Emmanuel Carr¨¨re, en busca del h¨²ngaro perdido
1
Ny¨ªregyh¨¢za, en el este de Hungr¨ªa, es una ciudad tranquila, rodeada de una nube de aldehuelas verdeantes. A una de ellas debe regresar hoy Andr¨¢s Toma, el ¨²ltimo prisionero de la segunda guerra mundial, al cabo de 56 a?os de ausencia. Son las diez de la ma?ana, no se le espera antes de mediod¨ªa, acabamos de llegar a Budapest y vagamos a la ventura de los caminos vecinales, saludados por cacareos de corral. No nos preocupamos demasiado: el primer lugare?o que encontremos sabr¨¢ forzosamente d¨®nde va a celebrarse el acontecimiento./
El primero que encontramos es una anciana que, apoyada en su bast¨®n, toma el sol delante de su portal. ?Conoce la casa de la familia Toma? La conoce, por supuesto. Y, por casualidad, ?no habr¨¢ conocido tambi¨¦n al propio Andr¨¢s Toma, antes de que se fuera a la guerra?
Una risa fresca y bonita, casi una risa de muchacha: ¡°?Si le conoc¨ª? Fue el que me dio el primer beso, cuando yo ten¨ªa 16 a?os¡±.
Cuando s¨®lo se escribe un reportaje y oyes estas cosas, al principio se te caen los brazos y luego los levantas y reanudas la conversaci¨®n. Un reportaje para la televisi¨®n es distinto: en cuanto se te caen los brazos se te quedan ca¨ªdos, ya no filmar¨¢s lo que no has filmado en el buen momento, y una frase de ensue?o as¨ª, soltada cuando est¨¢s desprevenido, constituye una peque?a cat¨¢strofe. Cuando Geza, nuestro int¨¦rprete, nos traduce lo que acaba de decir la anciana, Alain y Jean-Marie se han mirado y luego han dicho al un¨ªsono: ¡°Alto, alto, alto, que se calle¡±, se han precipitado hacia el maletero del coche y, 30 segundos m¨¢s tarde, c¨¢mara y micro en ristre, han pedido que le digan a la se?ora si tiene la amabilidad de repetirlo. Esta respuesta es, por tanto, la ¨²nica de todo nuestro reportaje que, como en la direcci¨®n de una pel¨ªcula, ha requerido dos tomas.
Erzebet revel¨® ser una actriz de excelente voluntad. Puesto que la film¨¢bamos, se quit¨® la pa?oleta, se ahuec¨® su hermoso pelo blanco y repiti¨® su respuesta con una risita a¨²n m¨¢s fresca y p¨ªcara, si fuera posible. A continuaci¨®n nos invit¨® a caf¨¦ en su casa, a caf¨¦ y sobre todo a p¨¢linka, ese licor de ciruela que en los campos h¨²ngaros te ofrecen o m¨¢s bien te imponen con ?simplicidad desde las nueve de la ma?ana. Mientras nos lo sirve en vasos grandes de mostaza y nos ordena que lo apuremos de un trago para poder escanciarnos otro vaso, nos habla de la boda del oto?o de 1944 en que conoci¨® a Andr¨¢s Toma. Ella ten¨ªa entonces 16 a?os, ¨¦l 19. Era guapo y bailaba de maravilla. Como ?estaba prohibido, por temor a los bombardeos, encender las luces despu¨¦s de anochecer, todo el mundo hab¨ªa salido a bailar en la oscuridad de fuera. Alguien tocaba la trompeta en sordina. Fue entonces cuando la bes¨®.
Una anciana le recuerda: ¡°Fue el que me dio el primer beso¡±. Ella ten¨ªa entonces 16 a?os, ¨¦l 19.
Tres d¨ªas m¨¢s tarde ¨¦l volv¨ªa de la aldea donde trabajaba de aprendiz de calderero cuando los alemanes le alistaron por la fuerza. El ej¨¦rcito ruso acababa de entrar en Hungr¨ªa. La Wehrmacht se bat¨ªa en retirada hacia el norte y a su paso arrastraba a soldados h¨²ngaros que iban a librar en Polonia los ¨²ltimos combates de la guerra. Andr¨¢s Toma forma parte de aquellos contingentes, al igual que otros j¨®venes del pueblo. Muchos fueron hechos prisioneros por los rusos e internados en campos. Los que no murieron regresaron en 1945, 1946. ?l no. Le lloraron y luego le olvidaron. Erzebet se cas¨® con uno de los antiguos prisioneros de guerra que lleg¨® a ser presidente de la cooperativa del lugar, por lo que todav¨ªa hoy la llaman con deferencia la ¡°presidenta¡±. Tuvo hijos que a su vez murieron. Ahora es viuda, vive sola, pero basta pasar un cuarto de hora con ella para comprender que no se deja vencer por la tristeza: le sigue gustando cantar y bailar, despacha valientemente su p¨¢linka.
