cami¨®n a la c¨¢rcel, donde se venden por cubos y, si les sobra algo, alguna comida extra. En el patio vi a uno de los afortunados beneficiarios del sistema. Completamente desnudo, observado con envidia por otros presos, estaba enjabon¨¢ndose el cuerpo de la cabeza a los pies, el rey de Pademba Road. La mejor estaci¨®n del a?o, se?al¨® Fernando, es la de las lluvias. Duchas gratis para todos.
Gobernado por un presidente ben¨¦volo, bienintencionado y debidamente elegido, llamado Ernest Bai Koroma, cuyo principal objetivo es reconstruir el pa¨ªs tras el caos y la devastaci¨®n de una guerra que afect¨® a todos y que todos parecen querer olvidar, la verde y exuberante Sierra Leona parece un lugar tranquilo en el que las tensiones, si es que existen, consisten en las batallas diarias de la gente para salir adelante. Las ¨²nicas rivalidades sociales visibles son las de los equipos europeos de f¨²tbol que cada uno -por motivos misteriosos- decide apoyar. Es dif¨ªcil encontrar un coche que no lleve una pegatina en la que proclama su fidelidad al Manchester United, o al Arsenal, o al Chelsea, o al Barcelona, o al Real Madrid. Un taxista con el que habl¨¦ me dijo que era del Real Madrid, pero que su madre era del Barcelona. "Tenemos grandes peleas sobre ello mi madre y yo", dijo sonriendo.
En Soldiers of light, un oficial del ej¨¦rcito brit¨¢nico se muestra pesimista sobre las posibilidades de que el pa¨ªs cree una sociedad ordenada y funcional "en 300 a?os", pero luego dice: "Podr¨ªamos aprender mucho de ellos. De su bondad". El oficial form¨® parte de una gran fuerza que Tony Blair envi¨® a Sierra Leona para poner fin a la guerra civil. Uno de los pocos casos de "pol¨ªtica exterior ¨¦tica" en la historia, y sali¨® bien. El comentario del oficial, que deja patente su desesperaci¨®n por la pobreza, el caos y la corrupci¨®n omnipresentes, pone de relieve la esencia del gran misterio de ?frica: la extraordinaria capacidad de bondad que existe al lado de toda esa miseria y esa violencia. Y esa bondad se expresa, sobre todo, en la capacidad de perd¨®n que tiene la gente. El salvajismo tambi¨¦n es una constante en el resto de la especie, por ejemplo en Europa durante el siglo XX. Pero los africanos son los ¨²nicos que parecen capaces de superar rencores, perdonar y olvidar. Mientras en los Balcanes, donde todav¨ªa recuerdan con amargura batallas libradas en el siglo XIV, o en el Pa¨ªs Vasco, o en Irlanda del Norte el revanchismo pugna sin cesar con la necesidad de reconciliaci¨®n, en ?frica est¨¢n los ejemplos de Ruanda, donde hutus y tutsis viven en paz tras un genocidio en el que murieron casi un mill¨®n de personas, y Sud¨¢frica, donde la poblaci¨®n negra perdon¨® a los blancos despu¨¦s de haber sufrido siglos de indignidades racistas que rozaban la esclavitud. Una de las explicaciones es que la pobreza obliga a los africanos a ser pr¨¢cticos. Si lo que est¨¢ en juego es la supervivencia, uno no puede permitirse el lujo de recrearse en los viejos agravios. Pero otra raz¨®n, m¨¢s profunda, y en cierto modo relacionada con la primera, me la dio un preso ins¨®lito en Pademba Road.
