El profesor que media entre la guerra y el hambre
Para personas como Robert Ocan, la huida es un acto reflejo, un gesto entrenado. Convertido en l¨ªder comunitario, ayud¨® a escapar a sus vecinos del horror de Sud¨¢n del Sur
El pasado 7 de abril, en la comunidad sursudanesa de Pajok, Robert Ocan vio a su hijo Joshua volver del colegio por la ma?ana, antes de lo previsto. A cierta distancia, ri¨¦ndose, le segu¨ªan unos compa?eros. ¡°Hoy no viene el maestro, pap¨¢. Tenemos vacaciones¡±, anunci¨® el peque?o con una sonrisa. Los amigos de Joshua prorrumpieron en carcajadas y echaron a correr hacia la escuela. "Te han gastado una broma, hijo. ?Date prisa, que vas a llegar tarde!¡±, le dijo. Y Joshua se lanz¨® a perseguir a sus compa?eros de vuelta al colegio. Justo entonces empezaron los disparos.
Las tropas leales a Salva Kiir, presidente de Sud¨¢n del Sur, tomaron el pueblo de Pajok a principios de abril. En palabras de un representante de Acnur (la agencia de la ONU para los refugiados), el asalto "fue horrible". Las fuerzas de Riek Machar, que se hab¨ªan alzado contra el Gobierno de Kiir cuatro a?os antes, hab¨ªan establecido una de sus bases a las afueras de esta comunidad de etnia acholi, a 15 kil¨®metros de la frontera con Uganda, en la que viv¨ªan cerca de 50.000 personas. "Los vecinos conoc¨ªamos d¨®nde estaban acampados los rebeldes", recuerda Ocan, un profesor de Ciencias que sobrevivi¨® con heroicidad a la ofensiva. "Y muchos de los tiros no ven¨ªan de la zona del campamento rebelde, sino de nuestro pueblo. Solo con escuchar las balas, ya sab¨ªamos que estaban abriendo fuego sobre los civiles".
Angustiado por los disparos, Ocan recogi¨® a su hijo, reuni¨® a varias familias, y organiz¨® la huida de todos los vecinos a los que pudo avisar. La vida de la comunidad pend¨ªa de la bater¨ªa de su tel¨¦fono m¨®vil. Primero llam¨® a uno de los profesores de la escuela para sacar a los ni?os de all¨ª. Desde el centro del pueblo, un hombre le avis¨® de que los militares avanzaban a sangre y fuego. A uno de sus vecinos le dispararon en una pierna. Otro cay¨® muerto. El altavoz de su tel¨¦fono radiaba, con cada llamada, la ca¨ªda de Pajok: los soldados derribaban puerta tras puerta y entraban a saco en todas las viviendas. Nadie estaba a salvo. Ocan pidi¨® a los profesores que no atravesaran el n¨²cleo urbano, sino que dirigieran a sus alumnos hacia el monte. Juntos, desde all¨ª, intentar¨ªan rodear a los soldados y escapar hacia el pa¨ªs vecino.
Para personas como Robert Ocan, la huida es un acto reflejo, un gesto entrenado en la tragedia. Este profesor naci¨® hace 33 a?os en lo que hoy es Sud¨¢n del Sur, pero creci¨® en un campo de refugiados en el norte de Uganda. Sus padres ya tuvieron que huir de Pajok, escapando de la ¨²ltima guerra de independencia respecto a Sud¨¢n: un conflicto que dur¨® 21 a?os, y en el que Kiir (hoy presidente) y Machar (exvicepresidente) lucharon hombro con hombro contra el gobierno ¨¢rabe de Jartum. La familia Ocan no tom¨® partido entonces, como tampoco ahora, pero sus d¨ªas se resquebrajaron aplastados entre ambos bandos.
