Permanente misterio
La Gioconda nos observa desde la sala del Louvre sumergida en la leyenda, aturdida por los turistas y sus ojos ¨¢vidos -fotos restringidas-. Nadie m¨¢s popular que ella y menos descifrado, rostro indefinido e indefinible que ha perseguido desde siempre a los expertos, a tientas entre el misterio de este personaje andr¨®gino al cual Pater, el l¨²cido historiador del arte ingl¨¦s de finales del XIX, llam¨® vampira con toda raz¨®n: "Como un vampiro ha muerto muchas veces y ha aprendido los secretos de la tumba; y se ha sumergido en los mares profundos y ha traficado con extra?as hierbas con mercaderes orientales".
Es verdad. Hay algo turbio, de hierbas orientales, en el fulgor mortecino de ese rostro que, como la Marilyn de Andy Warhol, tiene mucho del maestro: la Gioconda es un poco Leonardo mismo. O es al menos uno de los Leonardos, el que con m¨¢s fuerza ha llegado hasta nosotros. De hecho, a medida que el siglo XIX avanza se emborrona el Leonardo cientifista -el inventor de puentes y aviones- e, incluso, el Leonardo pintor de los estados del alma de la Ultima cena, y va tomando protagonismo al autor de la Gioconda, la Medusa y San Juan, obras cuya tipolog¨ªa se ajusta m¨¢s a un gusto fin de siglo muy extendido en Francia, con ra¨ªces en el romanticismo ingl¨¦s.
Sus figuras establecen un prototipo de belleza que no es espec¨ªficamente ni femenina ni masculina
La representaci¨®n de la androginia en Leonardo es curiosa y no solo por las implicaciones que se suelen buscar en la sospechada homosexualidad del artista. Sus figuras sintetizan el ideal recogido por los artistas finiseculares y establecen un prototipo de belleza que no es espec¨ªficamente ni femenina ni masculina. De este modo, la Gioconda (?chico, chica?) es la perfecta pareja de baile para San Juan, su hermano natural y un cuadro que algunos atribuyen con reservas al maestro, cosa que ocurre a veces con sus trabajos, quiz¨¢s porque ninguno llega a ese dominio raro de los fondos y del gesto que despliega seductor en el retrato de Monna Lisa. Ambas pinturas, sobre todo contrapuestas, se ajustan de un modo soberbio a la aparici¨®n de las m¨²ltiples descripciones de personajes de distinto sexo, pero casi id¨¦nticos, que inundan la literatura y el arte del fin de siglo europeo, los hermanos incestuosos de El crep¨²sculo de los dioses de El¨¦mir Bourges. El propio S?r P¨¦ladan, autor de Le Vice supr¨ºme (1884), entra en la pol¨¦mica a trav¨¦s de unos personajes que resumen el ideal hermafrod¨ªtico como forma de satisfacer los deseos para aquellos que no los pueden llenar en la realidad cotidiana. En su vincismo P¨¦ladan trata de establecer, sobre todo, el abismo insalvable entre el "valor puro" de Leonardo y los subproductos de la decadencia moderna, incapaz de alcanzar su perfecci¨®n.
Qui¨¦n sabe si esa castidad perversa, tan a la moda en la literatura del finales del XIX, no es la que sigue fascinando a todos lo que ahora contemplamos las obras de Leonardo, las que hubieran podido ser obras de Leonardo incluso, con ojos glotones, buscando en cada ¨®leo los rumores de aquel momento hist¨®rico que construy¨® la leyenda del artista m¨¢s all¨¢ de la leyenda misma y que hizo del concienzudo ingeniero y anatomista uno de los pintores m¨¢s enigm¨¢ticos del Renacimiento. Le buscamos en cada atribuci¨®n. Buscamos a Monna Lisa en cada rostro como Freud dijera que Leonardo busc¨® en cada una de sus sonrisas la sonrisa de la madre. Aparece a menudo apenas vislumbrado. M¨¢s all¨¢ de las discusiones la vampira Lisa es incomparable.
Babelia
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