Su nombre (tambi¨¦n ins¨®lito) era Simon Hayman-Goldsmith. Era negro, pero ah¨ª acababa toda semejanza con los dem¨¢s presos. Brit¨¢nico, chisposo, elocuente, hab¨ªa estado estudiando para obtener un m¨¢ster en administraci¨®n de empresas en Inglaterra cuando tuvo la desafortunada idea de ganar un poco de dinero extra transportando coca¨ªna desde Sierra Leona, un puerto de paso para las drogas colombianas destinadas a Europa. ?l confirm¨® que la sensaci¨®n de seguridad que me hab¨ªa dado la prisi¨®n no estaba equivocada. "Nueve guardias sin armas, 1.300 presos y pr¨¢cticamente ning¨²n problema, pr¨¢cticamente ning¨²n peligro. ??frica es asombrosa!". Sobre todo porque, como dijo, hay muchos motivos para el resentimiento. Muchos de los presos, me cont¨®, estaban en la c¨¢rcel por razones injustas, bien por delitos que no hab¨ªan cometido, bien porque les hab¨ªan otorgado condenas desmesuradas, bien porque pasaban mucho tiempo tras las rejas en espera de juicio. "Lo que pasa", explic¨® Simon Hayman-Goldsmith, para darme su respuesta al enigma africano del perd¨®n, "es que la gente, aqu¨ª, vive absolutamente en el presente. Olvidan el pasado, as¨ª que olvidan lo que sucedi¨®. Y el futuro tambi¨¦n tiene poco significado. Viven aqu¨ª y ahora, y nada m¨¢s".
En teor¨ªa, los aproximadamente 140 presos reunidos para un servicio en la capilla de la prisi¨®n, al que asistimos por insistencia del capell¨¢n, estaban prepar¨¢ndose para el m¨¢s all¨¢. En la pr¨¢ctica, estaban disfrutando del momento. Era la religi¨®n como espect¨¢culo: todos cantaban, bailaban, daban palmas, se mov¨ªan y gritaban, dirigidos por un ministro de la escuela de histrionismo ("?Sois felices?". "?S¨ª!". "?Est¨¢is contentos?". "?S¨ª!") de los baptistas sure?os de Estados Unidos. ?Tendr¨¢ su origen all¨ª, en Am¨¦rica? ?O lo llevaron los esclavos desde ?frica? O, en el caso concreto de Sierra Leona, una colonia fundada por esclavos devueltos desde Am¨¦rica por los brit¨¢nicos a finales del siglo XVIII (de ah¨ª Freetown, "ciudad libre"), ?lo llevaron all¨ª y luego lo volvieron a traer? Fuera como fuera, les vino bien. Estos fieles ten¨ªan un hambre de alimento divino no siempre visible en los fieles que van a misa en los barrios burgueses europeos. La capilla era el ¨²nico sitio de la prisi¨®n en el que se hab¨ªa invertido en la est¨¦tica. Unos peque?os cuadros enmarcados segu¨ªan a lo largo de las paredes la pasi¨®n de un Jesucristo negro acompa?ado de su madre Mar¨ªa. En otro cuadro, tras el altar, un Jesucristo blanco, y a su lado, un gran cuadro de san Pablo en una celda, rezando, observado por un guardia con uniforme de soldado romano. En la parte de abajo del cuadro hab¨ªa una frase de la carta de Pablo a los filipenses: "Regocijaos en el Se?or. Otra vez digo, regocijaos...". Los presos se regocijaban con el entusiasmo de unos hinchas de f¨²tbol cuyo equipo acaba de ganar la liga. La religi¨®n es un fen¨®meno que est¨¢ desvaneci¨¦ndose, o volvi¨¦ndose mec¨¢nico para algunos de los que todav¨ªa practican, en los pa¨ªses ricos europeos, pero posee un valor diferente para la gente que no tiene nada; en el caso de estos africanos, los alejaba de la implacable crudeza de su vida en la c¨¢rcel y les infund¨ªa, aunque fuera de forma provisional, un sentimiento de dignidad, triunfo y esperanza.
Algo muy parecido habr¨ªa latido en los corazones de los fieles que adoraban a Al¨¢ en la minimezquita que hay dentro de Pademba Road. Y la misma tolerancia tambi¨¦n. Cuando le pregunt¨¦ a un guardia sobre las posibles tensiones entre presos musulmanes y cristianos, me respondi¨® con una mirada francamente perpleja.