Lo mismo ocurri¨® en 2014. Poco despu¨¦s de que Machar se rebelara contra Kiir, las fuerzas leales a este ¨²ltimo se desplegaron en esta localidad de Pajok, en la provincia de Ecuatoria del Este, y arramblaron con todo. "Al marcharse los soldados, llegaron los rebeldes. Como las tropas de Kiir hab¨ªan estado aqu¨ª, arrestaron a los l¨ªderes de la comunidad. Yo estaba entre ellos", cuenta Ocan. "Me dieron 100 latigazos, porque alguien me acus¨® de haber colaborado con el Ej¨¦rcito".
Y de nuevo, en abril de este a?o, los soldados regulares regresaron y Ocan tuvo que abandonar el pueblo definitivamente. Esta vez, a ojos de los leales al Gobierno, todos los vecinos eran sospechosos de simpatizar con los rebeldes y fueron tratados como tales. Cuando les vieron huir, recuerda Robert, una camioneta sali¨® a perseguirles. Con un meg¨¢fono, los soldados ped¨ªan a los vecinos que volvieran a sus casas. Ellos, escondidos en los campos, segu¨ªan escuchando c¨®mo los disparos arrasaban su comunidad. "Mientras nos gritaban en ¨¢rabe que volvi¨¦ramos al pueblo, alguien, desde dentro del veh¨ªculo, nos dec¨ªa en Acholi que no regres¨¢ramos, que busc¨¢ramos refugio". Aquello les termin¨® de convencer de que corr¨ªan grave peligro. Y, por supuesto, nunca volvieron.
Refugio en Uganda
Robert Ocan lleg¨® al puesto fronterizo de Ngomoromo, en el l¨ªmite con Uganda, junto a otras 7.000 personas. La primera noche de huida la pasaron escondidos en los campos de alrededor de Pajok, intentando reunirse con los dem¨¢s vecinos. Tardaron 24 horas en ponerse a salvo. "Nos marchamos de improviso, sin agua ni comida, cargando con ni?os, ancianos y heridos, y apenas descansamos tres horas. Pueden imaginarse lo complicado que fue proteger a todos", relata erigido en portavoz comunitario.
La sequ¨ªa, que entonces agravaba la hambruna en muchas zonas del pa¨ªs, jug¨® a su favor: la falta vegetaci¨®n les dej¨® el camino expedito hasta la frontera. Una vez all¨ª, Acnur les esperaba para acompa?arles a Palabek, el ¨²ltimo de la larga lista de campos de refugiados que la guerra y el hambre han abierto por toda ?frica.
Palabek simboliza el cap¨ªtulo m¨¢s reciente de la tragedia sursudanesa, una crisis que ha obligado a 3,8 millones de personas a abandonar sus hogares, y que ha dejado a la mitad del pa¨ªs en una situaci¨®n de grave inseguridad alimentaria, seg¨²n el informe de la FAO (agencia de la ONU de la alimentaci¨®n), del pasado julio. El plan de acogida de Uganda, donde lleg¨® Robert Ocan, se encuentra al borde del colapso cuando los refugiados se acercan al mill¨®n. El resto de pa¨ªses vecinos comparte la carga. Entre Sud¨¢n, Etiop¨ªa, Kenia, la Rep¨²blica Centroafricana, y la Rep¨²blica Democr¨¢tica del Congo, se reparten unos 800.000 sursudaneses huidos. Los dos millones restantes, aquellos que han escapado de sus hogares pero no han conseguido abandonar el pa¨ªs, carecen de la protecci¨®n y el cobijo que proporciona Naciones Unidas.
Mary Akongo representa la lucha de muchos de estos ¨²ltimos, los llamados desplazados internos. Madre soltera de 28 a?os con tres hijos, trabajaba haciendo labores de limpieza en las oficinas administrativas del condado de Ikotos, cerca de Pajok, hasta que le alcanz¨® la guerra. Eran las siete de la ma?ana de un d¨ªa cualquiera (no consigue acordarse), cuando los insurrectos lanzaron su ataque. "Un grupo de j¨®venes asalt¨® el cuartel para liberar a los presos", recuerda. El combate, cerrado y cruento, se extendi¨® por todo el pueblo.
