El fracaso de mi generaci¨®n
Los intelectuales estadounidenses y europeos nacidos entre 1925 y 1930 no han defendido con ¨¦xito los principios de la utop¨ªa occidental ni han convencido de que se necesita m¨¢s democracia econ¨®mica
Los intelectuales estadounidenses y europeos de mi generaci¨®n, nacidos entre 1925 y 1930, tuvieron unas carreras espl¨¦ndidas, resonancia internacional, cierta influencia en la pol¨ªtica. Nuestros hom¨®logos de los Estados socialistas tambi¨¦n fueron unos privilegiados. Pod¨ªan viajar y eludir la pesada prosa oficial de los partidos gobernantes. Nuestro lenguaje com¨²n era un marxismo de la superestructura, de ideolog¨ªas, cultura y pol¨ªtica. Prest¨¢bamos atenci¨®n a la deformaci¨®n del car¨¢cter por la industrializaci¨®n de la sensibilidad, el dominio de la rutina. Nuestros contempor¨¢neos del bloque sovi¨¦tico describ¨ªan la tiran¨ªa profana de sus Estados policiales de manera indirecta, previendo que la explotaci¨®n y la ineficacia ser¨ªan sustituidas por el desarrollo de los talentos productivos de la ciudadan¨ªa socialista.
En Occidente no necesit¨¢bamos circunloquios. Eran pocos los que nos consideraban peligrosos. Algunos que quer¨ªan expiar sus propios pasados nos pintaban como revolucionarios afligidos. Cuando, para nuestra sorpresa y la de nuestros antagonistas, los que defend¨ªan el statu quo occidental como utop¨ªa hecha realidad, estallaron las revueltas de los a?os sesenta, nuestros lectores y estudiantes se re¨ªan de nosotros y dec¨ªan que ¨¦ramos esclavos involuntarios del orden existente. Nos sorprendi¨® mucho la negaci¨®n de nuestra triste profec¨ªa, el hecho de que la obediencia comprada y la diversi¨®n hedon¨ªstica (panem et circenses) hab¨ªan vuelto muy improbables la discordancia moral y la disidencia pol¨ªtica.
Aspir¨¢bamos a una ciudadan¨ªa capaz de gobernarse a s¨ª misma, incluso en la econom¨ªa. Una fuerza laboral cada vez m¨¢s educada se reconocer¨ªa en nuestros textos. Quer¨ªamos acelerar el ritmo de la historia prestando nuestro talento a los partidos socialdem¨®cratas y cristianos. Al fin y al cabo, nos consider¨¢bamos los representantes de sus electorados en la educaci¨®n, la administraci¨®n, las profesiones liberales y la ciencia. Cre¨ªamos que, con su apoyo, acabar¨ªamos desempe?ando un papel en el gobierno de la sociedad. Cont¨¢bamos con la atenci¨®n de banqueros y empresarios, pol¨ªticos y editores, incluso sindicalistas que en otros temas eran esc¨¦pticos. En Estados Unidos (EE UU) nos enviaban a oficiales del Ej¨¦rcito a estudiar con nosotros (los conservadores llegaron a quejarse de que Harvard y Princeton hab¨ªan ablandado a toda una generaci¨®n de generales).
Cre¨ªamos que al final desempe?ar¨ªamos un papel en el gobierno de la sociedad
Est¨¢bamos equivocados. Los electores, en general, quer¨ªan justicia, un m¨ªnimo de respeto y una parte respetable de la renta nacional. Pero su entusiasmo por el deporte y las vacaciones era mucho m¨¢s acentuado que su inter¨¦s por ayudar a tomar decisiones en la econom¨ªa. En ocasiones se manifestaban o hac¨ªan huelgas, no por una nueva sociedad, sino para obtener m¨¢s recompensas en esta. Nuestra cr¨ªtica metahist¨®rica de la existencia contempor¨¢nea no les conmov¨ªa. Las clases dirigentes que nos trataban con tanta benevolencia pensaban que estaban haciendo gala de la magnanimidad de los poderosos. No sent¨ªan que estuvieran compartiendo ese poder con nosotros.
Dos grandes acontecimientos demostraron que hab¨ªamos hecho mal al interpretar una mejor¨ªa temporal de nuestra suerte como una gran transformaci¨®n hist¨®rica. El primero fue el renacimiento del capitalismo descontrolado. El segundo fue el fracaso de la Tercera V¨ªa. A la disminuci¨®n de la parte de la renta nacional que iba a parar a manos de los trabajadores y la deconstrucci¨®n del Estado de bienestar sucedi¨® la crisis que se supon¨ªa que el nuevo capitalismo hab¨ªa hecho imposible. Los dem¨®cratas estadounidenses y un gran sector de la socialdemocracia europea se convirtieron a la idea de los beneficios como principal instrumento de crecimiento econ¨®mico y de inmediato experimentaron la depresi¨®n y la destrucci¨®n social. El hecho de que los economistas que estaban en primera fila cuando surgi¨® el desastre (Greenspan, los economistas de Chicago como Lucas, que negaban la posibilidad de que la intervenci¨®n del Gobierno pudiera servir de algo) hayan pronunciado pocas o ninguna disculpa es comprensible. Lo que propon¨ªamos era un mosaico de marxismo y socialdemocracia, keynesianismo y teor¨ªa de la elecci¨®n p¨²blica. No tenemos explicaciones generales de por qu¨¦ quedamos desbancados ni tampoco una alternativa.