El presidente de Sierra Leona es cristiano; el vicepresidente, musulm¨¢n. Todas las ceremonias oficiales del Gobierno comienzan con oraciones de las dos religiones dominantes del pa¨ªs. Los matrimonios mixtos son habituales y, por lo visto, sin tensiones. Uno de los muchos taxistas con los que hablamos Fernando y yo ten¨ªa una pegatina en el salpicadero que dec¨ªa: "La sangre de Jes¨²s es mi arma". Sin embargo, era un musulm¨¢n devoto, y bastante severo, que someti¨® a sus dos pasajeros infieles a un interrogatorio duro -y cada vez m¨¢s preocupado sobre su fe en Dios. Pero tampoco era wahhabita, y nos sorprendi¨® con algunas herej¨ªas que, si hubiera estado en Arabia Saud¨ª, le habr¨ªan hecho aterrizar bastante deprisa en el Pademba Road de Riad. ?La diferencia entre el cristianismo y el islam? "No son m¨¢s que palabras. Distintos m¨¦todos de adorar a Dios", respondi¨®. ?Y si un cristiano se enamora de una musulmana? "Si una mujer musulmana se casa con un cristiano, debe hacerse cristiana. Si el hombre es musulm¨¢n y ella es cristiana, debe hacerse musulmana".
Est¨¢ claro que todav¨ªa queda mucho por hacer en materia de derechos de la mujer en Sierra Leona, aunque s¨ª o¨ª decir que en ocasiones, con matrimonios mixtos de este tipo, se celebran dos ceremonias religiosas, una en una iglesia y otra en una mezquita. Tambi¨¦n me enter¨¦ de que est¨¢n penetrando por el norte "influencias ¨¢rabes" que amenazan con radicalizar a los musulmanes y complicar su relaci¨®n, hasta ahora tranquila, con los cristianos. Eso podr¨ªa ponerles las cosas m¨¢s dif¨ªciles a las prostitutas que se ofrecen alegremente junto a los bares de la playa. Si las cosas cambian, ser¨ªan candidatas a ser lapidadas. Ahora, en cambio, no parece que ning¨²n hombre se sienta ofendido. Las mujeres tienen que sobrevivir, como todo el mundo.
La hora de la comida en la secci¨®n de la c¨¢rcel en la que estaba Abdul mostr¨® un aspecto menos benigno de la vida en prisi¨®n. El capell¨¢n se fue y el guardia, reacio a entrar en la galer¨ªa donde estaban encerrados los presos en espera de juicio, nos dej¨® que camp¨¢ramos por nuestros respetos. Ya se hab¨ªa formado una cola fren¨¦tica en las puertas de metal de una mazmorra oscura y los presos mayores decid¨ªan cu¨¢nto se serv¨ªa a cada uno primero. Un preso murmur¨®: "Ni un perro querr¨ªa comerse esto". Pero todos se lo comieron, y con ansia. Con las manos, en cuclillas, medio desnudos sobre el suelo del calabozo, en cuencos de pl¨¢stico. La comida era arroz con hojas de patata espolvoreadas. Cada preso recib¨ªa un botell¨ªn de pl¨¢stico de agua, un agua sucia que a Fernando y a m¨ª nos habr¨ªa hecho enfermar, pero que todos los presos atesoraban y beb¨ªan a sorbos, con enorme sentido del ahorro, durante todo el d¨ªa y la noche, hasta que les llegara el siguiente botell¨ªn 24 horas despu¨¦s. A cada lado del calabozo hab¨ªa filas de celdas pensadas para dos personas, pero en las que dorm¨ªan ocho. No fue la primera vez, en mis a?os de viajar por ?frica, que me impresion¨® -mejor dicho, me abrum¨® la resistencia de los africanos, su capacidad de seguir adelante en condiciones que a los europeos les parecer¨ªan infrahumanas, su infinita capacidad de adaptaci¨®n y aguante.
