Botsuana, la flor del baobab
En ?frica espera siempre lo inesperado¡±, sentenci¨® mi vecino de avi¨®n, un ingl¨¦s gordo, de rostro enrojecido y sudoroso, que parec¨ªa escapado de una novela de Graham Greene. Rondaba los 60, vest¨ªa una chaqueta con muchos bolsillos y se bebi¨® unas cuantas cervezas antes de que aterriz¨¢ramos en Gaborone. Cuando le dije que yo viajaba a Botsuana para atravesar el Kalahari y contemplar algunos de los baobabs m¨¢s bellos de ?frica, esboz¨® una sonrisa esc¨¦ptica y me dijo que alg¨²n d¨ªa descubrir¨ªa que lo m¨¢s importante en ?frica es encontrar un bar en el que la cerveza est¨¦ realmente fr¨ªa.
Confieso que fue un golpe para alguien que considera a ?frica un continente en el que la aventura todav¨ªa es posible, pero qu¨¦ le vamos a hacer: Graham Greene sab¨ªa de lo que escrib¨ªa y ?frica est¨¢ llena de ingleses desenga?ados.
De todos modos, no tard¨¦ en olvidar al ingl¨¦s gordo. En cuanto aterrizamos en Gaborone, subimos con mi amigo Andoni a un 4¡Á4 alquilado y partimos raudos hacia el desierto. Ambos compart¨ªamos la pasi¨®n por ?frica y en aquel momento no pens¨¢bamos en nada m¨¢s que no fuera ir en busca de los baobabs m¨¢s espectaculares del continente. ?bamos bien equipados, con un GPS y un mapa, que para nosotros era casi un tesoro, que indicaba la situaci¨®n exacta de aquellos ¨¢rboles.
Nos detuvimos lo justo para cargar el coche con agua y alimentos para varios d¨ªas y, mientras circulamos por la carretera que llevaba al norte, no hubo ning¨²n problema. Todo cambi¨®, sin embargo, en cuanto llegamos a las Makgadikgadi Pans. En aquellas inmensas llanuras blancas, invadidas de soledad, sal y espejismos, los sentidos nos empezaron a enga?ar y acabamos tan desorientados que ni siquiera el GPS parec¨ªa saber d¨®nde estaba el norte.
En ?frica, sin embargo, los grandes problemas suelen tener f¨¢cil soluci¨®n. Cuando m¨¢s perdidos est¨¢bamos, apareci¨® de la nada un pastor con unas pocas cabras que, tomando como referencia el sol, nos indic¨® con gestos la direcci¨®n correcta para ir a la isla de Kubu, nuestro primer destino en Botsuana.
Durante un par de horas avanzamos por aquel paisaje ah¨ªto de blanco, hasta que, al atardecer, se destac¨® en el horizonte un bulto negruzco que acab¨® por concretarse como la anhelada isla de Kubu. Una vez all¨ª, montamos la tienda junto a un gran baobab de ramas torturadas, encendimos una hoguera y, ca¨ªda ya la noche, nos pusimos a explorar aquella peque?a isla que era como una aparici¨®n en el desierto.
Lo que vimos no nos decepcion¨®. En absoluto. Hab¨ªa m¨¢s de 60 baobabs en la isla. Crec¨ªan entre las rocas con todas las formas y tama?os imaginables, separados por un extra?o muro de piedras que remit¨ªa a una civilizaci¨®n olvidada. El mismo nombre de Kubu es un misterio, ya que significa hipop¨®tamos, pero ?c¨®mo pod¨ªa haber hipop¨®tamos en aquella isla rodeada de nada?
Nos parec¨ªa que est¨¢bamos en el epicentro de la soledad, pero en ?frica tambi¨¦n la soledad es relativa. Mientras prepar¨¢bamos la cena, apareci¨® un hombre pedaleando con toda la parsimonia del mundo en una bicicleta oxidada. Cuando se detuvo a nuestro lado, se present¨® como ¡°la oficina m¨®vil¡±. ¡°Esta isla pertenece al Gobierno y ten¨¦is que pagar por acampar aqu¨ª¡±, a?adi¨® en plan funcionario ejemplar.
La flor del baobab,?dif¨ªcil de ver porque solo vive 24 horas, y un 'ground hornbill', especie de ave end¨¦mica del sur y este del continente africano.