Hace dos meses, al igual que todos sus compatriotas, se enter¨® de la historia de este h¨²ngaro al que hallaron pudri¨¦ndose en un hospital psiqui¨¢trico en el fondo de Rusia. Estaba all¨ª desde 1947, no hablaba ruso, se hab¨ªa convertido en un absoluto autista. Le repatriaron, las televisiones de todo el mundo mostraron algunas im¨¢genes de su retorno: las puertas de cristal del aeropuerto de Budapest se abren ante una silla de ruedas donde se acurruca, bajo una manta de viaje, un pobre viejo aterrado. Crepitan los fogonazos de los fot¨®grafos, le deslumbran. Alrededor del coche al que le suben, mujeres de edad avanzada se agolpan haciendo grandes gestos y gritando nombres distintos: ?S¨¢ndor! ?Ferenc! ?Andr¨¢s! En las semanas siguientes le reclamaron decenas de familias. Era el padre, el t¨ªo, el t¨ªo abuelo desaparecido. Encargaron las investigaciones a una peque?a c¨¦lula de psiquiatras y de militares. Hicieron hablar al resucitado, en la medida en que es posible con un hombre que ha vivido tanto tiempo al margen de toda comunicaci¨®n, una mezcla de Hibernatus y de Kaspar Hauser. Poco a poco le revivieron los recuerdos, recogieron de sus labios, entre fragmentos de frases incoherentes, nombres de lugares y de personas que orientaron las pesquisas hacia Ny¨ªregyh¨¢za y hacia una familia Toma que, convencida de que era la suya, aguardaba pacientemente que llegasen a ella. Pruebas de ADN confirmaron que Ana Toma era en efecto la hermana del soldado perdido, y J¨¢nos Toma, su hermano. Los dos est¨¢n ansiosos de acogerle, y de este modo, al cabo de dos meses en observaci¨®n psiqui¨¢trica en Budapest, Andr¨¢s vuelve con los suyos al rinc¨®n campestre que abandon¨® hace 56 a?os.
Erzebet ha seguido todo el asunto con una emoci¨®n creciente. Ha encontrado una foto de la famosa boda en la que, unas horas antes de besarla, posan los dos delante de la iglesia. Ella rememora su pasado, su vida. Ha sido una buena vida, muy llena, no era una mujer de las que se consumen recordando a un muerto. Pero este regreso inesperado le despierta algo a la vez dulce y cruel que le acelera los latidos del coraz¨®n. Lo que sin duda no fue m¨¢s que la promesa de un amor¨ªo se convierte en el fantasma de su juventud, y la infatigable dame Tartine [personaje de una canci¨®n infantil francesa. (Nota del traductor)] que corretea toda achacosa por su cocina para sacarnos de su despensa, con un ritmo disparado de dibujo animado, monta?as sin cesar renovadas de pasteles de amapola, nos muestra con una desinhibici¨®n absoluta y deliciosa, por debajo de su rostro ajado, el de la muchacha enamorada que fue y que, resucitada hoy, s¨®lo piensa en precipitarse, apoyada en su bast¨®n, hacia una cita de la que espera todo.
Todo esto puede parecer muy sentimental, pero Jean-Marie, Alain y yo volvemos de Rusia, de la ciudad en que el desventurado Toma ha vivido durante 53 a?os sin que nadie le hable nunca ni le toque ni le mire como a un ser humano, en la m¨¢s completa privaci¨®n de deseos, de ternura, de calor, y nos conmueve, en suma, nos vienen l¨¢grimas a los ojos al escuchar a esta anciana campesina que nos canta con una voz asombrosamente clara y juvenil la canci¨®n que ha preparado para el retorno del soldado: una bella canci¨®n popular, que podr¨ªa haber sido un lied de Schubert o de Brahms, en que se habla de un hermoso muchacho que emprende en primavera un largo viaje y promete a su chica que volver¨¢ cuando caigan las flores blancas de la acacia. Las flores de la acacia caen 50 veces y he aqu¨ª que un oto?o regresa al pueblo un viejo de cabellos grises. ¡°Ya ves, amiga m¨ªa¡±, le dice ¨¦l a su amada, que tambi¨¦n es ahora vieja y gris: ¡°He cumplido mi promesa, he vuelto cuando han ca¨ªdo las flores blancas de acacia¡±.
El problema de Erzebet es que ha previsto recibir a su amor, que vuelve de entre los muertos, cant¨¢ndole la canci¨®n de la acacia, pero no la han invitado a la fiesta. J¨¢nos, el hermano, que vive en el pueblo, al igual que ella, s¨®lo siente respeto y afecto por la Presidenta, pero Ana, la hermana, que vive en la ciudad y en cuya casa va a residir Andr¨¢s, la ningunea. Erzebet es orgullosa: est¨¢ desconsolada, pero no ir¨¢ si no la invitan. ?Y si la invit¨¢ramos nosotros, que tampoco hemos sido invitados?
?Si vamos todos juntos? Erzebet es orgullosa, pero no se hace de rogar: aplaude, pide el tiempo justo para ponerse sus mejores galas; mientras la esperamos s¨®lo tenemos que hacer los honores al p¨¢linka.