Por fin nos encontramos con Abdul Sesay en una celda grande, como la cuarta parte de una pista de tenis, en la que dorm¨ªan 60 personas. Era menudo, con un rostro de ni?o, marcado de acn¨¦, y unos ojos tristes. Su padre (tambi¨¦n el suyo) hab¨ªa muerto en la guerra; su madre, de enfermedad (la edad media de mortalidad en Sierra Leona es hoy 42 a?os, frente a 39 durante la guerra). "Viv¨ªa con mi abuela en la aldea, pero me dijo que me fuera porque no ten¨ªa dinero para cuidarme". Eso pas¨® en 2003, cuando Abdul ten¨ªa 9 a?os. Desde entonces estaba en Freetown, trabajando en lo que le sal¨ªa, llevando cestos en el mercado, durmiendo de noche dentro de un autom¨®vil en un cementerio de coches a las afueras de la ciudad. ?Por qu¨¦ estaba en Pademba? "Alguien rob¨® una radio y me la dio. Yo no sab¨ªa de d¨®nde proced¨ªa, pero la polic¨ªa me la encontr¨® encima y me acus¨® del robo". Mientras Abdul hablaba, Fernando le meti¨® una p¨ªldora roja en la boca. Era para combatir las erupciones de sarna que le cubr¨ªan la mitad del cuerpo. Y ten¨ªa muchas m¨¢s enfermedades, dijo Fernando. "Me siento mal todo el tiempo. Me como la comida porque no tengo m¨¢s remedio. Tengo miedo de algunos presos". Cuando dijo eso mir¨¦ detr¨¢s de ¨¦l, donde hab¨ªa dos tipos musculosos vestidos con camisetas de malla, unos matones carcelarios t¨ªpicos, que nos observaban por el rabillo del ojo. Intent¨¦ no tenerles miedo yo tambi¨¦n. ?Por qu¨¦ hab¨ªa ido a parar a una c¨¢rcel de adultos? Abdul se baj¨® el pantal¨®n para mostrarnos un vello p¨²bico precoz. "El polic¨ªa me mir¨® y dijo que estaba mintiendo, que no ten¨ªa 16 a?os, sino 19". No ten¨ªa por qu¨¦ sacar esa conclusi¨®n, ?verdad? "No, pero hab¨ªa presiones de los demandantes". ?Pagaron al polic¨ªa? Abdul no respondi¨® nada. Pero baj¨® la vista y, con un gesto como de ir a llorar, asinti¨®. ?Alguna esperanza de salir? S¨ª, dijo. El viernes comparec¨ªa ante el juez. El fiscal pod¨ªa ofrecerle salir con fianza. Le hab¨ªan dicho que podr¨ªa ser de 50.000 leones, que equivale a la espl¨¦ndida suma de 10 euros. Fernando y yo nos miramos y decidimos en silencio que ¨ªbamos a intentar sacar a Abdul de all¨ª.
Despu¨¦s de salir de la prisi¨®n fuimos a ver a una abogada. Exigi¨® permanecer an¨®nima, pero nos explic¨® bastantes cosas. "En Sierra Leona, si uno no tiene dinero, no puede obtener justicia", dijo. Tambi¨¦n destac¨® que si uno tiene dinero, puede conseguir que vaya a la c¨¢rcel una persona que piense que le ha hecho algo malo, aunque solo tenga una sospecha. "A las personas vulnerables las atropellan", dijo. Y la corrupci¨®n est¨¢ presente en todo el sistema. Afortunadamente, el Gobierno est¨¢ alarmado por el problema y quiere crear, b¨¢sicamente con dinero brit¨¢nico, un sistema cre¨ªble y eficaz de defensores de oficio. El motivo de su alarma es que la Comisi¨®n de la Verdad y la Reconciliaci¨®n, establecida tras la guerra con ayuda de la ONU, lleg¨® a la conclusi¨®n de que la mejor manera de evitar que se repitiera la pesadilla que hab¨ªa sufrido el pa¨ªs cuando un ex cabo del ej¨¦rcito llamado Foday Sankoh se levant¨® en armas contra el Gobierno era combatir la idea generalizada de que en Sierra Leona no existe justicia para los pobres. Sankoh, que dirig¨ªa un grupo rebelde lleno de ni?os soldados al que dio el grandilocuente nombre de Frente Unido Revolucionario, hab¨ªa pasado siete a?os en Pademba Road por su presunto papel en un mot¨ªn del ej¨¦rcito mucho antes de convertirse, a finales de los noventa, en el criminal de guerra m¨¢s famoso del mundo. Seg¨²n la abogada, la Comisi¨®n de la Verdad concluy¨® que el resentimiento que Sankoh sent¨ªa por la injusticia que consideraba que se hab¨ªa cometido con ¨¦l y con otros l¨ªderes del FUR (con nombres como Rambo, Superman y Coronel Salvaje) hab¨ªa sido el motor que le hab¨ªa llevado a desencadenar aquel ba?o de sangre. El hecho de que, en el caso de Sankoh, el grito exigiendo reformas hubiera dado paso enseguida a la codicia y la obsesi¨®n por adquirir diamantes (una situaci¨®n dramatizada en el film de Leonardo DiCaprio Diamante de sangre, situado en Sierra Leona) no negaba la necesidad de acabar de ra¨ªz con la injusticia end¨¦mica. "El Gobierno comprende", dijo la abogada, "que si no tenemos un sistema de justicia como es debido, tarde o temprano nos encontraremos con otra rebeli¨®n, otro Sankoh".
