Recuerdos de un maestro
Este s¨¢bado Montevideo brilla. El cielo parece ufanarse que el celeste es una invenci¨®n puramente uruguaya. La Avenida 18 de Julio est¨¢ casi vac¨ªa. Son m¨¢s de las dos de la tarde y muchos han salido de vacaciones. Los que quedan, duermen la siesta, o se protegen del calor, bajo la sombra, al amparo de una brisa tenue que sopla en direcci¨®n a ese r¨ªo inmenso que los uruguayos llaman mar.
Casi nunca vengo a Montevideo en verano y confieso que me resulta bastante m¨¢s familiar con el fr¨ªo gris del invierno. El sol cambia los colores de esta ciudad que es siempre bella, aunque a mi me seduce mucho m¨¢s con la dulce melancol¨ªa, con esa digna nostalgia que habita en sus esquinas los d¨ªas de humedad y escarcha.
Algo raro siento esta tarde que brilla bajo el sol del verano. Supongo que debe ser la ausencia de Hugo Rodr¨ªguez, mi amigo del alma, un maestro ejemplar, que falleci¨® hace algunas semanas y que me ense?¨® a conocer esta ciudad.
A Montevideo, es verdad, la conoc¨ª en Hugo. Nuestro primer encuentro fue una noche larga y de palabras cortas. Est¨¢bamos ¨¦l y yo, mir¨¢ndonos en los recuerdos que cada uno relataba mientras hac¨ªamos girar los hielos redondos de un whisky triste en nuestra mesa predilecta del Jueves 5, un bar que frecuent¨¢bamos cada vez que la distancia nos lo permit¨ªa.
Nos contamos la vida en el primer encuentro, de a pedacitos, a veces con un simple gesto, unas pocas sonrisa tenues y alguna l¨¢grima furtiva. Nos contamos la vida con los ojos brillantes. Hugo ten¨ªa en aquel invierno de 1997, 64 a?os. Yo, 34. Montevideo se colaba misteriosa por las paredes c¨®mplices del Jueves 5, un escondite de hombres que se dicen la verdad y se cuentan los secretos sin muchos adjetivos. Fue all¨ª que comenzamos nuestro di¨¢logo sobre la educaci¨®n (el motivo de nuestras vidas), sobre las mujeres y el f¨²tbol. Sobre la militancia y el socialismo, sobre la revoluci¨®n y todo lo que ella tarda en llegar a estas orillas separadas por un r¨ªo que los uruguayos llaman mar, o por un mar, que los argentinos llaman r¨ªo.
Le¨ª en sus ojos el sufrimiento y la dignidad de tantos a?os en la oscuridad de esa prisi¨®n que, como una broma macabra, le han puesto de nombre ¡°Libertad¡±; un preso m¨¢s de aquella brutal dictadura, que odiaba a todos los que eran capaces de so?ar con un Uruguay libre y justo, popular y democr¨¢tico. Una dictadura que odiaba a los que, como Hugo, hac¨ªan de la docencia su forma de lucha por un pa¨ªs mejor. ¡°Libertad¡± el presidio que alberg¨® a tantos presos pol¨ªticos durante la ¨²ltima dictadura militar uruguaya y donde Hugo pas¨® m¨¢s de seis a?os, torturado, maltratado, humillado. Donde Hugo manten¨ªa la dignidad siendo fiel a sus compa?eros y ejerciendo la docencia a escondidas, repitiendo que ser maestro era su forma de sobrevivir, dentro y fuera de la prisi¨®n.
