Bocados m¨¢gicos
A simple vista, las papas que me muestra Amparo no tienen nada que exija atenci¨®n. La piel arrugada y la media docena de tallos largos como dedos que brotan de ellas delatan su naturaleza de tub¨¦rculos viejos. Las acaba de sacar de la parte m¨¢s oscura del almac¨¦n, donde descansan cubiertas de paja desde la cosecha, hace ya nueve meses, y son parte de las reservas que la familia Fern¨¢ndez guarda para comer a lo largo del a?o. De vuelta al hogar donde cocina, a la puerta de su caba?a, Amparo va retirando los tallos uno a uno, las pasa a una cazuela de barro con apenas un dedo de agua y las cuece despacio, hasta que el agua se agota y la cazuela se seca. Toma una entre sus manos, pasa el dedo gordo sobre la piel, oblig¨¢ndola a retirarse y me la tiende. Es amarilla, alargada, irregular y la carne parece estar a punto de desmoronarse. Nada anuncia lo que se te viene encima. El primer trozo de papa inunda la boca con una sensaci¨®n m¨¢gica, dulce, delicada y envolvente. Las emociones se disparan y no puedes dejar de comer, despacio, con los ojos fijos en esa papa extra?a que se acaba de convertir en un cofre misterioso repleto de certezas.
Esta papa es uno de esos amores a primera vista que convulsionan el alma y te iluminan los ojos. Suelen ser bocados peque?os, tan grandes o tan humildes como se quiera ver, pero siempre hacen la distinci¨®n.
Esa diferencia puede estar, sin ir m¨¢s lejos, en los zarcillos de una vi?a cortados cuando apenas han empezado a retorcerse, y comidos con pan de hogaza en medio de una ma?ana de faenas en el vi?edo castellano. O en la carne dulce y extraordinariamente perfumada del picoroco chileno, no s¨¦ bien si un simple marisco que se oculta en una piedra o una piedra tan enamorada de un crust¨¢ceo que acaba travisti¨¦ndose en ¨¦l. Tambi¨¦n est¨¢ en el patac¨®n del Mishaja, un comedor popular en la carretera que lleva de San Ram¨®n a Satipo, en la selva central peruana. Un simple pl¨¢tano puede hacerte so?ar, incluso antes de llegar a la boca. La diferencia est¨¢, imposible negarlo, en algo tan cotidiano en todos los extremos de la selva amaz¨®nica como el agua sacada del coraz¨®n de un coco conservado en fr¨ªo y reci¨¦n abierto. Tan grande, tan excitante y tan sincero como, por ejemplo, el mejor agua de tomate.
Las selvas americanas proporcionan sorpresas culinarias descomunales y demasiado abundantes para contarlas todas. Empezando por las 1.000 formas que toma la humilde yuca y su capacidad para adoptar un papel estelar en la alta cocina. Tal vez con el pan de casabe o con la yuca brava, un condimento enigm¨¢tico ¡ªnacido de una variedad de yuca que necesita fermentar para ser comestible¡ª y restallante que se muestra con muchos nombres y otros tantos matices en toda la regi¨®n. O con la bod¨¢, el brote de una palmera que llega a ciertas mesas paname?as desde la selva del Dari¨¦n, en el l¨ªmite con Colombia.
El lujo, se lo aseguro, est¨¢ ah¨ª y en muchos otros productos que tanta gente desprecia por humildes y provocan en m¨ª algunas de las emociones m¨¢s intensas que recuerdo. Uno es la tortuga criada y cocinada por Santiago Alves en su chacra cercana a Iquitos (Per¨²). Otro bien podr¨ªa ser un embutido tan extra?o como el castac¨¢n que convirti¨® en inolvidable la ma?ana en que la se?ora Telma me lo dio a comer ante su puesto del Mercado Central de M¨¦rida, en Yucat¨¢n (M¨¦xico).
Todos son bocados m¨¢gicos que convierten algunas de mis comidas en fiestas imposibles de olvidar. Tambi¨¦n muestran la forma en que entiendo el lujo. El placer toma caminos a menudo extra?os en el camino hacia la mesa. Unas veces lo trae el descubrimiento o la sorpresa y otras asoma con la certeza del precio marcado en la etiqueta. El lujo aplicado a la cocina acostumbra a ser m¨¢s una exhibici¨®n imp¨²dica de poder que una experiencia ¨ªntima y personal. Estos productos ofrecen algunos de los bocados m¨¢s exclusivos que he probado nunca. El lujo es m¨¢s bien la fortuna de una oportunidad diferente y ¨²nica.
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