Sankoh fue detenido en 2000 -una detenci¨®n que suscit¨® celebraciones en todo el pa¨ªs e imputado por 17 cargos de cr¨ªmenes de guerra. Pero antes de que fuera a juicio muri¨® en la c¨¢rcel de un derrame; el destino le concedi¨®, en palabras de un fiscal de Naciones Unidas, "un final pac¨ªfico que ¨¦l hab¨ªa negado a tantos otros".
El hotel en el que me aloj¨¦ fue construido por una empresa china y es propiedad de ella; la empresa es una de las muchas que est¨¢n explorando ?frica y pr¨¢cticamente recoloniz¨¢ndola en busca de materias primas que alimenten su celebrado milagro econ¨®mico. De los cinco canales de televisi¨®n disponibles en las habitaciones, dos eran chinos. (Y no solo en el hotel; a la entrada de la prisi¨®n hab¨ªa visto a un guardia pegado a un culebr¨®n chino que era imposible que entendiera). En las paredes de los pasillos del hotel hab¨ªa fotograf¨ªas enmarcadas de edificios relucientes, llenos de cristal, luces de ne¨®n y metal, en Pek¨ªn y Shangh¨¢i. En especial, las im¨¢genes del espectacular nuevo aeropuerto de Pek¨ªn representaban (dado que el aeropuerto de Freetown es una especie de chabola grande) un mensaje a la poblaci¨®n local rayano en el insulto, como si les restregara en la cara su ignominia econ¨®mica.
Sin embargo, cuando me fui a tomar una cerveza junto a la piscina del hotel, presenci¨¦ una peque?a escena que me record¨® algo que, en estos d¨ªas de crisis econ¨®mica, solemos olvidar: que no solo de pan vive el hombre. Tres chicas nativas de Sierra Leona, de unos 20 a?os, retozaban en biquini por donde no cubr¨ªa, moviendo las caderas de acuerdo con un ritmo que solo ellas o¨ªan, chillando, gritando, dando carcajadas. Pronto se les uni¨® un joven negro de m¨²sculos espectaculares y, tras una breve charla de presentaci¨®n, se puso por turnos a cogerlas por la cintura, o agarrarles los muslos, o llevarlas a caballo. Aparecieron dos chinos, seguramente directivos del hotel. De mediana edad, llevaban el pantal¨®n hasta el ombligo y sandalias con calcetines grises. Se sentaron en unas tumbonas de pl¨¢stico, se pusieron las manos detr¨¢s de la nuca y contemplaron en silencio el espect¨¢culo, como en trance, durante media hora. ?Qu¨¦ les estaba pasando por la cabeza? Quiz¨¢ es demasiado imaginar que estuvieran pensando en que, despu¨¦s de todo, Dios es justo, que comparte las riquezas con m¨¢s equidad de la que a veces creemos, con nuestra obsesi¨®n por los datos de crecimiento econ¨®mico y los tipos de inter¨¦s; que ?frica, despreciada y considerada un continente perdido, tal vez tenga algo que ense?ar a los tigres asi¨¢ticos; que la vida es corta y quiz¨¢ tenga sentido disfrutar -saborear- nuestro tiempo sabiendo que, muy por encima del ciego deber de ganar dinero, las mejores cosas de la vida son gratis; que en ?frica existe un principio del placer, una dimensi¨®n de alegr¨ªa y sensualidad que China, la admirada China, no ha sido capaz de ver. Seguramente, los dos caballeros chinos no pensaron en todas estas cosas durante su enso?aci¨®n tropical junto a la piscina; pero quiz¨¢ deber¨ªan haberlo hecho.