2
¡°?Esto es Hungr¨ªa, ven!¡±, repite suavemente el joven psiquiatra que se parece a John Lennon. Pero el viejo no se decide a bajar del minib¨²s. No est¨¢ nada seguro de que esto sea Hungr¨ªa. Desde su regreso, los que se ocupan de ¨¦l tienen que repet¨ªrselo continuamente, tranquilizarle. All¨ª, en Rusia, le dijeron que Hungr¨ªa ya no exist¨ªa. Borrada del mapa. Entonces, ?qui¨¦nes son estas personas que le hablan en esta lengua desaparecida? ?Que se comportan como si le conocieran, le tienden ramos de flores, le mandan besos? ?No esconder¨¢ esto otra trampa?
Debajo de la gorra, la cara est¨¢ devastada. Una cara de zek, como se llamaba a s¨ª misma la gente del gulag, el rostro de individuos cuyas vidas destruidas han narrado Solzhenitsin y Chalamov. S¨®lo le queda una pierna, le sostienen, le acercan las muletas, tarda sus buenos cinco minutos en plantar el pie en el suelo. Tampoco le quedan dientes y por eso escupe mucho: ¡°Soviet culture¡¡±, nos murmura un miembro de la familia, con un asco entristecido.
?Qu¨¦ comprende Toma de lo que le sucede? ?Qu¨¦ significan para ¨¦l estos periodistas que se agitan a su alrededor, que le apuntan con sus c¨¢maras llenas de reflejos negros? ?Le molestan solamente como una luz muy viva, un insecto que zumba cuando quisieras dormir? ?Le asusta todo esto? Hay t¨®picos inevitables: ¡°una mirada de animal acorralado¡±, ¡°que te miren como a un animal curioso¡±, es exactamente as¨ª.
Ha habido una comida, brindis, manifestaciones de afecto sinceras, conmovedoras y que probablemente le espantaban. Todo el mundo se maravillaba de su parecido con su padre. Su hermano J¨¢nos, un campesino endomingado, muy cari?oso, que era todav¨ªa un ni?o cuando ¨¦l parti¨® a la guerra, ha querido hacerle preguntas, sin duda para mostrarnos que era capaz de responderlas. Repet¨ªa nombres de otro tiempo: S¨¢ndor Benk?, el maestro de escuela¡ Smolar, el vecino que ten¨ªa una segadora trilladora¡ Y el otro, bajo la gorra, escup¨ªa, miraba a otra parte, a veces musitaba pedazos de frase indistintos que el amable J¨¢nos se desviv¨ªa para interpretar como la respuesta correcta. La Presidenta no se siente bienvenida y se ha quedado en la puerta de la casa, con su bello vestido de bordados tradicionales. Ha visto a Andr¨¢s, le ha devorado con la mirada, pero ¨¦l no la ha visto. Ella no le ha cantado la canci¨®n. No ha descorchado para ¨¦l la botella de champ¨¢n que hab¨ªa insistido en comprar en el trayecto. Hemos decidido llevarla a su casa. Hab¨ªa demasiada gente, demasiados periodistas que de todos modos pronto se ir¨ªan, s¨®lo hab¨ªan venido a filmar unos minutos para el noticiario de la tarde. Nosotros, en cambio, ¨ªbamos a quedarnos, dispon¨ªamos de todo nuestro tiempo.
Invitamos a Erzebet a comer con nosotros en el restaurante de nuestro hotel. Est¨¢bamos tristes, y ella tambi¨¦n, como despu¨¦s de una cita fallida. Acab¨¢bamos de ver a un hombre del que hab¨ªan borrado todos los rasgos de la humanidad. Le hab¨ªan vaciado por dentro. Estaba muerto. Le contamos a Erzebet que hace d¨ªas est¨¢bamos en Kotelnitch, donde ¨¦l vivi¨® esta muerte.
3
Capturado en Polonia al final de la guerra, pas¨® un a?o en un campamento cerca de Leningrado, y despu¨¦s fue deportado mil kil¨®metros m¨¢s al este, y su destino probable fue Siberia. Seg¨²n sus relatos, sembrados de lagunas, parece que durante el viaje en tren un buen n¨²mero de sus compa?eros muri¨® de hambre, de fr¨ªo y de agotamiento. ?l sobrevivi¨®, pero roto. Lo cual le sirvi¨® para que le trasladaran de un campamento de tr¨¢nsito al hospital psiqui¨¢trico de la ciudad m¨¢s cercana: Kotelnitch.
En el siglo pasado, Kotelnitch deb¨ªa de ser la clase de lugar donde los personajes de Ch¨¦jov suspiraban: ¡°?A Mosc¨²! A Mosc¨²¡¡±, viendo partir los trenes que no tomar¨ªan nunca. Hoy es un poblacho gris y fangoso donde hace 10 a?os que ninguna casa tiene agua caliente y donde sus habitantes, con un tono de evidencia, hablan de ese decenio, es decir, del fin del comunismo, como de una cat¨¢strofe hist¨®rica: antes no viv¨ªan demasiado bien, pero al menos no pasaban fr¨ªo, ten¨ªan trabajo y, sobre todo, todo el mundo sufr¨ªa m¨¢s o menos la misma penuria. Ahora Mosc¨² o San Petersburgo se parecen a Manhattan, anuncios publicitarios de la tele certifican que en este universo de ciencia ficci¨®n la vida es a la vez lujosa y trepidante; en suma, se sienten definitivamente abandonados, estafados.
