M¨¢rgenes de Lisboa
Tranv¨ªas o caminatas o viajes en metro lo alejan a uno del coraz¨®n de Lisboa y de la sobreabundancia del turismo. No son grandes distancias, pero al final de cada una de ellas parece que se ha llegado a otra Lisboa m¨¢s rara, m¨¢s rec¨®ndita, m¨¢s espaciosa de perspectivas repentinas. En las calles de la Baixa es un dolor ver tantos almacenes y negocios antiguos convertidos ahora en tiendas de souvenirs fabricados en masa en qui¨¦n sabe qu¨¦ pol¨ªgonos industriales de China o de Indonesia o Vietnam. En cada regreso uno visita con inquietud sus lugares predilectos para asegurarse de que siguen all¨ª. El turismo masivo y barato se cobra un alto precio a cambio de los beneficios que da a las ciudades. Pero tambi¨¦n tiene la ventaja de su concentraci¨®n casi exclusiva en unos cuantos lugares. M¨¢s all¨¢ de ello, aunque no mucho m¨¢s all¨¢ en una ciudad como Lisboa, hay otros mundos en los que es un regalo perderse, o encontrar lo que se iba buscando y descubrir que la realidad es m¨¢s atractiva que las fotograf¨ªas, m¨¢s terrenal siempre, m¨¢s imperfecta, con lo gastado y con lo preservado de la vida com¨²n, de lo que el tiempo hace a las ciudades ¨C m¨¢s todav¨ªa el tiempo de ciudades con muchos siglos y muy cercanas al mar, o a esa gran antesala atl¨¢ntica que es la desembocadura del Tajo¨C.
Caminando cuesta arriba desde el Chiado se llega pronto a la plaza del Pr¨ªncipe Real, en la que, a pesar de su nombre, hay una hermosa estatua conmemorativa de la Rep¨²blica portuguesa. Portugal es una rep¨²blica desde hace m¨¢s de un siglo, pero sus ciudades est¨¢n llenas de plazas y monumentos con nombres mon¨¢rquicos. En la plaza del Pr¨ªncipe Real los ¨¢rboles son mucho m¨¢s solemnes que las estatuas, y despu¨¦s de la agitaci¨®n del Chiado la atm¨®sfera es la de un parque antiguo en una capital de provincias. Muy cerca de ella est¨¢ el Jard¨ªn Bot¨¢nico, donde la sensaci¨®n de retiro provincial se convierte en asombro por las amplitudes del mundo, lo cual es muy frecuente en Lisboa. En el Bot¨¢nico hay ¨¢rboles gigantes de ?frica y Am¨¦rica, y espesuras de bamb¨² que vibran como bosques cuando las agita un viento suave, o cuando cae algo de lluvia. En un banco de la plaza del Pr¨ªncipe Real uno puede sentarse a leer un libro o a tomar el sol o el fresco de la ma?ana, como si no se hubiera alejado mucho de uno de esos lugares cercanos en los que se arraiga nuestra vida gracias a la memoria infantil. Pero en el Jard¨ªn Bot¨¢nico somos de pronto exploradores de selvas tropicales y australes, aventureros eruditos como los naturalistas herederos de Humboldt. Una ma?ana yo me encontraba en el Jard¨ªn Bot¨¢nico y empez¨® a llover muy suavemente. De pronto no parec¨ªa que hubiera m¨¢s visitante que yo. Los rumores y las sirenas de la ciudad se hab¨ªan amortiguado. Era como encontrarse en el bosque de un cuento o de una novela de Julio Verne, con la ventaja de que a la distancia de unos pocos minutos podr¨ªa confortarme con un caf¨¦ y un pastel en alguna confiter¨ªa de la Rua Dom Pedro V.
El Campo de Ourique (en la primera foto) y la plaza del Pr¨ªncipe Real (en la segunda). / J. P. MARNOTO y D. SCHWELLE
Algunos de los azulejos m¨¢s bellos y m¨¢s modernos de Lisboa se pueden ver en las estaciones de metro. El metro es la mejor manera de llegar a la Fundaci¨®n Gulbenkian. No conozco un museo que tenga una arquitectura y un jard¨ªn tan admirables, tan perfectamente dise?ados para alentar el disfrute simult¨¢neo del arte y de la naturaleza. A veces, desde el jard¨ªn, a trav¨¦s de una gran ventana, se pueden ver muy bien algunas de las obras expuestas. Y en el interior esos mismos ventanales, a veces velados por cortinas de liviandad japonesa, hacen que la mirada discurra desde un cuadro hasta la visi¨®n de unos ¨¢rboles en el jard¨ªn, logrando efectos de inesperada belleza accidental: el sol proyecta unos tallos de bamb¨² o unas ramas de cerezo de pino en la cortina lisa, convirti¨¦ndola en un dibujo japon¨¦s pasajero y exacto. En la arquitectura del edificio, que es de los a?os sesenta, hay una mezcla de modernidad occidental de hormig¨®n armado y de ligereza de pabell¨®n japon¨¦s.