Al d¨ªa siguiente de visitar la prisi¨®n fuimos a la sede de los juzgados, un impresionante edificio construido hace 100 a?os por los colonizadores brit¨¢nicos. Nos sirvi¨® de ensayo para nuestro plan de sacar a Abdul el d¨ªa posterior. El truco consist¨ªa en convencer a un par de habituales del juzgado, en nuestro caso un joven periodista y un se?or mayor que se identific¨® como "presidente del tribunal", y conseguir que fueran garantes de la fianza. A cambio de sus servicios, que inclu¨ªan hacer un trato con el fiscal del caso (que era adem¨¢s polic¨ªa), pagar¨ªamos 160.000 leones por chico. La fianza en s¨ª no era m¨¢s que 50.000 cada uno, pero hab¨ªa que comprar a varias personas.
Fernando vol¨® de vuelta a casa esa noche, y me qued¨¦ yo a ocuparme de Abdul al d¨ªa siguiente. Esa misma tarde, Fernando hab¨ªa visitado un par de instituciones que cuidaban de j¨®venes sin hogar para ver si pod¨ªan acoger a Abdul en caso de que saliera en libertad, pero no se pudo. Hab¨ªa demasiados impedimentos burocr¨¢ticos, y Pademba Road tampoco era buena tarjeta de visita. Yo iba a tener que intentar alguna otra cosa al d¨ªa siguiente, como pedir ayuda a la abogada an¨®nima, aunque ten¨ªa que coger mi avi¨®n de regreso a media tarde.
Antes de despedirse, Fernando me dio un mont¨®n de papeles que hab¨ªa recibido de los presos de Pademba para que los leyera. Eran los testimonios de m¨¢s de 20 reclusos en los que describ¨ªan su vida dentro y fuera de la c¨¢rcel. Todos comenzaban: "Querido Fernando" o "Querido se?or". En todas las cartas hab¨ªa elementos comunes: una sensaci¨®n de injusticia ("francamente, no hay justicia para los pobres", dec¨ªa uno), las enfermedades, la falta de medicamentos, las muertes en prisi¨®n, la suciedad de las letrinas, los alimentos que ten¨ªan que comer, las aguas estancadas que beb¨ªan, la imposibilidad de lavarse nunca de verdad y, pese a todo, su fe en Dios.
He aqu¨ª algunos extractos de la nota escrita por Issa Kamara, de 15 a?os:
"Fecha de llegada a la prisi¨®n de Pademba: 5 de febrero de 2010. Condena: tres a?os. Crimen cometido: romp¨ª el cristal de un coche... Mi madre y mi padre est¨¢n vivos, pero no vivo con ellos porque no tienen con qu¨¦ mantenerme, as¨ª que eso me hizo salir a la calle con mis amigos. Dorm¨ªamos en el gueto y dorm¨ªamos en el suelo. Cuando me despierto por la ma?ana voy con mis amigos a empujar una carretilla. A veces mis amigos no me dan dinero, solo me dan comida para que coma... Cuando llegu¨¦ a Pademba Road me sent¨ª mal. Somos siete en la celda. Cuando me despierto por la ma?ana tengo fr¨ªo, dolor, dolores malariales. La comida no es buena. Cuando termino de comer no tengo agua para beber ni para ba?arme. Yo iba a la escuela. Dej¨¦ de ir porque mis padres no tienen dinero... Cuando salga de esta prisi¨®n me gustar¨ªa ir a la escuela. Cuando termine mi educaci¨®n me gustar¨ªa ser mejor persona en el futuro... Si tengo el dinero, me gustar¨ªa casarme... Y cuando est¨¦ libre de la prisi¨®n me gustar¨ªa volver con mis padres y les pedir¨¦ que me vuelvan a llevar a la escuela. Si se lo ruego y me aceptan, no les dejar¨¦ solos. Lo juro por Dios".
?Con qui¨¦n se ir¨ªa a vivir Abdul si saliera? En cualquier caso, lo primero era sacarlo de Pademba. Aparec¨ª en el juzgado a las diez de la ma?ana, justo cuando Abdul y otros presos estaban llegando en un furg¨®n verde de la polic¨ªa, con sus manos morenas visibles a trav¨¦s de unas rajas de metal. Mis dos c¨®mplices del d¨ªa anterior, el "presidente" y el periodista, me esperaban, deseosos de volver a hacer negocios. El plan era pagar la fianza, sacar a Abdul, llevarlo a una farmacia para comprar las pastillas y cremas que necesitaba para sus diversas enfermedades y llevarlo despu¨¦s a la abogada, que hab¨ªa dicho que entend¨ªa muy bien lo necesario que era ayudar a los presos que sal¨ªan a rehacer su vida. Pero las cosas no fueron tan sencillas.