Al desembarcar en el hospital, cincuenta y tres a?os despu¨¦s que Andr¨¢s Toma, vagamente esper¨¢bamos encontrar a contempor¨¢neos de los primeros tiempos de su estancia: una enfermera muy vieja y jubilada, por ejemplo, a la que hubi¨¦ramos reavivado los recuerdos por medio de traguitos de vodka.
Pero lo primero que nos explic¨® el jefe m¨¦dico, el doctor Petuchov, es que nadie, enfermo o personal hospitalario, conoci¨® aquella ¨¦poca. As¨ª que no hay testigos.
Su cara est¨¢ devastada. Una cara de ¡®zek¡¯, como se llamaba a s¨ª misma la gente del gulag.
Y sin embargo s¨ª: hay uno. El d¨ªa de su llegada le abrieron un expediente m¨¦dico con el nombre de Toma, Adrian Adrianovitch; nacionalidad: h¨²ngara; edad: 22 a?os; diagn¨®stico cl¨ªnico: esquizofrenia. Su historia completa est¨¢ en el historial que nos dejaron consultar y donde, cada 15 d¨ªas durante medio siglo, los psiquiatras anotaron sus observaciones. Es un documento impresionante: una vida entera y un proceso de destrucci¨®n implacable despachados en peque?as frases neutras, insulsas, repetitivas. Ejemplos:
¡°15 de enero de 1947: el paciente no habla ruso ni alem¨¢n. Permanece pasivo durante los ex¨¢menes, trata de explicar algo en h¨²ngaro.
30 de octubre de 1947: el paciente no quiere trabajar. Si le obligan a salir, grita y corre en todas direcciones. Esconde sus guantes y su pan debajo de la almohada. Se envuelve en trapos. S¨®lo habla h¨²ngaro.
15 de octubre de 1948: el paciente tiene sexualidad. Se r¨ªe burlonamente en la cama. No se somete al orden del hospital. Corteja a la enfermera Guilichina. El paciente Boltus est¨¢ celoso. Ha golpeado a Toma.
30 de marzo de 1950: el paciente se ha encerrado totalmente. Se queda en la cama. Mira por la ventana.
15 de agosto de 1951: el paciente ha cogido l¨¢pices a las enfermeras. Escribe en h¨²ngaro en las paredes, las puertas, las ventanas.
15 de febrero de 1953: el paciente est¨¢ sucio, col¨¦rico. Colecciona basuras. Duerme en lugares inconvenientes: el pasillo, bancos, debajo de la cama. Molesta a sus vecinos. S¨®lo habla h¨²ngaro.
30 de septiembre de 1954: el paciente est¨¢ d¨¦bil y negativo. S¨®lo habla h¨²ngaro¡±.
Siguen p¨¢ginas y p¨¢ginas iguales. Al leerlas es inevitable hacerse preguntas. Est¨¢ muy claro que desde el comienzo de su cautividad y sobre todo desde el terrible episodio del tren, la cabeza de Andr¨¢s Toma hab¨ªa perdido el juicio. Y por mucho que se sepa que en pleno estalinismo la instituci¨®n psiqui¨¢trica sovi¨¦tica no ten¨ªa por misi¨®n prioritaria cuidar a los enfermos mentales, es evidente que no se trata de un internamiento pol¨ªtico y que Toma necesitaba realmente cuidados. No recibi¨® ninguno. En ninguna parte de su historial se mencionan medicamentos, y menos a¨²n terapias. Es cierto que las medicinas que permiten tratar la esquizofrenia no exist¨ªan en aquella ¨¦poca, no las descubrieron hasta los a?os sesenta, y es poco probable que incluso entonces hubieran llegado a Kotelnitch. ?Pero era de verdad esquizofr¨¦nico o solamente le hab¨ªa trastornado un traumatismo tremendo? Nadie intent¨® nunca hablar con Toma, escuchar a aquel joven visiblemente tocado, amurallado en el espanto. Cuando preguntamos por qu¨¦ al doctor Petuchov, se encoge de hombros, como si fuera algo obvio, y responde que s¨®lo comprend¨ªa el h¨²ngaro y que nadie lo hablaba en el hospital. Al hilo de las p¨¢ginas se convierte en una letan¨ªa:
¡°El paciente habla h¨²ngaro¡± es su s¨ªntoma. Y de hecho constituye uno de ellos. Un individuo que a?o tras a?o se obstina en hablar su lengua, que nadie comprende, y se niega a aprender la que todo el mundo habla a su alrededor sufre por fuerza un grave problema de adaptaci¨®n. ?Habr¨¢ cre¨ªdo que as¨ª se protege, que se refugia en una fortaleza inexpugnable, como hacen los ni?os autistas? ?Era una forma de resistencia, como la de algunos h¨¦roes de Kafka o la del Bartleby de Melville? Lo que es seguro es que ning¨²n psiquiatra intent¨®, de un modo u otro, entrar en comunicaci¨®n con ¨¦l.
