Cuarenta y dos kilos de felicidad
SUPONGO que, para algunos j¨®venes, el momento estelar de las vacaciones habr¨¢ sido encontrar un Pok¨¦mon en una catedral. S¨¦ que para otros, en general no tan j¨®venes, nada ha sido tan relevante como descargar en su m¨®vil esa nueva aplicaci¨®n que sirve para encontrar a las personas dispuestas a ligar en la misma localizaci¨®n geogr¨¢fica que el usuario. La creatividad digital est¨¢ acabando con la euforia de los macroconciertos y el romanticismo de las puestas de sol, pero todav¨ªa quedamos resistentes, anal¨®gicos radicales que aprovechamos el verano para encender el m¨®vil cada tres o cuatro d¨ªas y apagarlo tan deprisa como si emitiera ondas radioactivas. Para m¨ª, esas son las verdaderas vacaciones.
La imagen que yo me llevar¨¦ de este verano es muy carnal, muy antigua, tan org¨¢nica que est¨¢ empapada en sangre. No hablo de violencia, ni de sexo, sino de un at¨²n que pesaba 42 kilos, un pez negro, reluciente, y tan grande que los brazos de un hombre adulto lo rodeaban a duras penas. As¨ª, como si fuera un ni?o dormido, inmenso, lleg¨® hasta el mostrador de la cooperativa de pescadores de Rota, y su llegada impuso un silencio compacto, casi lit¨²rgico, entre quienes no nos hab¨ªamos atrevido a esperar tanto.
Si hubiera sido cualquier otro pez, seguramente el impacto habr¨ªa sido menor. Pero el at¨²n es el animal tot¨¦mico de la bah¨ªa de C¨¢diz, el hijo predilecto del Atl¨¢ntico, el magn¨¢nimo padre de todos sus habitantes. Pescar un at¨²n es como ganar la loter¨ªa, una haza?a que va de boca en boca y corre como un virus por las pantallas de los m¨®viles. Hubo un tiempo no muy lejano, poco m¨¢s de medio siglo, en el que los atunes llegaban a la orilla de la playa donde me ba?o todas las tardes. Esa ¨¦poca, que ha fundado la leyenda de una felicidad colectiva y remota, ya pas¨®. Los atunes se han replegado al mar abierto y ya s¨®lo se ven convertidos en pescado, sobre un mostrador. Pero la poderosa silueta, la piel brillante, los ojos abiertos del que yo encontr¨¦ en la cooperativa no fueron lo que m¨¢s me impresion¨®.
Despu¨¦s de transportarlo amorosamente, para depositarlo con mucho cuidado sobre el mostrador, el pescadero fue a buscar sus cuchillos y regres¨® con una mueca de disgusto. ?Lo est¨¢is viendo?, pregunt¨® a las dependientas mientras lo afilaba con una chaira, est¨¢n todos mellados, a saber qui¨¦n los habr¨¢ cogido y para qu¨¦, pero as¨ª no se puede, es que no se puede¡ Por un instante tem¨ª por los dos, por el hombre y por el pez, el autor y la v¨ªctima de una carnicer¨ªa p¨®stuma, tem¨ª, inmerecida para ambos. Pero enseguida comprob¨¦ que hab¨ªa temido en vano.
El hombre se acerc¨®, acarici¨® la cabeza del at¨²n como si quisiera pedirle perd¨®n por lo que iba a hacer, la levant¨® por una agalla y hundi¨® el cuchillo por primera vez. De un solo corte, separ¨® la cabeza del cuerpo. Otro fue suficiente para liberar el cogote entero y limpio en una habitaci¨®n donde nadie se atrev¨ªa siquiera a respirar. El tercer corte liber¨® la ventresca, rosada y tierna. El cuchillo volvi¨® a hundirse otra vez, rozando la espina, y sin que la hoja llegara a salir, el mango asom¨® por el lateral y complet¨® el recorrido inverso, avanzando hacia arriba hasta desprender un lomo inmaculado, milagroso. Cuando lo separ¨® del resto, comprob¨¦ hasta qu¨¦ punto el suyo hab¨ªa sido un trabajo limpio. Las espinas gruesas, blancas, perfectamente equidistantes, estaban a la vista. Ning¨²n resto de carne hab¨ªa quedado adherido a ellas. Me pareci¨® tan incre¨ªble que estuve a punto de perderme el ¨²ltimo prodigio, la labor del cuchillo que, en un instante, desnud¨® el lomo de la piel, sin menoscabar en absoluto la forma, la integridad del uno ni de la otra. En ese instante, sin ponernos de acuerdo de antemano, los clientes de la pescader¨ªa rompimos a aplaudir. No era para menos, porque la operaci¨®n no hab¨ªa durado ni cinco minutos, tal vez ni siquiera tres.
Mientras me volv¨ªa a casa con media docena de filetes exquisitos, me pregunt¨¦ qu¨¦ ocurrir¨¢ con los atunes en el futuro. Si existir¨¢n, si llegar¨¢n a pesar 42 kilos, si seguir¨¢n existiendo pescaderos, cuchillos, destrezas admirables, mientras todo el mundo se dedica a buscar mu?equitos o sexo con un m¨®vil en la mano.
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