Donde habite el olvido
Un pu?ado de huesos de Cervantes han conseguido recuperar mi memoria de tumbas y de mis mortuorias mitoman¨ªas
Me gustan los cementerios y las tumbas. Las reales y las imaginarias como las de aquellos poemas de Edgar Lee Masters, sobre tumbas que nunca existieron en el cementerio de Spoon River. En una de ellas se dec¨ªa: ¡°Todo est¨¢ olvidado, salvo por nosotros los recuerdos, / que hemos sido olvidados por el mundo¡±. Para m¨ª no quiero tumbas. Prefiero ser polvo, m¨¢s polvo enamorado.
Con este reciente renacimiento de la movida mortuoria madrile?a hemos regresado a los titulares medi¨¢ticos universales ¨C ahora llamados trending topic¨C. Un pu?ado de huesos de Cervantes han conseguido recuperar mi memoria de tumbas y de mis mortuorias mitoman¨ªas. Desde aquella primera visita al cementerio parisiense P¨¨re Lachaise, haciendo turismo entre Proust, Wilde y Morrison ¨Cobligado rito de paso del tiempo de los porros¨C, hasta la cercana tumba en Lisboa de Saramago. En plena ciudad vieja. Cerca del r¨ªo, bajo un olivo.
Se me cruzan las tumbas. La del poeta irland¨¦s Yeats de un verano lluvioso en Sligo y con aquella frase en su sobria l¨¢pida: ¡°Contempla con frialdad la vida y la muerte. ?Jinete, sigue sin detenerte!¡±. Cosas de poetas. Como la de otro poeta, Robert Graves, el ingl¨¦s que eligi¨® Dei¨¤ para vivir, escribir y morir. Su apellido es tumba. Una de las m¨¢s hermosas que recuerdo. Humilde cemento bajo el sol mediterr¨¢neo, con viento de la tramontana y su nombre r¨²sticamente escrito con una rama. Con sus fechas y su oficio: poeta. Desnudamente sobria como la de Machado en Collioure. Triste, pobre y emocionante; siempre con flores, con cartas dejadas en un buz¨®n que nunca podr¨¢ leer aquel hombre bueno que muri¨® recordando los d¨ªas azules de la infancia.
La primera vez que visit¨¦ su tumba hab¨ªa una cruz de madera sobre ella. Hace unas semanas volv¨ª. Jane Bowles, su tumba, ya estaban en otro luga m¨¢s digno
Sin recuerdos, perdida en su memoria nebulosa, muri¨® en M¨¢laga, sola y pobre, Jane Bowles. La primera vez que visit¨¦ su tumba hab¨ªa una cruz de madera sobre ella. Hace unas semanas, en compa?¨ªa del escritor Alfredo Taj¨¢n, volv¨ª al rom¨¢ntico cementerio de San Miguel. Jane, su tumba, ya estaban en otro lugar menos escondido, m¨¢s digno y con m¨¢rmol negro. Dejamos una gardenia recordando aquel poema de Cernuda cuando deposit¨® unas violetas en la de Larra: ¡°Quien habla ya a los muertos, mudo le hallan los que viven¡±.
El maestro Cees Nooteboom se preguntaba: ¡°?Por qu¨¦ visitamos la tumba de alguien a quien no hemos conocido en absoluto?¡±. Porque nos siguen diciendo algo, nos siguen hablando. Como sigue hablando Walter Benjamin desde el cementerio de Portbou. Desde esa colina que tambi¨¦n mira al mar, al lado del pueblo fronterizo donde decidi¨® no soportar m¨¢s la historia cruel de su siglo, rendirse, con la ayuda de una sobredosis de morfina en una pensi¨®n cualquiera de un lugar donde nadie le conoc¨ªa. Sus restos estuvieron en fosa com¨²n. No es seguro, ni nos importa, que sean verdaderos los que descansan bajo esa roca en la que se reproduce una frase suya: ¡°No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie¡±.
Sean o no sus huesos, emociona pensar que por all¨ª hay algo de Benjamin. Lo mismo que tampoco nos importaba si los verdaderos huesos de Cervantes segu¨ªan en alg¨²n lugar del convento de las Trinitarias, un espacio conmovedor al margen de movidas. Conmoci¨®n que una vez sinti¨® Marguerite Yourcenar al visitar la viva memoria sin tumba de Lorca en el barranco de V¨ªznar. All¨ª segu¨ªa, muerto sin sepultura, en alg¨²n lugar bajo aquella tierra donde un d¨ªa de niebla y silencio nos emocionamos sin necesidad de mausoleo.
Por una vez, no estoy seguro que tenga raz¨®n Lichtenberg: ¡°Una tumba es siempre la mejor fortificaci¨®n contra las tormentas del destino¡±. Sigo sin querer tumba, aunque nunca escupir¨¦ sobre las vuestras. Seguir¨¦ de visitante.
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