Hay una cosa desgarradora en este historial. Los 10 primeros a?os, Andr¨¢s Toma fue un paciente arisco, violento, rebelde. Un joven robusto y belicoso, que escrib¨ªa en las paredes como quien lanza botellas al mar, que escup¨ªa juramentos a la jeta de sus carceleros. Un caso dif¨ªcil. Cambi¨® hacia mediados de los a?os cincuenta y este cambio coincide con algo que sucedi¨® en su pueblo, en Ny¨ªregyh¨¢za.
4
La vida se reanudaba. Los prisioneros de guerra volv¨ªan unos tras otros. Y hubo que decidirse a declarar muertos a los que no regresaron. Es un acto doloroso, pero ps¨ªquicamente indispensable: un desaparecido es un fantasma, fuente de una angustia sin fondo capaz de contaminar a varias generaciones, mientras que se puede guardar luto por un muerto, llorarlo, olvidarlo. El 11 de diciembre de 1954, 10 a?os despu¨¦s de su partida, entregaron a su familia el certificado de defunci¨®n de Andr¨¢s Toma. ?l no lo supo, pero extra?amente fue como si lo hubiera sabido. Estaba muerto, ya no exist¨ªa. Entonces baj¨® los brazos.
Se volvi¨® un paciente d¨®cil. Siempre encerrado en s¨ª mismo, sin congeniar con nadie, mascullando en h¨²ngaro, pero tranquilo. Trabajador. ¡°Estabilizado¡±, dice su historial. Del pabell¨®n de los excitados le trasladaron al de los apacibles. El doctor Petuchov nos autoriz¨® a visitar este ¨²ltimo, a filmar a nuestro antojo; en fin, casi: al cabo de tres d¨ªas se alarm¨® un poco al vernos siempre all¨ª y nos dio a entender que nos propas¨¢bamos. Con una mezcla de ingenuidad y de glot¨®n fisgoneo, nos esper¨¢bamos que el hospital psiqui¨¢trico de una peque?a ciudad de la Rusia profunda fuese un lugar dantesco, un c¨ªrculo especialmente apartado del infierno. En realidad es as¨ª, pero no m¨¢s que muchos otros establecimientos de Europa Occidental. Est¨¢ abierta la verja que da a la lluviosa carretera principal, el patio parece un solar en cuyo centro termina de herrumbrarse un viejo veh¨ªculo del ej¨¦rcito que Dios sabe c¨®mo habr¨¢ ido a parar all¨ª. Tristes y decr¨¦pitos, los edificios est¨¢n limpios. Carteles de lagos polin¨¦sicos hacen lo que pueden por alegrar las paredes de un color pis verdoso. La vida se va en esperar la hora de las comidas, invariables potajes que las enfermeras transportan en grandes cubos esmaltados. La radio transmite durante todo el d¨ªa m¨²sicas apaciguadoras. Cuando llegamos era una Fantas¨ªa de Mozart, uno de esos fragmentos misteriosamente desolados que, sin que parezca que te afecta, te arrancan el coraz¨®n. Alain la grab¨® mientras Jean-Marie filmaba el pasillo, la luz amarilla, a un viejo enfermo que llevaba el comp¨¢s sentado en un banco, y los tres pensamos que aquella m¨²sica sobre aquellas im¨¢genes, con el agudo timbre de un tel¨¦fono en segundo plano, un portazo met¨¢lico, zapatillas que se arrastran, ten¨ªa un aut¨¦ntico sello de ultratumba. Pensamos tambi¨¦n, aunque es un problema distinto, que aquello s¨®lo ten¨ªa sentido en directo, si el espectador sab¨ªa o al menos adivinaba que aquellas notas hab¨ªan sonado realmente en el pasillo amarillo, que las hab¨ªamos grabado en vivo, pues de lo contrario, si teniendo las im¨¢genes hubi¨¦ramos buscado una m¨²sica para acompa?arlas ¡ªoye, ?por qu¨¦ no Mozart?¡ª, aquel encuentro perturbador habr¨ªa sido una pura obscenidad. En fin.
Se volvi¨® un paciente d¨®cil. Encerrado en s¨ª mismo. ¡°Estabilizado¡±, dice su historial.
