Mi querido arquetipo
ES CIERTO que todo el que recuerda se equivoca de alg¨²n modo, pero hay tramos dudosos del pasado que acaban convirti¨¦ndose con los a?os en precisas fijaciones mentales. Su perseverancia en la memoria concierne obviamente a la intensidad de la experiencia vivida. Y ah¨ª aparece siempre usted, con sus ojos claros asomando por encima de las gafas, su blanquecino pelo mal peinado, su bondad, su cigarro, su decencia. Yo no hab¨ªa cumplido 20 a?os y usted deb¨ªa de andar por los 60, de modo que para m¨ª su figura se confund¨ªa con la de un anciano menoscabado por las inclemencias de la vida
En aquellos a?os virulentos de la inmediata posguerra, cuando a¨²n viv¨ªa yo en mi rinc¨®n nativo, usted era una especie de arquetipo del perdedor, aunque yo no alcanzara entonces a discernir nada de eso. Despojado de su c¨¢tedra de instituto, acosado por los fan¨¢ticos que criminalizaban su homosexualidad, difamado por infames, usted sobreviv¨ªa recluido en la que fue casa solariega y acab¨® en vivienda desvencijada. Toda la planta de arriba estaba invadida de libros; calculo que unos 20.000 libros amontonados por todas partes. Una biblioteca formada durante muchos a?os de amorosas b¨²squedas y salvada de la quema prescrita por los b¨¢rbaros de turno.
La primera vez que estuve en esa biblioteca fue con mi padre. Usted y mi padre hab¨ªan militado en el Partido Republicano Reformista, el mismo en el que se inici¨® pol¨ªticamente Aza?a, y de ah¨ª surgi¨® una amistad que se acrecent¨®, creo, durante los consecutivos infortunios de la posguerra. A m¨ª me agradaba verlo aparecer por casa, tan lac¨®nico y cort¨¦s. Siempre tra¨ªa alg¨²n regalo modesto, una flor para mi madre, unas golosinas para mis hermanos y para m¨ª. Con usted llegaba la evocaci¨®n de algo que hab¨ªa sido irreprochable y ya s¨®lo era un vestigio m¨¢s de la injusticia.
Fue por entonces cuando padec¨ª esa tuberculosis ¨Ctan com¨²n entre los adolescentes de la posguerra¨C que me oblig¨® a guardar reposo durante un a?o largo. Tuve tiempo para todo, incluso para perderlo. Ning¨²n lugar m¨¢s propicio que aquella casa de campo que hac¨ªa las veces de sanatorio privado para activar los poderes de la imaginaci¨®n. All¨ª prosegu¨ª ejercit¨¢ndome mal que bien, seg¨²n usted me hab¨ªa encarecido, en mis primeras tentativas po¨¦ticas. Lo que escrib¨ªa era una l¨®gica consecuencia de lo que le¨ªa, un vago cat¨¢logo reglamentariamente disperso entre el romanticismo, el modernismo y simulaciones varias.
Un d¨ªa acompa?¨® usted a mis padres en una de las visitas que sol¨ªan hacerme casi a diario. Me tra¨ªa en calidad de pr¨¦stamo, cosa rara en un bibli¨®filo, dos libros: la antolog¨ªa de Poes¨ªa espa?ola de Gerardo Diego (Signo, 1932), y la Segunda antolog¨ªa po¨¦tica, de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez (Colecci¨®n Universal, 1920). Me los prestaba con el prop¨®sito de que no anduviera yo por ah¨ª siguiendo pistas falsas. As¨ª me dijo. Han pasado m¨¢s de 70 a?os y todav¨ªa oigo en mi memoria sus palabras. Esos dos libros supusieron para m¨ª una revelaci¨®n y un punto de partida. Quiero pensar que mi verdadero aprendizaje como escritor de poes¨ªa comienza con las lecturas de poes¨ªa que usted me proporcion¨®. Ya nada iba a ser lo mismo. A su generosa probidad le debo el hecho de haber podido sortear tantas pistas falsas.
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