Aquel olor a ceniza mojada
Recuerdo de aquellos d¨ªas que iba por la calle con la determinaci¨®n instintiva de fijarme en todo tal y como lo vieran mis ojos, sin veladuras de interpretaci¨®n o de opini¨®n; ir mirando, escuchar, percibir los olores, aislar las sensaciones, contar lo que ve¨ªa como si fuera una c¨¢mara, como cuando Christopher Isherwood dice eso al principio de Adi¨®s a Berl¨ªn, "Soy una c¨¢mara". No hab¨ªa vuelos comerciales a la ciudad. No hab¨ªa en ese momento nadie de la corresponsal¨ªa del peri¨®dico. Elvira y yo hab¨ªamos llegado con tres de nuestros hijos a Nueva York diez d¨ªas antes, con el prop¨®sito de que ella descansara del agosto laborioso que hab¨ªa tenido en Espa?a escribiendo una cr¨®nica diaria. Yo empezar¨ªa a dar unas clases en la City University a principios de octubre. Septiembre ser¨ªa el mes de vacaciones que no hab¨ªamos tenido a¨²n ese a?o, y como los hijos no hab¨ªan estado nunca en la ciudad, nosotros nos convertir¨ªamos de nuevo en turistas para ense?¨¢rsela a ellos. Uno o dos d¨ªas antes hab¨ªamos bajado en metro a las Torres Gemelas. A ellos les hizo mucha sensaci¨®n que la estaci¨®n estuviera en el vest¨ªbulo de una de las torres, un gran espacio c¨®ncavo en el que resonaban siempre los pasos atareados de la gente, ejecutivos y turistas, repartidores de comida, empleados de las oficinas.
"Ten¨ªamos que adaptarnos a una incertidumbre demasiado absoluta como para que la haya preservado bien el recuerdo"
"La gente iba perdida de un lado a otro desconociendo los lugares m¨¢s habituales, trastornados por la dislocaci¨®n de los sue?os"
"El estupor nos ayudaba a dejar en suspenso todo lo que no fuera la percepci¨®n sensorial: el filtro sucio de la luz, la ligera aspereza del aire..." "La gente iba perdida de un lado a otro desconociendo los lugares m¨¢s habituales, trastornados por la dislocaci¨®n de los sue?os"
Yo hab¨ªa estado all¨ª en mi primer viaje a Nueva York, en 1990, con un grupo de escritores espa?oles, entre ellos Bernardo Atxaga y Jos¨¦ Mar¨ªa Guelbenzu. Hab¨ªa subido con ellos al mirador de la planta m¨¢s alta, con la camarader¨ªa del asombro, viendo desde all¨ª, hacia el Norte, la amplitud selv¨¢tica de la ciudad; hacia el Oeste, el Hudson; hacia el Sur, la boca del oc¨¦ano, el horizonte en el que se distingu¨ªan en la bruma las torres picudas de Ellis Island y la estatua de la Libertad, los paisajes invariables del turismo. Aquel d¨ªa muy caluroso de septiembre de 2001 se nos hizo tarde para subir al mirador o a los adultos nos pudo la desgana y aplazamos el ascenso para un poco despu¨¦s. Al fin y al cabo ten¨ªamos un mes entero, y las torres estar¨ªan all¨ª, invariables, mucho m¨¢s atractivas para la mirada de lejos que de cerca, como estar¨ªa el Empire State y la estatua de la Libertad, o como est¨¢ en Roma el Coliseo o en Par¨ªs la torre Eiffel, a medias reales y a medias espejismos tur¨ªsticos, calderilla visual de postales y souvenirs, de recordatorios kitsch con ba?o de oro falso o lucecitas interiores.
La imaginaci¨®n es fatalista; se acostumbra enseguida a lo que ya ha sucedido: ahora ya no sabemos recordar el estupor de que de un d¨ªa para otro las dos torres no existieran, ni siquiera nosotros, que est¨¢bamos all¨ª, que tantas veces a lo largo de estos diez a?os hemos respondido a la pregunta, c¨®mo era estar en Nueva York la ma?ana del 11 de septiembre, salir a la calle, acercarse lo m¨¢s posible a la frontera que establecieron las vallas de la polic¨ªa, primero en Houston, luego un poco m¨¢s al sur, en Canal Street, delimitando una parte de la ciudad que se volv¨ªa del todo fantasmal en cuanto ca¨ªa la noche, cuando en los controles solo le permit¨ªan el paso a quien llevara uniforme de polic¨ªa o de bombero o a quien mostrara con un documento de identidad que viv¨ªa o hab¨ªa vivido en la zona.