Entr¨¦ en una sala con paredes recubiertas de madera, presidida por una magistrada de aspecto imponente: cabello te?ido de rojo, aire brusco, temiblemente eficaz. La sala estaba llena. Hab¨ªa 10 presos que aguardaban veredicto, entre ellos Abdul. Nos miramos a los ojos, ¨¦l con una mirada suplicante, le salud¨¦ con la mano, asinti¨®. Mis dos "agentes", hacia los que no sent¨ªa ning¨²n rencor (se estaban ganando la vida a su manera), hab¨ªan hablado ya con el fiscal de la polic¨ªa, un joven de uniforme. El periodista, un joven solemne e intenso, me inform¨® de que la libertad de Abdul iba a costar m¨¢s dinero que la de los dos hermanos el d¨ªa anterior. Iba a ser uno por el precio de dos: 320.000 leones. Dado que no estaba en situaci¨®n de poder negociar, calcul¨¦ cu¨¢nto dinero me quedaba y cu¨¢nto necesitar¨ªa para pagar el taxi hasta el ferry y el ferry hasta el aeropuerto, que sal¨ªa a las tres de la tarde. Acept¨¦ pagar los 320.000, que en Sierra Leona -donde una pastilla de jab¨®n puede tener un valor inmenso- parecen una fortuna, pero en realidad son unos 64 euros.
Lleg¨® el turno de Abdul. La magistrada le pregunt¨® cu¨¢ntos a?os ten¨ªa. Diecis¨¦is, contest¨®. Le mir¨® confusa. "?Y est¨¢s en Pademba?". "S¨ª". Ella anot¨® algo y le orden¨® volver a su asiento. Iba a tardar m¨¢s que el caso de los dos hermanos. Fui a la calle a cambiar m¨¢s dinero y cuando volv¨ª habl¨¦ con mi otro agente, el "presidente del tribunal", mayor, m¨¢s experto en maniobrar por los pasillos de la justicia del pa¨ªs, pero tambi¨¦n m¨¢s ocupado, corriendo arriba y abajo sin dejar de hablar con gente. Supon¨ªa que ¨¦l se iba a quedar con la mayor parte del dinero, pese a que, como hab¨ªa explicado claramente su socio, habr¨ªa que pagar unos cuantos sobornos m¨¢s antes de saber exactamente cu¨¢nto les quedaba a ellos. El presidente dijo que tendr¨ªamos a Abdul en la calle en cuesti¨®n de una hora. Eran las once. Muy bien. Todav¨ªa hab¨ªa tiempo.
Esper¨¦ fuera con el periodista. Un bullicio de gente, esperando, como yo. Por un canal¨®n a lo largo de la pared del edificio ca¨ªa un chorro amarillo verdoso. Hac¨ªa calor y me compr¨¦ una fanta, una cosa que nunca bebo en casa, pero que aqu¨ª me supo a gloria. Me cost¨® 30 c¨¦ntimos de euro. Hab¨ªan pasado dos horas y no hab¨ªa ni rastro de Abdul. Me hac¨ªan falta 40 minutos para volver al hotel y llegar al ferry -que si lo perd¨ªa, perd¨ªa el avi¨®n-, as¨ª que me quedaba una hora. De pronto pas¨® a mi lado Abdul, sonriente, seguido del polic¨ªa y mi amigo el presidente. Ten¨ªan que sacarle la "foto" y firmar unos papeles. Diez minutos, dijo el presidente. Pas¨® media hora, y nada. Pens¨¦ que hab¨ªa que olvidarse de la abogada, del plan de buscarle un cierto amparo a Abdul una vez que recuperara su fr¨¢gil existencia callejera. Pero por lo menos iba a conseguirle los medicamentos en la farmacia. El periodista entr¨® en el edificio y volvi¨® a salir. "Abdul dice que est¨¢ muy contento y que ser¨¢ tu padre para siempre". S¨ª, pero si no le veo en la calle y en libertad, t¨² no recibir¨¢s tu dinero, le dije.