"Hu¨ªa con varias personas. Cuando dispararon a la primera, salt¨¦ por encima de su cuerpo para escapar. Mientras corr¨ªamos, mataron a otra", rememora. Nadie se detuvo a ayudarles. Akongo rescat¨® a sus hijos y se ocult¨® en las monta?as. All¨ª sobrevivieron tres semanas a base de ra¨ªces y frutos salvajes hasta que llegaron a Chahari, donde vive su hermana. Ahora vive en un tukul (una caba?a de adobe y paja) y tiene una esterilla y varios utensilios de cocina que casi nunca utiliza. "Me gustar¨ªa poder cultivar, pero apenas tenemos semillas, y las lluvias se est¨¢n retrasando", explica.
Las precipitaciones tard¨ªas y la falta de seguridad han agravado la crisis en Ecuatoria del Este, donde viv¨ªan Robert, Mary y tantos otros hasta que la violencia los ech¨® de all¨ª.? El comercio es casi inexistente, y las reservas de grano son cada vez m¨¢s exiguas. Un 35% de los habitantes de la regi¨®n tienen grave riesgo de no encontrar comida. Y miles de agricultores se est¨¢n dando por vencidos. Antes de que el combate llame a sus puertas, muchos optan por abandonar sus campos y enfilan hacia la frontera, con la esperanza de encontrar una fuente de comida estable y una educaci¨®n para sus hijos en los campos de refugiados.
As¨ª llego Peter Chol, uno de estos campesinos, al puesto fronterizo de Tseretenya con todo su clan. Son una veintena de personas, entre las que hay varios beb¨¦s y algunos ancianos. El camino ha sido despiadado con ellos. Cargados con ollas y mantas, se lanzaron hacia Uganda en cuanto les llegaron noticias sobre la existencia del campo de Palabek. "El a?o pasado al menos fuimos capaces de plantar algo y cosecharlo, pero este a?o no ha habido cosecha y ya no nos quedan reservas", explica Chol, apesadumbrado. "Ten¨ªamos miedo de ir a otros lugares del pa¨ªs por la guerra, as¨ª que nos arriesgamos en el camino. Llevamos tres d¨ªas caminando, acarreando a los ni?os que no pueden andar", evoca. Personal de Acnur les acompa?¨® desde la frontera hasta el nuevo campo de refugiados, donde ya se encontraba Robert Ocan.
All¨ª no escasean los problemas. Pero una docena de ONG se ha unido al Gobierno ugand¨¦s y Acnur en las labores de atenci¨®n a los refugiados. Junto a las tiendas de rececpci¨®n se agolpan cientos de personas con todas sus posesiones a la espera de que les asignen un pedazo de terreno. "El Gobierno no tiene los recursos necesarios y nosotros tratamos de apoyar", explica Bernard Hire, de la italiana AVSI. "Intentamos concienciarles sobre su situaci¨®n, conectarles con diferentes actividades y, sobre todo, promover un pensamiento positivo", a?ade.
"Cre¨ª que tras la independencia se acabar¨ªa la guerra. Nunca pens¨¦ que volver¨ªa a un campo de refugiados", reconoce el profesor mientras ayuda a sus vecinos a levantar sus tiendas. "Y nunca cre¨ª que mis hijos tambi¨¦n fueran a crecer como refugiados". Pegado a su tel¨¦fono, Ocan trabaja para reunir a los que llegaron m¨¢s tarde al campo, recuperar autoridades e instituciones, organizar a los ociosos, mediar en los conflictos e intentar mantener unida a la comunidad. "Necesitamos que no pierdan la esperanza, que acepten la vida tal y como es, y que digan ¡®vine sin nada, pero quiz¨¢ vuelva a casa con algo; llegu¨¦ al campo sin educaci¨®n, pero cuando regrese podr¨¦ estar formado¡¯. Ese es el papel que quiero jugar".
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Art¨ªculo publicado con ayuda de UN Foundation
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