La escala verdadera del horror la escond¨ªa el secreto. No se pod¨ªa pasar m¨¢s all¨¢ de un cierto punto, y durante semanas el solar inmenso de escombros donde hab¨ªan estado las torres permaneci¨® tapado por altas pantallas de pl¨¢stico o lona. No se ve¨ªan fotos de heridos o de muertos. La pornograf¨ªa visual a la que se entregaron algunos medios desalmados en Espa?a despu¨¦s del 11 de marzo de 2004 no se permiti¨® en Nueva York. Tampoco la inmundicia de la gresca pol¨ªtica a costa de las v¨ªctimas.
De modo que de un d¨ªa para otro ya no ¨¦ramos turistas, sino enviados especiales del peri¨®dico, y ten¨ªamos que mandar cr¨®nicas veloces de lo que ve¨ªamos, y al mismo tiempo adaptarnos a una incertidumbre demasiado absoluta como para que la haya preservado bien el recuerdo. La memoria hace trampa porque ahora sabemos lo que vino despu¨¦s, igual que hace trampa para convertir en natural lo que era inaudito. Hab¨ªa que fijarse en todo y hab¨ªa que vencer el miedo a que continuaran sucediendo cosas atroces. Despu¨¦s de que un avi¨®n colisionara contra una de las torres hab¨ªa aparecido en el cielo un segundo avi¨®n que atraves¨® la otra en una cat¨¢strofe de fuego. Cuando apenas nos adapt¨¢bamos a la imposibilidad de que una torre se hubiera derrumbado en unos segundos ya se estaba derrumbando la otra. Aviones militares atronaban el cielo volando muy bajo y proyectaban sus siluetas exactas sobre las calles y sobre las fachadas de los edificios. Pero cada nuevo avi¨®n pod¨ªa ser otro emisario de cat¨¢strofe, lo mismo que cada largo alarido de sirena pod¨ªa indicar un nuevo atentado. Est¨¢bamos en una isla unida al mundo exterior por unos cuantos puentes y t¨²neles. De pronto se hab¨ªan cortado las conexiones telef¨®nicas. Quiz¨¢ de un momento a otro se cortara la luz el¨¦ctrica o el suministro de agua. Nada que ocurriera ser¨ªa menos inveros¨ªmil que lo que ya hab¨ªa sucedido. En la radio dec¨ªan que un avi¨®n o un misil se hab¨ªan estrellado contra el Pent¨¢gono, que otro avi¨®n pod¨ªa estar dirigi¨¦ndose hacia la Casa Blanca. Los chicos, alucinados, miraban el televisor y desayunaban leche con galletas, mucho menos asustados que nosotros.
Era preciso fijarse en todo. Ser una c¨¢mara, un testigo absoluto. En el supermercado, la gente compraba cosas met¨®dicamente y en silencio. Qu¨¦ se debe comprar en esas circunstancias: botellas de agua, pan de molde, comida congelada, leche, cereales. Pero por qu¨¦ no tambi¨¦n bombillas, velas, alimentos no perecederos por si se corta la electricidad y no funciona el frigor¨ªfico, qui¨¦n sabe. Nadie sabe. Nadie sab¨ªa. No saber conduc¨ªa al aturdimiento m¨¢s que al miedo. Busc¨¢bamos cestas de pl¨¢stico para poner las cosas, pero ya no quedaban. La gente llevaba lo que quer¨ªa comprar en las manos. Sin una cesta de pl¨¢stico, el n¨²mero de art¨ªculos que se pueden acarrear es muy limitado. En las colas perfectamente ordenadas de las cajas nadie hablaba. Se o¨ªa el tecleo en las cajas registradoras y el pitido del l¨¢ser al reconocer los c¨®digos de barras y la cantinela sempiterna de las cajeras neoyorquinas: Next? (?el siguiente?).
A diferencia de lo simb¨®lico o lo literario, lo real subyuga porque es espec¨ªfico. Nueva York en la ma?ana del ataque a las Torres Gemelas no era lo que nosotros ve¨ªamos. Eso lo ve¨ªa cualquiera en cualquier parte del mundo, en la pantalla de un televisor. Nosotros ve¨ªamos un cielo limpio y sereno -el viento llevaba el humo hacia el este, hacia Brooklyn- y esa plaza que se forma en la confluencia de Broadway con Columbus Avenue a la altura de la Calle 66, donde hay una boca de metro y un busto poco afortunado de Leonard Bernstein, rodeado de sillas y mesitas met¨¢licas en las que la gente se sienta a tomar el sol, comer un s¨¢ndwich o hablar por tel¨¦fono. La boca del metro estaba abierta, pero nadie entraba ni sal¨ªa por ella. Es una estaci¨®n de la l¨ªnea 1, la que pasaba por las torres. En los ventanales de las aulas de la Juilliard School no se ve¨ªan m¨²sicos j¨®venes ensayando. No se percib¨ªan cambios radicales en las cosas, tan solo diferencias de grado: un poco menos tr¨¢fico; m¨¢s gente subiendo por la acera de Broadway a media ma?ana, cuando deber¨ªan haber estado en las oficinas. Mujeres en¨¦rgicas con trajes de chaqueta y zapatillas deportivas; hombres con corbata y con la chaqueta del traje al hombro, fatigados por el calor y las largas caminatas. Era ese tiempo ahora tan lejano en el que no todo el mundo iba por la calle con un m¨®vil adherido a la oreja. Alguien se paraba en una esquina para marcar un n¨²mero y no consegu¨ªa respuesta. Alguien escuchaba con el tel¨¦fono en el o¨ªdo y con una expresi¨®n de estupor o de p¨¢nico.
