Una muerte
Siempre lo tuve por un esp¨ªritu familiar, como si fuera el Fernando Savater del norte. O sea, de m¨¢s al norte
El repentino silencio de una voz a la que estabas habituado y escuchabas con simpat¨ªa produce una sensaci¨®n de impotencia como la que te asalta si una ma?ana constatas que alguien ha talado el gran fresno al que saludabas todos los d¨ªas. Quiz¨¢s consigas que el arboricida acabe en la c¨¢rcel, pero eso no te devolver¨¢ el ¨¢rbol. As¨ª me sent¨ª el otro d¨ªa al conocer la muerte de Andr¨¦ Glucksmann. Su voz me ha acompa?ado toda la vida, desde 1968, cuando ¨¦ramos mao¨ªstas (que ya son ganas de ser algo), hasta su ef¨ªmera colaboraci¨®n con Sarkozy.
Con Glucksmann lo de menos era estar de acuerdo con sus ideas o no, lo admirable era el luchador, un hombre capaz de enfrentarse a los comunistas cuando era comunista, a los socialistas cuando era socialista y a la derecha cuando por puro hartazgo de la majader¨ªa izquierdista acab¨® colaborando con el adversario. Lo que atra¨ªa de Glucksmann era su coraje, la indiferencia con que encajaba los peores insultos, la evidente soberan¨ªa de su conciencia frente a la de los bur¨®cratas, los par¨¢sitos del aparato, los trepadores de la prensa, los mercenarios de la idea, los gregarios, los mercaderes del odio.
Y otra virtud que por desdicha cada d¨ªa es m¨¢s dif¨ªcil de defender, Glucksmann era un escritor que pertenec¨ªa a la gran familia cl¨¢sica francesa, un lector cuidadoso de Racine y Pascal, un cr¨ªtico capaz de comprender la nobleza de una prosa como la de C¨¦line sin ignorar sus desvar¨ªos pol¨ªticos. No en vano hab¨ªa sido ayudante, durante su ¨¦poca universitaria, de Raymond Aron, uno de los prosistas m¨¢s apol¨ªneos del ensayo franc¨¦s contempor¨¢neo. Siempre lo tuve por un esp¨ªritu familiar, como si fuera el Fernando Savater del norte. O sea, de m¨¢s al norte.
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