Volver al gimnasio es peor, incluso, que la Navidad
Los excesos de las fiestas se exp¨ªan en el alienante templo posmoderno de la vigorexia
La monitora que me asignaron hace unos d¨ªas en el gimnasio exageraba una especie de acento sovi¨¦tico para recrearse en su propio sadismo. Recriminaba los excesos navide?os arrastrando las erres. Presum¨ªa de la esbeltez vigor¨¦xica de un androide. Y era consciente de la sumisi¨®n de los clientes, cuya resignaci¨®n en las bicicletas de spinning los convert¨ªa en remeros de una embarcaci¨®n esclavista.
Ya dec¨ªa Angelica Liddell en una estremecedora pieza teatral que el gimnasio es la casa de la fuerza. Una manera de referirse al templo del esfuerzo f¨ªsico como anestesia, rutina y alienaci¨®n. Cuenta ella misma que busc¨® entre las paredes de un gimnasio el ant¨ªdoto al desgarro de una traum¨¢tica relaci¨®n sentimental. Extenuarse f¨ªsicamente le procuraba la sensaci¨®n o la ilusi¨®n de prevenirse del vac¨ªo espiritual, afectivo. Sudar y sangrar, como si las mancuernas sustituyeran al venerado cilicio.
El gimnasio ha adquirido en nuestras sociedades la connotaci¨®n del placebo de una religi¨®n. Provista de liturgias y de oraciones en com¨²n. Rodeada de espejos para avergonzar o totemizar la persecuci¨®n de la propia imagen.
Porque no son las m¨¢quinas los aparatos fundamentales de los gimnasios. Son los espejos. Para el narcisismo exacerbado de unos. Y para la depresi¨®n de otros. Especialmente en estas fechas de verg¨¹enza y de tormento con que el reflejo nos rechaza.
Dicen los nutricionistas que llegamos a coger tres, cuatro kilos en Navidad. Una especie de lastre f¨ªsico y psicol¨®gico que ejerce toda su pesadumbre cuando reaparecemos en el gimnasio con los m¨²sculos contracturados. Y lo hacemos provisto des m¨²sica, de tablets, de novelas folletinescas, de alternativas al aburrimiento que incorpora el gimnasio en su monoton¨ªa met¨¢lica.
Hay que procurar ir a deshora. Cuando no hay gente. Cuando est¨¢ cerrado, incluso. Prevenirse de los espasmos obscenos de los culturistas. De la galer¨ªa de los tatuados, que parecen paramilitares serbios. Del tr¨¢fico ilegal de anabolizantes. De la m¨²sica ambiental, en su percusi¨®n bacaladera. Y prevenirse del peligro que supone eliminar en un d¨ªa la grasa contra¨ªda en diez a?os.
No, la b¨¢scula no miente. Se la puede tratar de enga?ar pis¨¢ndola como si fueras una bailarina ingr¨¢vida. Pero no te enga?es. Has cogido peso. Va a ser muy dif¨ªcil soltarlo. Y sabes que volver al gimnasio cuesta mucho el primer d¨ªa, pero no digamos los siguientes.
Capitulad, no pasa nada. El gimnasio es un lugar de enajenaci¨®n, un delirio sadomasoquista, una secta exhibicionista, una galer¨ªa de deprimidos, un espacio siniestro que oculta el elixir de la eterna juventud y que restriega, a estas edades, la rid¨ªcula ambici¨®n del cuerpo perfecto.
?Por qu¨¦ nos infliges tanto dolor cuando no nos has dado la fuerza para soportarlo?, se pregunta el santo Job abrumado por la arbitrariedad del cielo. Quiz¨¢ sea una frivolidad extrapolar la inquietud metaf¨ªsica a las m¨¢quinas del gimnasio, pero reencontrarse con ellas sobrentiende que se ha producido una conspiraci¨®n. Se dir¨ªan que est¨¢n trucadas. No hay manera de hacerlas ceder. Ni de domarlas. Y amenazan con sepultarte.
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