Aprend¨ªamos con extra?eza que la normalidad y el desastre pueden ser simult¨¢neos. En un extremo de la ciudad, los supervivientes caminan extraviados por un desierto de ceniza en el que el humo y el polvo lo envuelven todo en una noche apocal¨ªptica y unos kil¨®metros m¨¢s al norte un camarero con chaquetilla negra limpia las mesas de un restaurante al aire libre y un vagabundo demente habla y gesticula solo en un banco de una plazoleta, bajo una estatua de Dante.
A la ma?ana siguiente, seg¨²n se bajaba hacia el sur, una gasa de humo y ceniza debilitaba la luz del sol convirti¨¦ndola en una claridad anaranjada. Por Union Square y Washington Square y las calles del Village, mucha gente llevaba mascarillas. Como no hab¨ªa tr¨¢fico, se escuchaba por todas partes un rumor multiplicado de pasos. Al fondo de las calles donde hasta ayer mismo hab¨ªan estado las Torres Gemelas ahora ascend¨ªa una sola torre de humo negro mucho m¨¢s alta. Part¨ªculas invisibles de polvo y de humo y ceniza picaban en la garganta. Luego comprendimos que en aquel aire que respir¨¢bamos habr¨ªa tambi¨¦n part¨ªculas volatizadas de los cuerpos humanos que nadie lleg¨® a ver. La gente iba perdida de un lado para otro desconociendo los lugares m¨¢s habituales, que de repente ya eran otros, como trastornados por la dislocaci¨®n de los sue?os. El d¨ªa antes, a las nueve menos cinco de la ma?ana, una amiga nuestra hab¨ªa dejado a sus dos hijos en la escuela, justo al norte de las torres, y hab¨ªa regresado a casa con el alivio de quedarse sola a esa hora todav¨ªa fresca. Unos minutos despu¨¦s tomaba un caf¨¦ mirando perezosamente por la ventana de la cocina y lo que vio de pronto enmarcado en ella fue el apocalipsis, y sali¨® corriendo a la calle para buscar a sus hijos. En Brooklyn Hights, otro amigo sal¨ªa a cuidar el peque?o jard¨ªn que ten¨ªa en la terraza y al levantar los ojos vio una torre ardiendo y un avi¨®n que se acercaba en l¨ªnea recta a la otra y que no pod¨ªa ser verdad. Un directivo de un banco espa?ol al que conoc¨ª a?os m¨¢s tarde acababa de salir de una de las torres y al mirar hacia arriba vio c¨®mo un cielo negro se desplomaba sobre ¨¦l y ech¨® a correr y no recuerda lo que hizo durante los siguientes minutos ni c¨®mo se salv¨®.
El estupor nos ayudaba a dejar en suspenso todo lo que no fuera la percepci¨®n sensorial de las cosas: el filtro sucio de la luz, la ligera aspereza del aire, las caras de resucitados de los supervivientes que sal¨ªan del hospital St. Vicent's, el tormento incesante de las sirenas, los bosques de velas ardiendo a la ca¨ªda de la noche en Union Square y en Washington Square y casi en cualquier esquina, las velas, los ramos y los vasos de flores debajo de las fotograf¨ªas de los desaparecidos, las peque?a banderas y las l¨¢mparas votivas, las calles oscuras y desiertas y el parpadeo azulado de los televisores en todas las ventanas. Y el olor que no parec¨ªa que fuera a irse nunca, enquistado al cabo de los d¨ªas en las estaciones de metro m¨¢s cercanas a la cat¨¢strofe, el olor que si volvi¨¦ramos a percibirlo nos devolver¨ªa la atm¨®sfera exacta de lo que fue aquel tiempo: olor a ceniza mojada y a part¨ªculas infinitesimales de carne putrefacta.
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