Diario de un cubano (XII): Del fracaso y otras soluciones - Parte II
O nos hacemos miserables, o nos hacemos fuertes.
La cantidad de esfuerzo es la misma.
Carlos Casta?eda
El reloj retumbaba a la misma hora, cuando a¨²n era oscuro. Tiraba la mano para apagarlo y a duras penas llegaba a ponerme la ropa, y desde ese instante sab¨ªa que no regresar¨ªa hasta que el horizonte apurara el ¨²ltimo sorbo del sol.
Era como estar en un estado de suspensi¨®n sensorial donde la mente se refugia en las turbias aguas de las enso?aciones. Sol¨ªa refugiarme en las im¨¢genes que guardaba en las calles de mi pueblo, en la esquina que tantas noches me vio trasnochar o la imagen de mi padre en su sill¨®n viendo una pel¨ªcula en la televisi¨®n y coment¨¢ndome las ¨²ltimas noticias del noticiero.
Solo un sonido estridente me arrastraba de vuelta al polvo, las m¨¢quinas y las cortantes piedras calientes que segu¨ªa escogiendo con las manos. As¨ª iba alternando entre la virtualidad de mi interior y la realidad apremiante, como si se tratara de un dueto que aceleraba el reloj.
Pasaron las primeras semanas, las heridas de mis manos empezaron a sanar y a tornarse en duro cuero, pero lo que nunca cambio era la ceremonia en la que don Arquipo redim¨ªa sus constantes maltratos. Despu¨¦s de cada agotadora jornada se regodeaba en su aparente superioridad y se ofrec¨ªa a llevarnos de vuelta a casa, con la ¨²nica condici¨®n de compartir sus historias de jovenzuelo.
En su rudo y sucio coche conduc¨ªa entre las colinas de escombros hasta el bar m¨¢s pr¨®ximo, donde nos pagaba comida y cervezas. Tal vez era su forma m¨¢s com¨²n de quedar en paz consigo mismo despu¨¦s de pasar diez horas gritando y maldiciendo nuestra pasividad y falta de tino.
Los temas eran recurrentes, no importa por donde empezara la conversaci¨®n, siempre se terminaba hablando de los emigrantes. Seg¨²n su teor¨ªa estrella los emigrantes no ten¨ªamos alternativa alguna al sacrificio y a la entrega, oportunidad donde se pon¨ªa de ejemplo a s¨ª mismo cuando tuvo que irse hace muchos a?os a Venezuela.
Para entonces ten¨ªa claro que emigrar es un acto quijotesco donde es necesario pre?arse de abnegaci¨®n, constancia y astucia, es un salto de fe, una escapada en plena noche, una b¨²squeda dentro y fuera de uno mismo, el reinicio de un viaje cargado de frustraciones y pretendida libertad, es el hecho expl¨ªcito de aceptar un cambio en todo orden, es reinventarse alejado de tu propia concepci¨®n material.
Al t¨¦rmino de cada reuni¨®n casi obligatoria ya las fuerzas mermaban, la cerveza me sabia avinagrada, dej¨¦ de reconocer el d¨ªa de la semana, la hora en la que estaba. No hab¨ªa mucha diferencia con la esclavitud salvo porque no hab¨ªa otro l¨¢tigo diferente al que pod¨ªa significar el dinero y la obsesiva evasi¨®n del desamparo.
Para entonces ten¨ªa claro que emigrar es un acto quijotesco donde es necesario pre?arse de abnegaci¨®n, constancia y astucia
Cada segundo debajo de los inmensos toldos de la f¨¢brica era un recordatorio del precio que se paga por un sue?o, la casi inmortal lucha entre hacernos miserables o hacernos fuerte, entre claudicar o seguir adelante. Pero el destino acecha, te sacude abriendo otras exclusas de realidad.
As¨ª quiso el azar que yo estuviera justo debajo de aquella plancha que cay¨® sobre mi mano. Pudo haber sido peor sino me hubiera escabullido entre los pilares que sosten¨ªan la maquinaria. Un fuerte impacto me paraliz¨® todo el cuerpo, la sangre corri¨® profusa entre los hierros oxidados, un grito s¨®rdido escap¨® de mi garganta. Todos corrieron hacia all¨ª, por suerte las maquinas estaban detenidas.
Con mucho esfuerzo levantaron las pesadas planchas y all¨ª estaba mi dedo magullado, lleno de una mezcla de gl¨®bulos rojos y holl¨ªn. Me llevaron hasta el lavabo de la improvisada morada cercana a la f¨¢brica y me lavaron con agua oxigenada. La piel pend¨ªa de hilachas al hueso y all¨ª estaba el se?or Arquipo con sus ojos fuera de las ¨®rbitas, gritando y maldiciendo como todos los d¨ªas, ech¨¢ndole la culpa a todos
Esa tarde no hubo cervezas ni charlas. Me llevo hasta la esquina de la casa y me dijo con voz temblorosa: "?no vayas m¨¢s a trabajar!". En ese momento no respond¨ª, el dolor no dejaba cabida a que actuara la l¨®gica. Tampoco ten¨ªa noci¨®n del porqu¨¦ de sus temores, solo sab¨ªa del dolor insoportable y el cansancio extremo.
La ma?ana siguiente, mi primer instinto matutino fue mirar mis manos. El grosor de mi dedo doblaba el original y el color se torn¨® negruzco. Mis compa?eros de piso estaban consternados, una vez m¨¢s no sab¨ªan que podr¨ªan hacer conmigo si aquello llegaba a un punto de no tener soluci¨®n. No ten¨ªa asignado m¨¦dico ni dinero para pagarme un hospital privado. Fue as¨ª que decid¨ª llamar al patr¨®n, como sumisamente le llamaba uno de mis compa?eros, al cual le gustaba ensalzar la figura del se?or Arquipo, quiz¨¢s con el motivo de hacerle experimentar la falsa idea de la grandeza.
Despu¨¦s del segundo timbre, una voz seca me respondi¨® con un saludo breve. Buscaba en aquella persona un poco de compasi¨®n, un consejo para ir a un m¨¦dico pero, en cambio y sin mediar explicaciones, me dijo que me enviaba el dinero de mis d¨ªas trabajados y que para ¨¦l yo nunca hab¨ªa estado all¨ª.
Baj¨¦ lentamente el m¨®vil, no sent¨ª dolor articular. Cayeron un par de l¨¢grimas secas que eran la esencia de la rabia, el extracto que el coraz¨®n exprime cuando se est¨¢ haciendo m¨¢s fuerte. Call¨¦, me tire lentamente de bruces en el colch¨®n y volv¨ª a dormir a so?ar, no recuerdo con quienes ni con qu¨¦, pero seguramente en un mundo diferente.
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