Qu¨¦ solos se quedan los vivos
Cuando se superan los 75, los 80 y m¨¢s pensamos que el final se aproxima, por ley universal y biol¨®gica. Si no est¨¢ uno afectado de enfermedad o dolores frecuentes la edad se sobrelleva y, sin darnos cuenta, nos vemos despojados de potestades, deseos y exigencias que un d¨ªa nos parecieron indeclinables. Nos espera la soledad, aunque la vida conceda una moratoria m¨¢s, un plazo amortizable, incluso un ingreso inesperado. Nuestro compa?ero es el silencio, especialmente por las noches.
Vamos nutridos por medicamentos, a veces m¨¢quinas auxiliares que nos han manumitido del hospital y ponemos en marcha, por ¨²ltima vez en la jornada, para que nos surta del aire que precisan unos pulmones sin fuelle aut¨®nomo o unos ri?ones exprimidos. El ruido que produce el peque?o ingenio nos envuelve, y al terminar, como el tel¨®n que cae sobre los actores de improvisto, nos inunda el familiar silencio, mientras dejamos en condiciones el artilugio para el pr¨®ximo uso.
Casi agradecemos la llamada err¨®nea, incluso el palique para colocarnos un seguro
Somos muchos quienes disponemos de una alarma especial conectada a la Cruz Roja, que podr¨ªa alargarnos la vida en caso del desfallecimiento previsible en medio del desamparo nocturno, aunque no creo que todos lo lleven al cuello de forma permanente, pues nadie hay para recordarnos tal previsi¨®n. Como un largo rosario cuyo final cada vez est¨¢ m¨¢s cerca volvemos al lecho sin prop¨®sito de recordar lo fugitivo de nuestra condici¨®n, un d¨ªa menos, un d¨ªa m¨¢s.
Alrededor, la iconograf¨ªa familiar de los que se fueron, padres de difuminados perfiles, hermanos mayores y menores y esas lanzadas inmisericordes en tiempo de paz que son los hijos muertos de enfermedad, por accidente, equivocaci¨®n en el orden y armon¨ªa de las cosas. Son heridas lacerantes, incomprensibles y muy largas en cicatrizar.
Entra en el lote, el amigo del alma, los compa?eros de colegio, de oficio, el barman que suele anticipar con su jubilaci¨®n esa ca¨ªda en el ¨²ltimo olvido. El notario, el peluquero siempre bromista, la cajera del banco que conoc¨ªa nuestra cuenta de memoria, el vecino de rellano fallecido en el hospital y no regres¨® a casa; solo cambiamos con ¨¦l alg¨²n comentario meteorol¨®gico, pero ya no le veremos m¨¢s y los discretos ruidos que se escuchan de otros habitantes con los que no intimaremos nunca. Aquella dulce mujer que estremeci¨® nuestra pasi¨®n para quedar como grata referencia, una felicitaci¨®n onom¨¢stica o una larga y espaciada conversaci¨®n telef¨®nica recordando un tiempo quiz¨¢s inventado.
Hay d¨ªas en que el tel¨¦fono permanece tercamente mudo. Casi agradecemos la llamada err¨®nea, incluso el palique para colocarnos un seguro, la alarma hogare?a, el complemento inform¨¢tico, el infalible detector de radares. Tampoco suena el timbre de la puerta, ni en el buz¨®n del portal hay algo m¨¢s que una hoja publicitaria in¨²til. Residir en el centro de Madrid es vivir en edificios de oficinas o de gente vieja. En esas casas no hay ni?os, lo que es una ventaja, pero nos priva de la vitamina inmaterial de su risa y ajetreo.
En el apartamento de arriba hubo cambios recientes: tambi¨¦n se esfum¨® la arrendataria, que arrastraba unas bisbiseantes zapatillas de fieltro. Ahora suenan, temprano, los tacones que recorren varias veces el largo pasillo de la vetusta construcci¨®n, indicando que all¨ª vive una azafata o una ejecutiva cuyos zapatos son parte integrante del uniforme o el rango laboral. Vuelven a ¨²ltima hora de la tarde a repiquetear hasta que son lanzados al suelo con presumible sa?a.
Entre las manos, la agenda telef¨®nica, tela de ara?a que nos un¨ªa al resto de la sociedad y que vamos tachonando de cruces y una barra horizontal sobre el guarismo que ya no pertenece a persona conocida. Nos inventamos quehaceres, lecturas aplazadas, conatos de revisar papeles que no terminamos de poner en orden, pues nos roe la posibilidad de que, concluida esa faena ya no tenemos raz¨®n para existir, por mucho que digamos no temer al tr¨¢nsito. Y s¨ª. Este sigilo permanente es el nuncio de la inane orfandad en que vamos a caer, donde va a parar nuestra memoria, el caudal de los recuerdos, la capacidad de sentir el fr¨ªo, el dolor, la alegr¨ªa, el milagro de alentar. Soledad de los vivos, in¨²tiles recuerdos que, a su vez, acabar¨¢n borr¨¢ndose, p¨¢nico ante lo desconocido, antesala a la que no va a llegar nadie despu¨¦s de nosotros. Y eso, qu¨¦ quieren que les diga: jode.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.