Prisi¨®n Libertad, Uruguay (Fuente / Fot¨®grafo: elNico)
Esa noche le cont¨¦ mis miedos porque iba a ser padre por primera vez en algunas pocas semanas. Me escuch¨® atento y, como siempre, respetuoso, con un gesto que al extra?o podr¨ªa parecerle hura?o: con el ce?o fruncido, los bigotes apuntando para abajo, el ment¨®n para arriba, las cejas en alerta m¨¢xima, las arrugas del cuello en posici¨®n de ataque; serio y, probablemente, preocupado. Le cont¨¦ mis inseguridades de padre primerizo y de la necesidad de ser coherente, de querer ser, para Mateo, un pap¨¢ bueno. Su mano en mi hombro y un brindis con esos gruesos vasos fr¨ªos fue el pacto de hermandad que sellamos sin otro alarde que nuestra mirada turbia. No te preocupes, me dijo, ese gur¨ª nunca estar¨¢ solo y ser¨¢ siempre muy feliz. Para ayudarlo, agreg¨®, lo har¨¦ socio del Club Nacional, con esto, por m¨¢s macanas que vos o yo hagamos, lo mantendremos a salvo. Y su rostro estall¨® en una carcajada que retumb¨® por los arrabales de la Ciudad Vieja, aquella noche fr¨ªa en la que Uruguay comenz¨® a entrarme por el alma y a incrustarse para siempre en mi coraz¨®n.
Desde entonces, compart¨ª con Hugo intercambios, encuentros, relatos, preocupaciones, lecturas y algunos pocos, pero imprescindibles, sue?os de justicia e igualdad. Como no le gustaba mucho el correo electr¨®nico, cada tanto me llamaba o me hac¨ªa llegar sus cartas escritas con letra de maestro, m¨¢s de una vez, en tinta de lapicera fuente.
La promesa de proteger a mi hijo, haci¨¦ndolo hincha del Nacional, estuvo lejos de ser una broma pasajera. Recuerdo que el 11 de noviembre de ese mismo a?o, en 1997, a las cuatro de la tarde, llam¨® por tel¨¦fono a mi casa, en R¨ªo de Janeiro, para saber cu¨¢ndo nacer¨ªa Mateo. Su llamada cay¨® en el momento m¨¢s inoportuno para mi y m¨¢s oportuno para ¨¦l. Nervioso, le dije que Andrea, mi compa?era, estaba en medio de una invasi¨®n de contracciones y que ten¨ªamos que salir corriendo para la Cl¨ªnica. Mateo llegar¨ªa en cualquier momento y yo esperaba que no hiciera en mi casa. Hugo me pidi¨® calma, garantiz¨® que el ni?o iba a esperar que lleg¨¢ramos a la Maternidad y, como si ese fuera el principal problema de la jornada, dijo estar muy triste porque la Secretar¨ªa del Club ya hab¨ªa cerrado y que ese mismo d¨ªa no iba a llegar a hacerlo socio. La tradici¨®n manda, me explic¨® con una calma que crispaba mis huesos, hacer socios a los peque?os el d¨ªa de su nacimiento. Lo sent¨ª apesadumbrado. A la distancia intu¨ª su rostro serio y riguroso, fruncido para arriba y para abajo, cuando me pregunt¨® si no hab¨ªa ning¨²n idiota que hubiera prometido hacerlo socio de Pe?arol ese mismo d¨ªa. Le dije que claro que no, aunque ¨¦l me pidi¨® que, por favor, no lo traicionara.
Al d¨ªa siguiente, el 12 de noviembre, Hugo hizo socio del Club Nacional de Football a Mateo. Cuando supo que, finalmente, el trabajo de parto fue mucho m¨¢s lento que lo esperado y que el nacimiento se produjo el mismo d¨ªa 12, vibrando de felicidad comenz¨® a cantar el himno de su equipo amado...
¡°hoy yo quiero cuadro m¨ªo tu bandera, ver flameando mientras yo pierdo la voz¡ cuando apenas daba mis primeros pasos y tu nombre no sab¨ªa pronunciar, tus colores se metieron en mi alma, para siempre mi querido Nacional¡±.
?Conoc¨¦s al Canario Luna?, me pregunt¨® entre estrofa y estrofa. Yo canto como ¨¦l, dijo, porque canto con el coraz¨®n. Y con esa graciosa seriedad que iluminaba su rostro, asegur¨® que sab¨ªa que Mateo, no lo iba a defraudar.