Dos meses antes de nuestra visita, Andr¨¢s Toma viv¨ªa todav¨ªa en aquel pabell¨®n. Dorm¨ªa en aquella cama, en el rinc¨®n del dormitorio, y su vecino era el hombre al que llam¨¢bamos el postrado porque se pasaba todo el d¨ªa tumbado, r¨ªgido, con los dedos cruzados sobre el pecho y un rictus fijo en la cara que es probable que desde hace mucho tiempo ya no significa nada. Otros tienen un aspecto menos enfermizo. Deambulan de un lado para otro, incluso algunos leen. Han acabado aqu¨ª porque la vida era demasiado dura fuera, el alcohol demasiado fuerte, su cabeza estaba saturada de voces amenazadoras, pero ahora tambi¨¦n est¨¢n ¡°estabilizados¡±. No son peligrosos, apenas se excitan. Se les podr¨ªa mandar a su casa, pero no lo hacen porque no la tienen. En realidad no les cuidan, casi no les hablan, pero les alojan. Es poco. Ya es algo.
Se quedaron con Toma. Sin embargo, ten¨ªa una familia, un pa¨ªs adonde podr¨ªan haberle enviado, no era te¨®ricamente imposible informar de su existencia al consulado h¨²ngaro en Mosc¨², pero a nadie se le ocurri¨® la idea: est¨¢ tan lejos, Mosc¨², y no digamos Hungr¨ªa. Se qued¨® all¨ª como un paquete doliente, y poco a poco hasta se erosion¨® su sufrimiento. Pasados los a?os de rebeld¨ªa, su historial s¨®lo registra un sobresalto: ¡°15 de febrero de 1965: el paciente se ha encari?ado con la dentista del hospital. La persigue para que le extraiga dientes sanos. Ella se niega. El paciente se fractura la mand¨ªbula a martillazos¡±. Ser¨¢ su ¨²nico acceso de violencia en el curso de esos a?os petrificados, tambi¨¦n su ¨²nico impulso hacia otro ser humano. Cada 15 d¨ªas los psiquiatras escriben en su historial: ¡°Sin cambios en el estado del paciente¡±.
Sin embargo, los psiquiatras no eran mala gente. El que nos hizo de gu¨ªa, por orden del doctor Petuchov, era un hombre sonriente y triste, un aut¨¦ntico personaje de Ch¨¦jov que, cuando le preguntan c¨®mo se vive aqu¨ª, se encoge de hombros ligeramente y responde: ¡°Aqu¨ª no se vive. Se sobrevive¡±. Volver¨ªamos a o¨ªr esta frase, tal cual, en los labios de al menos dos habitantes de la ciudad. Nos habla de Toma con una especie de ternura, nos muestra la carpinter¨ªa donde aquel paciente solitario y mudo se pasaba los d¨ªas confeccionando ratoneras y surtidores de gasolina en miniatura. Era muy amable siempre que no le molestaran, as¨ª que le dejaban en paz. No estaba loco, no, s¨®lo extraviado, encallado all¨ª. Como ten¨ªa permiso para salir, le mandaban a hacer recados con un acompa?ante que hablaba ruso. Conoci¨® las calles embarradas de Kotelnitch, su mercado pobremente abastecido. Atraves¨® la grisura sovi¨¦tica y la descomposici¨®n pos-sovi¨¦tica sin comprender nada de ellas. Cuando llegaba el buen tiempo le enviaban a trabajar al campo, en una granja de la periferia urbana que era propiedad del hospital. Volv¨ªa cargado de coles que repart¨ªa en silencio entre sus compa?eros de dormitorio. En 1996, 30 a?os despu¨¦s del episodio de la dentista, le sucedi¨® algo m¨¢s. Cito del historial:
¡°11 de junio de 1996: el paciente se queja de dolores en el pie derecho. Diagn¨®stico: arteritis. Habr¨ªa que consultar a la familia del paciente respecto a la amputaci¨®n. El paciente no tiene parientes.
28 de junio de 1996: amputan al paciente dos terceras partes del muslo derecho. No ha habido complicaciones.
22 de julio de 1996: el paciente no se queja. Fuma mucho. Empieza a caminar con muletas. Por la ma?ana su almohada est¨¢ h¨²meda de l¨¢grimas¡±.