Me hizo subir por unos escalones y me condujo por un laberinto de pasillos. Papeles, papeles en todas partes; juicios y fianzas transmitidos por escrito; ni un solo ordenador. Mendigos, polic¨ªas, mujeres lozanas y maravillosamente vestidas, golfillos descalzos, abogados con traje oscuro y corbata. Una vez m¨¢s, era una escena sacada del Londres de Dickens. Nos detuvimos en una peque?a habitaci¨®n en la que observ¨¦ c¨®mo la magistrada rellenaba muy despacio un formulario. Eran ya las dos de la tarde. Incapaz de contenerme, montando un espect¨¢culo absurdo, me puse a maldecir. La magistrada alz¨® una ceja y sigui¨® con lo suyo. Volv¨ª a salir, por temor a causar un incidente que diera al traste con toda la aventura; esper¨¦ 10 minutos m¨¢s y entonces apareci¨® Abdul, escoltado por mis dos conspiradores, libre. Me agarr¨® la mano derecha con las dos suyas y no quer¨ªa soltarla. Me mir¨® a los ojos, transformado, con una sonrisa propia del ni?o que verdaderamente era, como si acabara de recobrar la salud. Me preocupaba que ya no ten¨ªa tiempo de ir a por las medicinas. Pagu¨¦ la suma acordada a sus dos libertadores y luego le met¨ª en el bolsillo un pu?ado de leones, por el valor de unos 40 euros, cantidad que seguro nunca hab¨ªa visto, ni imaginado ver, en toda su vida. Vete a la farmacia y luego vete a tu pueblo, al campo, intenta encontrar a alg¨²n familiar. Pero antes qu¨¦date por aqu¨ª y haz todas las comparecencias ante el tribunal que te exija tu fianza. El periodista y el presidente de la corte asintieron con rostro serio. Para ellos ser¨ªa un problema -o eso dijeron- que ¨¦l huyese.
Un taxista al que di mis ¨²ltimos 40.000 leones me llev¨® por los peores barrios de Freetown, monta?as de basura en los que la gente rebuscaba a la desesperada, un puente endeble sobre un r¨ªo negro que daba la impresi¨®n de que te arrancar¨ªa la piel en 10 segundos si ten¨ªas la mala suerte de caer en ¨¦l. Llegamos al ferry con solo unos segundos de margen. Mientras me pon¨ªa mi chaleco naranja vi a un hombre de unos 25 a?os que vend¨ªa ropa de colores en el embarcadero. No ten¨ªa manos. A m¨ª no me quedaba dinero ni tiempo para comprarle nada. Ojal¨¢ hubiera podido. En el camino de regreso a casa pens¨¦ (como sigo pensando hoy) que quisiera haber hecho mucho m¨¢s por Abdul, haber cumplido la encomienda que me hab¨ªa dejado Fernando. Pero luego pens¨¦ en todos los dem¨¢s presos de Pademba Road a los que me gustar¨ªa haber ayudado, pens¨¦ en el rostro desolado de un chico que estaba sentado junto a Abdul en el juzgado y que sab¨ªa que ¨¦l no iba a ser el afortunado beneficiario de este hombre blanco, y pens¨¦ en los millones y millones como ellos en ?frica por los que no pod¨ªa hacer nada, y en cu¨¢nta brutalidad y cu¨¢nta corrupci¨®n hay en el continente, pero cu¨¢nta bondad tambi¨¦n, y cu¨¢nta alegr¨ªa y cu¨¢nta sensualidad y cu¨¢ntas lecciones que podr¨ªan ense?arnos, pero que no aprendemos los dem¨¢s, que no se nos ocurre ni tomar en cuenta, por culpa de la maldita pobreza en la que viven.
Est¨¢ sentenciado a a?o y medio de prisi¨®n por el robo de un m¨®vil en su escuela. una ayuda, muchas v¨ªctimas. Abdul Sesay estaba en una celda en la que dorm¨ªan 60 personas. Dice que tiene 16 a?os; parecen 12. Desde los 9 vivi¨® solo en las calles de Freetown. Sesenta euros le sacaron de la c¨¢rcel. Tuvo suerte. Millones y millones de chavales como ¨¦l no tendr¨¢n el mismo destino. La decisi¨®n final. . Muchos necesitan acudir docenas de veces antes de ser juzgados y pueden pasar a?os encerrados antes de recibir una sentencia que en algunos casos puede ser exculpatoria.
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