(Himno del Club Nacional, interpretado por el Canario Luna)
A lo largo de todos los a?os que pasaron desde aquel d¨ªa, cada vez que nos encontr¨¢bamos, Hugo tra¨ªa un paquete de correspondencia para Mateo. Eran las cartas del Club que le llegaban a su casa, residencia declarada del nuevo socio. ?l las guardaba como si fueran las de un soldado que hab¨ªa partido a una lejana y eterna batalla. Aqu¨ª tiene, me dec¨ªa ceremonioso, ll¨¦vele a su hijo, para que sepa que en Montevideo nunca estar¨¢ solo.
Es que a Hugo, la soledad le preocupaba, le carcom¨ªa el alma y, a veces, lo atormentaba. No la suya, ciertamente. Sino la de los ni?os y ni?as, la de los j¨®venes del Instituto Nacional del Menor, donde trabaj¨® los ¨²ltimos 15 a?os de su vida. Dec¨ªa que hay que respetar la soledad, pero que la de los ni?os y las ni?as abandonados, humillados en su dignidad por la negaci¨®n m¨¢s elemental de sus derechos, deb¨ªa ser desterrada, despojada. Y que, por eso, era maestro: para luchar contra la soledad y el abandono.
A Hugo era imposible no quererlo.
Creo que buena parte de lo que aprend¨ª sobre la educaci¨®n se lo debo a nuestras caminatas, de madrugada, y siempre muertos de fr¨ªo, por la misma Avenida 18 de Julio, o en las furtivas escapadas al Mercado del Puerto, huyendo de aburridos congresos educativos, para brindar por motivos imprescindibles en Rold¨®s, comiendo unos sanguchitos de miga que ¨¦l, con grandilocuencia oriental, llamaba ¡°ol¨ªmpicos¡±.
A Hugo lo extra?¨¦ siempre, desde el primer d¨ªa que lo conoc¨ª.
La ¨²ltima vez que lo vi fue hace unos pocos meses, en el hist¨®rico Instituto Crandon. Lleg¨® mientras daba mi conferencia en un auditorio repleto. Entr¨® discreto, abrigado en su bufanda marr¨®n. Se sent¨® a un costado. Es el Maestro Hugo Rodr¨ªguez, escuch¨¦ que dec¨ªan dos profesoras. Hugo despertaba el respeto que despiertan los que se ganan la vida jug¨¢ndoselas por los otros.
Cuando termin¨® mi charla, nos encerramos unos minutos en la Secretar¨ªa del Instituto, solos. Es curioso, pero no recuerdo muy bien de qu¨¦ conversamos. Creo que me dijo estar preocupado porque sab¨ªa que yo no hab¨ªa estado bien de salud; que lamentaba que el Jueves 5 ya no fuera el bar que hab¨ªa sido, aunque ¨¦l ya no pudiera tomar m¨¢s whisky; que no ten¨ªamos que perder la garra ni las esperanzas, o cosas por el estilo. No recuerdo muy bien de qu¨¦ hablamos, aunque su tono de voz retumba en mi cabeza como una melod¨ªa suave y cari?osa. No recuerdo muy bien de qu¨¦ hablamos, pero recuerdo el calor de su mano curtida, cuando bajamos juntos, del brazo, las escalinatas del Crandon para despedirnos, esa ma?ana de sol y bruma triste, en la Montevideo que Hugo me ense?¨® a querer y a la que siempre me obligar¨¢ a regresar.
Nos saludamos desde lejos, mientras ¨¦l se iba caminando por la Avenida 8 de Octubre, abrigado en su bufanda marr¨®n y dici¨¦ndome con los ojos dulces, dale, volv¨¦, volv¨¦¡
Hoy camino por Montevideo acurrucado en mis recuerdos. La ciudad brilla, quiz¨¢s sean mis ojos.
(Desde Montevideo)
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