En principio, la arteritis se manifiesta sim¨¦tricamente y, a su llegada a Budapest, los ex¨¢menes no han revelado rastro alguno en la otra pierna. De ah¨ª a pensar que le habr¨ªan amputado sin motivo¡ Por deferencia hacia sus colegas rusos, los m¨¦dicos h¨²ngaros no dicen nada oficialmente. Incluso algunos prefieren decir, porque es menos horrible, que en cierto modo la amputaci¨®n sirvi¨® para algo. Para que esta vez se percatasen de que pod¨ªa experimentar emociones, quiz¨¢ incluso sufrimientos, cosa que llam¨® la atenci¨®n sobre ¨¦l y condujo, en consecuencia, a su liberaci¨®n. Por desgracia, esta versi¨®n piadosa es falsa. Transcurrieron otros tres a?os y medio sin que a nadie le conmoviera su suerte, hasta el d¨ªa de diciembre de 1999 en que un jefazo de los servicios de sanidad fue a visitar el hospital. El doctor Petuchov, al pasear a su visitante, pas¨® por delante del hombre con una sola pierna y le present¨® como el decano de sus pacientes. Le imagino pellizc¨¢ndole cari?osamente la oreja, como Napole¨®n a sus soldados veteranos: un viejo bonach¨®n y muy tranquilo, que s¨®lo habla h¨²ngaro, ?ja, ja! Cont¨® lo poco que sab¨ªa de su historia. Result¨® que una periodista local cubr¨ªa el suceso y, como no deb¨ªa de ser muy apasionante, dedic¨® su art¨ªculo al tema: ¡°El ¨²ltimo prisionero de la Segunda Guerra Mundial est¨¢ entre nosotros¡±. Ya estaba acu?ado el eslogan. Los peri¨®dicos de Mosc¨² lo recogieron. Los medios de comunicaci¨®n se presentaron en el hospital. El doctor Petuchov, bastante satisfecho de s¨ª mismo, empez¨® a conceder entrevistas y a coleccionar las tarjetas de visita de Izvestia, de la CNN, de Reuter, hoy de T¨¦l¨¦rama¡ El consulado h¨²ngaro alert¨® a su Gobierno, que organiz¨® el rescate del compatriota perdido. Seis meses despu¨¦s, sin comprender nada de lo que le ocurr¨ªa, Andr¨¢s Toma regresaba a Hungr¨ªa.
5
Tres d¨ªas despu¨¦s de su llegada al pueblo fue la festividad de santa Erzebet, que la Presidenta nos invit¨® a celebrar con ella. Durante esos tres d¨ªas hab¨ªamos recorrido el campo en busca de testimonios y no volvimos para ver al reaparecido. Ella tampoco le hab¨ªa visto. No hablaba de ¨¦l, se notaba que le dol¨ªa la cita frustrada, la canci¨®n que se le hab¨ªa quedado en la garganta. Pero de todos modos hab¨ªa decidido celebrar la fiesta y hab¨ªa cocido el pan, puesto el p¨¢linka al fresco y cubierto la mesa con embutidos y compotas. En el momento del primer brindis o¨ªmos que un coche aparcaba delante de la casa. Alain mir¨® por la ventana y: ¡°Pero¡ ?pero si es ¨¦l!¡±. Un instante despu¨¦s la Presidenta sali¨® fuera.
Tuvimos que correr para encontrarla en la carretera, inclinada sobre la portezuela del coche. Hab¨ªa tomado la mano de Andr¨¢s y ya le estaba cantando la canci¨®n. Se le quebr¨® la voz en la tercera estrofa, cuando el hombre de cabellos grises vuelve debajo de la acacia que ha perdido 50 veces sus flores blancas. Nosotros tampoco est¨¢bamos muy serenos. Pero ella lleg¨® hasta el final, llorando. Acurrucado en la trasera del coche, ¨¦l miraba sin comprender a la anciana que le tocaba la mano, le acariciaba la mejilla, la besaba primero una y luego la otra, y que empez¨® a hablarle entre lloros y risas, llam¨¢ndole Andr¨¢s, mi peque?o Andr¨¢s. ¡°?No te acuerdas de m¨ª, mi peque?o Andr¨¢s? Soy Erzebet, la Erzebet a la que besaste en la boda, tienes que acordarte, vas a acordarte¡¡±. Los j¨®venes que hab¨ªan llevado a Toma, y a los que en la fiesta nos hab¨ªan presentado como los hijos de su hermano J¨¢nos, sonre¨ªan con un aire un poco inc¨®modo. ¡°?Sabes c¨®mo se llama esta se?ora, t¨ªo Andr¨¢s?¡±, pregunt¨® amablemente la sobrina. ¡°E¡ Er¡ Erz¡¡±. ?l neg¨® con la cabeza, murmur¨®: ¡°No s¨¦¡±, y a?adi¨®, tras un silencio: ¡°Me falta una pierna¡±. Cinco minutos m¨¢s tarde, cuando parti¨® el coche, Erzebet lo sigui¨® con los ojos y le mandaba besos.
La hab¨ªa decepcionado que no la hubiera reconocido, pero se alegraba de haberle visto, de haberle hablado, de haberse liberado de su canci¨®n, y nosotros nos alegramos con ella, muy emocionados tambi¨¦n despu¨¦s de haber filmado lo que deber¨ªa ser, pens¨¢bamos, la ¨²ltima escena del reportaje. Hab¨ªa que festejarlo, y la comida de santa Erzebet acab¨® en una franca borrachera. Envasamos un p¨¢linka tras otro hasta el anochecer e hicimos bailar a la Presidenta al comp¨¢s de viejas melod¨ªas h¨²ngaras, por lo que arrastr¨¢bamos una resaca severa cuando, a la ma?ana siguiente, tras considerar acabado el reportaje, fuimos a despedirnos de Andr¨¢s Toma y de su hermana.