En EE UU y Europa, los ciudadanos quieren empleo, ingresos y seguridad. Desde la guerra han votado siempre por los partidos que les daban esas cosas, y nunca pidieron democracia econ¨®mica. La pol¨ªtica actual es un remedo del consumismo. La participaci¨®n electoral ha disminuido a medida que se ha intensificado la crisis. Los debates te¨®ricos sobre intereses, representaci¨®n e ideolog¨ªa se han convertido en algo remoto, como de especialistas en lenguas cl¨¢sicas discutiendo sobre papiros. Nuestra hip¨®tesis, que las ciudadan¨ªas occidentales eran irreversiblemente democr¨¢ticas, estaba equivocada.
Tambi¨¦n nos equivocamos sobre la amenaza que supon¨ªan para las econom¨ªas de Occidente los bajos salarios en Asia. El fracaso sovi¨¦tico nos hizo pensar que las econom¨ªas dirigidas no pod¨ªan funcionar. La alianza china de capitalismo y partido ¨²nico nos sorprendi¨®. Sab¨ªamos que hab¨ªa otras culturas longevas y extraordinarias, pero ignoramos que hab¨ªa varios caminos hacia el desarrollo econ¨®mico. La secularizaci¨®n de nuestras sociedades dej¨® hueco para las religiones privatizadas o sustitutas y a brotes reaccionarios de nacionalismo.
Los electores quer¨ªan justicia, un m¨ªnimo de respeto y una parte de la renta nacional
El debate occidental sobre los pa¨ªses isl¨¢micos combina una gran ignorancia hist¨®rica con nuestros prejuicios. Los recuerdos esquem¨¢ticos de la Reforma y el Renacimiento, la revoluci¨®n cient¨ªfica y las revoluciones democr¨¢ticas no son ¨²tiles. El presidente de Egipto, un ingeniero educado en EE UU, volvi¨® a su pa¨ªs con muy mala impresi¨®n de nuestra cultura. Gandhi, al preguntarle por la civilizaci¨®n de Occidente, respondi¨® que ser¨ªa una idea muy buena.
Est¨¢bamos convencidos de que era inevitable la desintegraci¨®n del etnocentrismo y el absolutismo religioso, pero nuestro propio proyecto de modernizaci¨®n estaba incompleto. Cre¨ªmos demasiado en la durabilidad de la s¨ªntesis de posguerra, que estaba en deuda con la repugnancia ante los horrores del fascismo, los costes de la guerra y las privaciones de la Gran Depresi¨®n. Despu¨¦s de 1989 llegaron los conflictos de los Balcanes, los sucesivos desastres en ?frica (Ruanda, Nigeria, la dictadura militar en Argelia), las guerras de Irak. Los atentados llevados a cabo por los fan¨¢ticos musulmanes procedentes de Arabia Saud¨ª (un Estado supuestamente amigo) obtuvieron lo que pretend¨ªan: EE UU est¨¢ en guerra con el islam y ha arrastrado a ella a Europa. EE UU y Europa discuten sobre sus respectivos modelos sociales, pero ni nuestros ciudadanos ni el resto del mundo est¨¢n satisfechos con ninguno de los dos.
Nos hemos convertido en t¨¦cnicos de reparaciones que corren cuando se rompen los diques para tapar las fugas. No se ve por ning¨²n lado que se produzca una alianza del conocimiento t¨¦cnico y cient¨ªfico con las nuevas instituciones para resolver la crisis ambiental. Nos burl¨¢bamos de los Verdes cuando eran m¨¢s j¨®venes, y dec¨ªamos que eran aparecidos de la ¨¦poca franciscana; pero, en la historia de la Iglesia, San Francisco permaneci¨® mientras el edificio de la Iglesia de ven¨ªa abajo.
Quiz¨¢s esper¨¢bamos demasiado de los seres humanos en un periodo en el que unos cambios desconcertantes estaban destruyendo certidumbres y aumentando los miedos. Dos mil quinientos a?os despu¨¦s de los griegos y el doble desde las escrituras que inspiraron el Antiguo y el Nuevo Testamento, Buda y los textos hind¨²es, pensamos que los hombres y las mujeres pod¨ªan renunciar a mitos fatalistas y parecerse a los dioses. Acaba de pasar Yom Kippur, la fiesta jud¨ªa de la expiaci¨®n. No hace falta ser jud¨ªo para saber que hay mucho que expiar, que la reconstrucci¨®n social quiz¨¢ exija nuevos yos dentro de cada uno. Nos equivocamos al pensar que el espacio p¨²blico que necesit¨¢bamos ya se hab¨ªa construido o se materializar¨ªa cuando lo necesit¨¢ramos. Para aunar el respeto a la dignidad humana y la sensibilidad ante la fragilidad humana es necesario tener una disciplina asc¨¦tica y cierta forma de inspiraci¨®n, como componentes morales del an¨¢lisis hist¨®rico. Los intelectuales de mi generaci¨®n no dimos suficiente importancia a ese aspecto; tal vez no fuimos peores que el resto de nuestros contempor¨¢neos, pero tampoco mejores ni m¨¢s profundos.
Norman Birnbaum es catedr¨¢tico em¨¦rito de la Universidad de Georgetown.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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