Volveremos a cruzar las Ramblas
El escritor Miqui Otero narra c¨®mo una generaci¨®n de barceloneses acudi¨® a Las Ramblas para hacerse adulto y luego huy¨® de ellas para confirmarlo. Ahora es el momento de volver a esta calle, que no ser¨¢ la m¨¢s bella del mundo, pero s¨ª posee una cualidad que la hace ¨²nica: imprime car¨¢cter
A los barceloneses nos gusta decir que hace muchos a?os que no pisamos las Ramblas, aunque las hayamos cruzado anteayer. Es una forma de autoafirmarnos como barceloneses ante una avenida testaruda y promiscua que insiste en que es barcelon¨¦s todo el que la pasea.
Nosotros, los de aqu¨ª, decimos que hace tiempo que no vamos all¨ª como alardear¨ªamos de no llamar a una ex desde hace ya mucho, de que apenas la recordamos. Es, por usar una canci¨®n rasgueada por primera vez en un bar de una de las calles cercanas, una canci¨®n posible gracias a los discos de marines yanquis y a gitanos que llevaron telas estampadas de colores a Cuba y regresaron con fanfarria de ritmos euf¨®ricos, nuestro ¡°Vete, me has hecho da?o¡±, la rumba de Los Amaya. Pretendemos ignorarla porque consideramos que la han prostituido o que no es como cuando la conocimos o que, simplemente, no nos quiere solo a nosotros.
"En la Rambla, pon¨ªa Mendoza en boca de un extraterrestre, 'confluyen razas de todo el mundo (y tambi¨¦n de otros mundos, si se me incluye a m¨ª en el censo)'. Supongo que esa virtud ha convocado que la eligieran para este atentado"
A las Ramblas, s¨ªntesis po¨¦tica pero hiperrealista de todo lo que nos duele y enciende de nuestra ciudad, le cantar¨ªamos con voz de Smokey Robinson e ingl¨¦s sin First Certificate: ¡°I don¡¯t like you, but I love you¡±. No me gustas, pero mira, es lo que hay. No me gustas y por eso te piso. No me gustas, pero te quiero. O, en palabras de Maragall (el poeta, no el alcalde): ¡°Tal com ets, tal te vull, ciutat mala¡±. Tal como eres y tal como soy, te quiero y t¡¯estimo.
A veces ni siquiera nos pueden nuestras nostalgias, sino las heredadas. No hemos visto a Antonio Gades zapatear bajo un soportal de manguerazos, no hemos vislumbrado a aquel rockero famoso perseguir a Nico hacia la Plaza Real, no hemos conocido a copistas que redactaban cartas a marines fugados a petici¨®n de las floristas. No hemos olido all¨ª, jam¨¢s, flores, aunque explicaba Sempronio que las Ramblas eran antes el calendario de las estaciones: mimosas y margaritas en invierno; floridas ramas de almendra en primavera, gladiolos y rosas para este verano y claveles y dalias y nardos.
El paso de las estaciones lo marca ahora el calzado de los turistas (botines o zapas o crocs) y la ¨²nica flor que hemos tocado en las Ramblas es la que compramos un d¨ªa borrachos a un pakistan¨ª para reconciliarnos con nuestra novia. Y, sin embargo, nos acordamos de ella. De esa escena y de esa rosa, p¨¦sima y oportuna como la sangr¨ªa que aqu¨ª se vende.
Ya nadie queda en las Ramblas. No quedaba nadie en las Ramblas despu¨¦s del atentado. Todos quedamos en las Ramblas al d¨ªa siguiente. Hoy. Quedamos donde robaba motos el Pijoaparte y trabajaba Carvallho y donde un quiosquero sol¨ªa escuchar a Serge Gainsbourg y donde hay m¨¢s sombreros mexicanos que en el DF y m¨¢s globos con forma de genital en la cabeza (unicornios en despedidas de soltera) y m¨¢s idiomas que en una cumbre de la ONU y, tambi¨¦n, m¨¢s vida.
En la Rambla, pon¨ªa Mendoza en boca de un extraterrestre, ¡°confluyen razas de todo el mundo (y tambi¨¦n de otros mundos, si se me incluye a m¨ª en el censo)¡±. Supongo que esa virtud ha convocado que la eligieran para este atentado. Y a?ad¨ªa: ¡°Es el poso de la historia el que ha formado este barrio y el que ahora lo nutre con sus polluelos, uno de los cuales, dicho sea de paso, acaba de chorizarme la cartera¡±.
En las Ramblas de mi adolescencia me han robado una mochila mientras, en un banco atornillado al suelo, con la obstinaci¨®n de quien busca una caries con la lengua, besaba a una chica con los ojos abiertos. Me han hecho una caricatura en la que yo no era yo, pero al menos no me parec¨ªa a Ronaldo o Messi; he comprado un h¨¢mster y lo he bautizado Napol¨¦on (tuvo un prematuro Waterloo y falleci¨® a los pocos d¨ªas); me ha explicado un pakistan¨ª (compartiendo lata, espirales luminosas subiendo al cielo como cohetes a un euro) un viaje de a?o y medio para poder alcanzar la calle que pis¨¢bamos, la que denostamos tan presuntuosamente; las he subido tres d¨ªas a la semana, de madrugada, con un sobre lleno de dinero despu¨¦s de acabar la noche poniendo m¨²sica en uno de sus locales con nombre americano; he quitado el precio a los discos comprados en la calle Tallers para no pensar en su precio y s¨ª en su valor.
Por todo eso me enciende no solo que ataquen las Ramblas sino a cualquiera de los que all¨ª estaban y tambi¨¦n a mis recuerdos. Y a¨²n m¨¢s rabia y pena me dan los que leen eso, tan duro y tan sencillo, con las gafas del conflicto de la agenda que les ocupa: el proc¨¦s o el turismo o el estado de los medios o el idioma en el que informar de lo que pasa y de llorar lo que ha pasado. Es como si un m¨¦dico les entregara un diagn¨®stico fatal y ellos se dedicaran a corregirle el idioma, a marcar erratas en el texto.
En mi ¨²ltima novela escrib¨ª: ¡°Volveremos a cruzar las Ramblas entre tracas de rumores, estallidos de bocina y revuelo de faldas. Compro dos palas de playa en un quiosco y nos ponemos a jugar ah¨ª mismo, entre turistas y vendedores de latas. Diana grita Out! Cuando una de las pelotas impacta en un coche de los Mossos¡±. Y lo escrib¨ª porque lo hab¨ªa vivido, un partido m¨¢s importante para m¨ª que una final en Wimbledon y que todas las nostalgias heredadas. Y si lo escribo ahora es porque es esa euforia, la que admite esa calle si buscas tu momento, la que se debe recuperar. Porque, en fin, volveremos a cruzar las Ramblas.
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