El C¨®dex robado
"Se?orita Marie, voy al Louvre. ?Se le ofrece alguna cosa?". Con esta c¨¦lebre frase se dirig¨ªa a principios del XX el secretario del poeta Apollinaire a la vizcondesa de Noailles -una de las mujeres m¨¢s populares de la ¨¦poca y la ¨²nica que aparece entre Los pintores cubistas-. Lo hac¨ªa antes de salir hacia las salas del museo parisino, de las cuales cada vez tra¨ªa alguna cosa suculenta entre los dedos -dicen las malas lenguas-. Eran cosas peque?as, parecer¨ªa, de civilizaciones extinguidas, que nadie echaba en falta porque en esa ¨¦poca la arqueolog¨ªa empezaba apenas a tener un status de acontecimiento. Y eran tambi¨¦n objetos de esas culturas otras que fascinaron a los chicos de las vanguardias, cuyas nutridas colecciones daban fe de la pasi¨®n. No se preguntaban jam¨¢s por la procedencia de las piezas -siguen reflexionando las mismas malas lenguas-.
Por eso cuando a finales de agosto de 1911 se perpetra uno de los robos m¨¢s sonados, el de la Gioconda de Leonardo, las autoridades del museo deciden hacer inventario: faltan obras, aunque no son ausencias tan llamativas como la del maestro italiano. Son piezas tal vez consideradas "menores" en aquel momento y que por eso nadie ha echado de menos. No obstante y tratando de dilucidar el gran robo, Apollinaire es llamado a declarar ante la polic¨ªa -los rumores han debido difundirse- y todos empiezan a tomarse en serio la pregunta del secretario que interpretaban como una boutade. El fondo del Sena -siguen contando los maledicentes- se satura de objetos preciosos con dudosa procedencia.
Sea o no verdad este fabuloso enredo, tantas veces narrado en relaci¨®n con las primeras vanguardias y su frenes¨ª coleccionista, una cosa parece clara: los robos de las obras de arte son siempre noticia. Sobre todo aturde la facilidad con la cual la mayor¨ªa se llevan a cabo burlando la seguridad m¨¢s sofisticada. ?Qu¨¦ ha podido fallar? ?C¨®mo es posible tanta vulnerabilidad incluso en las instituciones m¨¢s bunkerizadas? Otra cosa son los ataques a las obras con spray o cuchillos, como la agresi¨®n a la obra de Poussin en la National Gallery de Londres hace pocos d¨ªas. Igual que la violencia a la Venus del espejo de Vel¨¢zquez o las pintadas de protesta sobre El Guernica en el MOMA, dichos ataques son obra de visionarios enfervorecidos o desequilibrados. Los otros robos, tan precisos, tienen cierto regusto a novela polic¨ªaca: alguien con mucho dinero, dispuesto a pagarlo por la pieza sustra¨ªda, espera el bot¨ªn con ansiedad. Cada robo de arte es un robo por encargo y eso es lo inquietante. Bueno, eso y la facilidad con la cual a veces ocurren los hechos -?al ladr¨®n de San Francisco le esperaba un taxi en la puerta del museo!
Todas las alarmas -metaf¨®ricas, por cierto, que las otras no funcionaron- han saltado tras el oscuro caso del C¨®dex Calixtino en la catedral de Santiago de Compostela. Y, sin embargo, los robos en las iglesias han sido muy comunes a lo largo de los a?os -y hasta la venta de piezas- y no en vano el tr¨¢fico de antig¨¹edades se ha nutrido de ellos durante d¨¦cadas. Se comenta incluso ahora c¨®mo la Iglesia, due?a de unas propiedades art¨ªsticas deslumbrantes, no tiene capacidad real para protegerlas -y el caso del C¨®dex parece confirmar el peor de los escenarios-. De todos modos, lo m¨¢s interesante del debate podr¨ªa estar en el punto que une los robos en las iglesias con el de las antig¨¹edades cl¨¢sicas del secretario de Apollinaire. Quiz¨¢s durante siglos no se ha dado el valor real a tantos objetos maravillosos -a menudo an¨®nimos frente a las obras de los grandes maestros- que siguen sin protecci¨®n, expuestos a los desaprensivos y hasta a las inclemencias del tiempo atmosf¨¦rico. Habr¨ªa que hacer algo, ?no les parece?
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