Lo que m¨¢s gusta de llegar a un sitio es que el trayecto en s¨ª mismo sea memorable. El tranv¨ªa n¨²mero 28 puede circular lleno de turistas en la temporada alta, pero los dos barrios que une son reductos de una sabrosa Lisboa popular. En un extremo, el Campo de Ourique, justo al lado de ese cementerio en el que muchas tumbas tienen una cancela acristalada, con una cortina echada a medias que parece una invitaci¨®n, no se sabe si a la resurrecci¨®n o a la muerte. El Campo de Ourique es un barrio dise?ado y construido en los a?os cincuenta, con calles y plazas regulares y edificios de pisos de un racionalismo algo ajado, pero muy atractivo, una modernidad autoritaria a la italiana. Pero la fuerza de la vida diaria borra cualquier sospecha de artificialidad, y el mercado del barrio es uno de los m¨¢s gozosos de visitar de Lisboa.
En el Campo de Ourique se pueden encontrar igual excelentes hortalizas y pescados que tiendas de anticuarios, casi siempre muy bien nutridas y a precios razonables. Si en Lisboa hay tantos tesoros que se mantienen escondidos tras una fachada modesta, en el Campo de Ourique est¨¢ el mejor restaurante con la apariencia menos llamativa que conozco. Es un sitio peque?o, con una barra como de cafeter¨ªa americana de hace 60 a?os, con un comedor m¨ªnimo, en el que suelen comer personas mayores del barrio que se saludan entre s¨ª. Se llama O Bitoque, versi¨®n de la misma palabra inglesa de la que procede nuestro bistec. La especialidad es un bistec de ternera a la plancha con un huevo encima. Pero tambi¨¦n puede tomarse un prodigioso arroz de pulpo. Despu¨¦s de comer uno se da un paseo por las calles arboladas del barrio y toma de nuevo el tranv¨ªa 28 hasta la ¨²ltima parada en la otra direcci¨®n, que est¨¢ en el Largo da Gra?a.
Fernando Pessoa dice que al bajarse de un tranv¨ªa siente el mareo de haber viajado de una vida a otra en los minutos del trayecto. Del Campo de Ourique al Largo da Gra?a se extienden las subidas y bajadas de la topograf¨ªa de Lisboa, las visiones de lejan¨ªas mar¨ªtimas y la de interiores de casas junto a las que el tranv¨ªa pasa tan cerca que se pueden rozar los geranios de las ventanas, la horizontalidad neocl¨¢sica de la Baixa y los callejones en cuesta que conservan las sinuosidades de la ciudad musulmana. Si el Campo de Ourique es un ejemplo de planificaci¨®n urbana mejorada por los azares y el desorden de la vida popular, el Largo da Gra?a se parece a esas plazas alargadas e irregulares del Albaic¨ªn en Granada. En lugares as¨ª, hacia el final de la ma?ana, por ejemplo, en un d¨ªa soleado, cuando se acerca la hora de las cervezas y la comida, uno comprende que la felicidad puede ser un don accesible. Hay bulla en las tiendas, en las fruter¨ªas, en las pasteler¨ªas. Ninguno de los edificios de la plaza es en s¨ª mismo memorable, y algunos est¨¢n cochambrosos y hasta abandonados, pero el efecto de conjunto es de una armon¨ªa improvisada y flexible. Muy cerca est¨¢ el mirador magn¨ªfico de la iglesia de Gra?a, y todav¨ªa m¨¢s arriba el de Senhora do Monte. M¨¢s alto ya solo est¨¢n las nubes. Caminando por all¨ª se encuentran rec¨®nditas colonias de casas para trabajadores construidas hacia finales del XIX: Vila Berta, A Estrela D¡¯Ouro. Ir por esas calles es como adentrarse en la intimidad del patio de una casa.
Despu¨¦s uno se toma una cerveza y unas raciones en una casa de comidas que se llama O Satelite, y que tiene en la pared del comedor, ilustrando su nombre, un mural de azulejos con una nave espacial y un astronauta que se pasea por la Luna; o tambi¨¦n al otro lado de la plaza, en un sitio algo m¨¢s formal, pero igualmente libre de pretensiones, O Piteu. Despu¨¦s, si es s¨¢bado, uno puede comprarse la magn¨ªfica edici¨®n semanal del Expreso?y seguir paseando, llevando el peri¨®dico anticuadamente bajo el brazo. Desde la embocadura de la Rua da Voz do Oper¨¢rio se ve resplandecer el r¨ªo como si estuviera muy cerca. Con el buen tiempo a uno puede apetecerle pasar unos minutos o unas horas curioseando por el Rastro de Lapa, o irse a leer y a mirar la ciudad desde el mirador de Gra?a, donde hay un busto de la poeta Sophia de Mello y un mural de azulejos con su poema dedicado a Lisboa. Los versos se disfrutan m¨¢s ley¨¦ndolos en voz baja. Da la sensaci¨®n de que la tarde soleada y azul durar¨¢ todav¨ªa muchas horas. No cabe pedirle mucho m¨¢s a la vida.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.