Las vanidades heridas
En la guerra que se desencaden¨® entre la mafia y Mussolini, los dos bandos subestimaron al oponente, lo peor que se puede hacer
No suelo hablar aqu¨ª apenas de libros, as¨ª que hoy va a ser casi una excepci¨®n. No se trata de ninguna novedad: The Honoured Society se public¨® hace cincuenta a?os, en 1964, y la edici¨®n espa?ola (La Honorable Sociedad, Alba) sali¨® en 2009, si no hubo una anterior que desconozco. Es por tanto una obra anticuada en su informaci¨®n, in¨²til para quien quiera estar al d¨ªa y enterarse del estado actual de la Mafia siciliana (The Sicilian Mafia Observed es su subt¨ªtulo). Su autor, Norman Lewis, es y no es uno m¨¢s de los incontables escritores brit¨¢nicos de viajes. Si no lo es, es debido a la agudeza de su pupila, y su Naples ¡¯44 est¨¢ sin duda a la altura de las mayores joyas del g¨¦nero. Pero, anticuado y todo, The Honoured Society est¨¢ lleno de relatos y an¨¦cdotas, de explicaciones y consideraciones que le permiten a uno formarse una idea de c¨®mo fue, en gran parte del siglo XX, un pa¨ªs ensimismado e impermeable a todo lo exterior, sin ning¨²n inter¨¦s por el Estado y deseoso de permanecer aislado con sus propios c¨®digos y su falta de leyes, o m¨¢s bien con el incumplimiento sistem¨¢tico de ¨¦stas; quiero decir de las que reg¨ªan para el resto de Italia.
La ¨¦poca en que m¨¢s padeci¨® la Mafia, en que estuvo m¨¢s perseguida y acorralada, fue la de Mussolini, que la combati¨® ferozmente a trav¨¦s de su prefecto Cesare Mori, y si esa organizaci¨®n volvi¨® a levantar cabeza y hacerse fuerte fue gracias a la victoria de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Que quien m¨¢s hiciese sufrir a una sociedad tan cori¨¢cea fuese un dictador no tiene, bien mirado, nada de particular: todas las dictaduras se construyen como mafias o acaban si¨¦ndolo, luego en el fondo se trataba de la lucha de una contra otra. Y una dictadura, adem¨¢s, no respeta derechos y se salta hasta su propia ¡°legalidad¡±, y act¨²a sin trabas si decide eliminar a una parte de su poblaci¨®n. Mussolini y Mori hicieron detener por las bravas a millares de sospechosos, los mantuvieron encarcelados sin juicio, practicaron la tortura heredada de la Inquisici¨®n: se latigaban los torsos previamente rociados con salmuera, se arrancaban u?as y tiras de piel, se inundaban los est¨®magos con litros de agua salada, se retorc¨ªan y aplastaban genitales.
La ¨¦poca en que m¨¢s padeci¨® la Mafia, en que estuvo m¨¢s acorralada, fue la de Mussolini
Lo m¨¢s curioso y significativo es saber qu¨¦ desat¨® esa furia fascista, y, seg¨²n Lewis, todo fue cuesti¨®n de orgullo herido y de vanidad. Mussolini visit¨® Palermo en 1924, y en medio de su recorrido triunfal por Via Maqueda, se le antoj¨® acercarse a una localidad vecina, Piana dei Greci, famosa por la m¨²sica ex¨®tica y los bailes absurdos que ofrec¨ªan all¨ª sus pobladores, la mayor¨ªa descendientes de albaneses huidos de los turcos. Unos a?os antes hab¨ªan llevado a contemplar el folklore al Rey Vittorio Emanuele. A ¨¦ste lo hab¨ªan aburrido las danzas y lo hab¨ªa irritado la estridencia de la salvaje m¨²sica, as¨ª que fue trasladado confusamente hasta la iglesia ortodoxa del pueblo. Con habilidad se lo separ¨® de su s¨¦quito y se lo acerc¨®, casi a empujones, a la pila bautismal, y, sin poder reaccionar, de pronto se encontr¨® en los brazos con una criatura de la que, en un abrir y cerrar de ojos, se convirti¨® en inesperado padrino. La criatura era un hijo del alcalde mafioso, Don Ciccio Cuccia, al parecer un megal¨®mano de cuidado y aspecto entre mal¨¦volo y batr¨¢cico. En la excursi¨®n del Duce al mismo lugar, ¨¦ste accedi¨® a montarse en el coche de Don Ciccio y a recorrer el trayecto en su compa?¨ªa, pero rodeado de su escolta motorizada. El alcalde le espet¨®: ¡°Perdone, Jefe, pero ?a santo de qu¨¦ tanto poli? No hay de qu¨¦ preocuparse mientras est¨¦ usted conmigo. ?Por aqu¨ª soy yo el que da las ¨®rdenes!¡± Mussolini, prudente, se neg¨® a prescindir de su escolta y Don Ciccio se lo tom¨® como una falta de respeto. No se sabe ni c¨®mo, dio instrucciones de que, cuando el Duce llegara a la plaza y se dispusiera a soltar su habitual soflama en cuantos sitios pisara (siempre con multitudes organizadamente entusiastas), ning¨²n lugare?o de Piana dei Greci acudiera a o¨ªrlo, con la excepci¨®n de una veintena de escogidos: los idiotas del pueblo, los mendigos tullidos o cojos, unos limpiabotas y unos vendedores de loter¨ªa. Y, en efecto, ese fue el p¨²blico con que cont¨® Mussolini para su arenga, mientras Don Ciccio Cuccia, a su lado en el balc¨®n, le tocaba la manga de la chaqueta y le sonre¨ªa con sus fauces ennegrecidas. El individuo estaba tan satisfecho de su venganza que posiblemente ni prest¨® o¨ªdos al discurso de Mussolini ni se fij¨® en c¨®mo a ¨¦ste se le afilaba su mand¨ªbula c¨¦lebre, signo inequ¨ªvoco de su furor. Las palabras que casi nadie escuch¨® en aquella localidad pintoresca se parecieron mucho a las que el Duce pronunci¨® semanas despu¨¦s en el Parlamento Fascista: una declaraci¨®n de guerra contra la Mafia. Para entonces Don Ciccio ya estaba entre rejas, y no a su lado en ning¨²n balc¨®n. No en balde al prefecto Mori, durante la accidentada visita a su feudo, lo hab¨ªa apartado de un empell¨®n y lo hab¨ªa llamado ¡°esbirro¡±.
El comportamiento insolente de un alcalde de tercera hizo comprender a Mussolini hasta qu¨¦ punto los mafiosos se sent¨ªan los amos de su tierra. Pero, sobre todo, se sinti¨® herido en su orgullo, lo mismo que Don Ciccio Cuccia por su negativa a prescindir de su escolta. En la guerra que se desencaden¨®, los dos bandos subestimaron al oponente, lo peor que se puede hacer. Pero esa ya es otra historia, y est¨¢ tambi¨¦n en el admirable libro de Norman Lewis.
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