Sin salir de nuestro asombro, le abonamos la peque?a cantidad que nos ped¨ªa y nos extendi¨® a cambio un recibo. Despu¨¦s coment¨® que a finales de noviembre, cuando llegaban las lluvias, las pans?se llenaban de agua y de vida durante unas pocas semanas, antes de volver a convertirse en el paisaje desolado que ahora ve¨ªamos. No, no hab¨ªa hipop¨®tamos desde hac¨ªa siglos, pero la laguna se llenaba de flamencos.
Cuando se fue, nos fijamos en la mir¨ªada de estrellas que hab¨ªa en el cielo y en las figuras monstruosas que dibujaban las sombras alargadas de los baobabs. Era una visi¨®n c¨®smica, hipnotizante. No pod¨ªa haber un lugar m¨¢s alejado de la civilizaci¨®n y tan enraizado a la tierra.
El baobab de Green y los baobabs de Baines fueron nuestros siguientes objetivos. Ambos llevaban nombres de exploradores brit¨¢nicos del siglo XIX, cuando la Real Sociedad Geogr¨¢fica se empe?¨® en trazar el mapa del interior de ?frica. Eran aquellos tiempos sobre los que escribi¨® Graham ?Greene: ¡°?frica ser¨¢ siempre la de la ¨¦poca de los mapas de la era victoriana, el inexplorado continente vac¨ªo con forma de coraz¨®n humano¡±.
Joseph Green, que grab¨® sus iniciales en el baobab que lleva su nombre, fue uno de aquellos exploradores, como tambi¨¦n lo fue Thomas Baines, que da identidad a un conjunto de poderosos ¨¢rboles de esta especie que forman un c¨ªrculo m¨¢gico junto a un lago salado. Baines lleg¨® a participar en una de las expediciones del m¨ªtico Doctor Livingstone, pero no alcanz¨® la fama por sus haza?as, sino por la acuarela que pint¨® de aquellos baobabs en 1862.
¡°Aqu¨ª todo parece fr¨ªo y duro¡±, escribi¨® Baines en su diario. ¡°Hay momentos en que el lago salado parece de hielo y otros en que se transforma en un mar fangoso, sin los espejismos que ayer simulaban de un modo tan perfecto paisajes de agua entre islas lejanas y tentaban a nuestros perros sedientos¡±.
Es sabido que del baobab se aprovecha todo: las hojas para hacer infusiones, el polvo del interior de los frutos para dar sabor a la leche y la corteza para construir canoas. Yo mismo hab¨ªa podido verlo en distintos poblados de ?frica, donde suelen contar leyendas, como la que apunta que este ¨¢rbol tiene su extra?a forma porque Dios, enojado, lo lanz¨® sobre la parte m¨¢s inh¨®spita de ?frica cuando este se quej¨® de que no ten¨ªa suficiente agua. El pobre ¨¢rbol aterriz¨® al rev¨¦s, lo que explica que sus ramas parezcan ra¨ªces.
Nuestro viaje por Botsuana transcurri¨® sin m¨¢s problemas que alg¨²n pinchazo inoportuno. Los ¨¢rboles que hab¨ªamos visto eran bell¨ªsimos, pero a¨²n faltaba algo: tanto Andoni como yo suspir¨¢bamos por ver la flor del baobab. Nos hab¨ªan advertido que no ser¨ªa f¨¢cil, puesto que solo vive 24 horas, pero aun as¨ª alberg¨¢bamos la esperanza de verla. En esto est¨¢bamos pensando cuando acampamos bajo el baobab de Chapman, el m¨¢s grande de cuantos hab¨ªamos visto, digno y solitario en pleno desierto, con una sombra generosa. Deb¨ªa de medir unos 25 metros de di¨¢metro y su tronco parec¨ªa un muro. No es sorprendente que los exploradores de anta?o, entre ellos Livingstone, lo utilizaran como referencia en sus mapas, ya que pod¨ªa verse desde muy lejos.
Al d¨ªa siguiente, cuando nos levantamos con la salida del sol, nos encontramos con algo del todo inesperado: ?el baobab estaba lleno de flores! Eran grandes y blancas, preciosas, y un ej¨¦rcito de abejas se dispon¨ªa a polinizarlas.
Nos pusimos a gritar alborozados, saltando y bailando alrededor del baobab y felicit¨¢ndonos por nuestra buena estrella. Cuando nos calmamos, Andoni fue a buscar sus c¨¢maras para fotografiar las flores. Fue entonces cuando record¨¦ la frase del ingl¨¦s del avi¨®n: ¡°En ?frica espera siempre lo inesperado¡±. En este caso, el hombre hab¨ªa dado en el clavo. L¨¢stima que no hubiera cerca ning¨²n bar para celebrarlo con una cerveza muy fr¨ªa.
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