La verdad es que no esper¨¢bamos gran cosa de esta segunda y ¨²ltima visita. S¨®lo pens¨¢bamos extraerle jirones de frases ya grabadas, y adem¨¢s est¨¢bamos un poco molestos porque el reencuentro de la v¨ªspera se hubiese producido sin que lo supiera la due?a de la casa, a la que, por oscuras razones campesinas, no le gusta la Presidenta. Por lo que hab¨ªamos comprendido, su sobrino y su sobrina hab¨ªan ido a buscar a Andr¨¢s so pretexto de dar un peque?o paseo por el campo y, sin que nadie se enterase, le hab¨ªan llevado a escondidas de su hermana a la casa de su antigua novia.
Se puso a hablar. Los gru?idos se convirtieron en frases y no par¨® durante casi una hora.
Para no llegar con las manos vac¨ªas hab¨ªamos comprado una botella de whisky, un acto de valent¨ªa en vista de nuestro estado. Brindamos. ?l prob¨® el whisky e hizo una mueca, pero tendi¨® el vaso para que se lo rellenasen. Aparte de esto, segu¨ªa postrado en su rinc¨®n, escupiendo y a veces gru?endo. Su hermana hablaba de ¨¦l, y por ¨¦l, con afecto, pero como si ¨¦l no estuviera presente. Una hora despu¨¦s nos levantamos para irnos. Metimos el material en el maletero del coche. Entonces, en el umbral, sucedi¨® algo. Andr¨¢s se puso a hablar. Los gru?idos se convirtieron en frases y no par¨® durante casi una hora. Jean-Marie y Alain corrieron a buscar la c¨¢mara y el micr¨®fono. Geza nos traduc¨ªa al vuelo lo que pod¨ªa, es decir, poco. Nosotros, que no hablamos h¨²ngaro, evidentemente no entend¨ªamos nada, pero Geza s¨®lo comprend¨ªa la mitad de lo que mascullaba aquella boca desdentada, y la hermana no mucho m¨¢s, y cuando, de regreso a Par¨ªs, desciframos las cintas con tres int¨¦rpretes h¨²ngaras sucesivamente extenuadas, necesitamos varios d¨ªas, rebobinando sin parar, escuchando 10 veces la misma frase, para ampliar en una peque?a cuarta parte adicional nuestra inteligencia de aquellos jerogl¨ªficos verbales. No obstante, vaya que si hablaba, y no totalmente solo. Despu¨¦s de 50 a?os de cavilaci¨®n aut¨ªstica, se dirig¨ªa a otra persona y era tan conmovedor como las primeras palabras que articula el ni?o salvaje en la pel¨ªcula de Truffaut o Kaspar Hauser en la de Werner Herzog.
Releo los cuadernos en los que anot¨¦ nuestras diversas tentativas de transcripci¨®n. Es un batiburrillo en el que Toma habla de Siberia, de batallones h¨²ngaros en un almac¨¦n de patatas, de su pierna, que un herrero h¨²ngaro quiz¨¢ pudiese soldar, del suelo congelado donde no se pod¨ªa cavar para enterrar a los muertos, del fr¨ªo y el sol, de la traves¨ªa del Dnieper, de las muletas h¨²ngaras y las muletas rusas, que son de pacotilla, de cigarrillos, de coles, de trenes, de Adolf Hitler. Sobrenadan unas frases que son casi como las de Duras: ¡°La nieve me ha robado la fuerza, ya no me queda m¨¢s. Te roban la fuerza y luego no puedes ir a ninguna parte¡±. Los recuerdos del atroz exilio ruso se mezclan con los de su juventud en Hungr¨ªa. Se pierde continuamente el hilo, pero existe uno.
Hubo un momento en que su hermana, encantada por su repentino deseo de comunicarse, quiso que cantara una canci¨®n h¨²ngara. ?l sonri¨® por primera vez y su rostro de zek se transform¨® en el de un campesino taimado y el de un ni?o.
¡°?Una canci¨®n h¨²ngara?¡±, dijo. ¡°Conozco una¡±. Y empez¨® a canturrear: ¡°Volv¨ª cuando ya han ca¨ªdo las flores de la acacia¡ Ayer me la cant¨® una mujer¡±.
¡ª?Una mujer? ?Ayer? ¡ªrepiti¨® su hermana, pasmada.
¡ªEs una canci¨®n de mujer. Estaba all¨ª, ayer, cerca del coche. La cant¨® para m¨ª¡
La hermana se rio. No comprend¨ªa y por tanto pensaba que no hab¨ªa nada que comprender. Pero nosotros, que hab¨ªamos estado all¨ª la v¨ªspera, testigos de aquel min¨²sculo fragmento de su pasado, nosotros comprendimos. Lo esencial de la experiencia de Andr¨¢s Toma se desarroll¨® sin testigos, en una soledad casi inimaginable, y por eso nadie comprender¨¢ nunca todo lo que dice. Pero aun as¨ª intenta decirlo. Salido de un abismo de silencio, recupera su lengua y con ella la palabra, algo que se parece a un intercambio. Tiene 75 a?os, le han robado la vida, pero vive pese a todo. Y nos reconfort¨® enormemente pasar otra vez por la casa de Erzebet, antes de partir, para decirle que ¨¦l se acuerda de la canci¨®n de la acacia.
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