El ¨²nico hombre que le clav¨® un cuchillo a la reina
Un nuevo libro recuerda al cirujano Joseph Lister, que cambi¨® el curso de la historia de la medicina
En 1821, un chico de 18 a?os con flequillo estrafalario lleg¨® a Par¨ªs para estudiar medicina. Se llamaba Hector Berlioz. D¨¦cadas despu¨¦s, en sus memorias, recordar¨ªa su primer encuentro con una sala de disecci¨®n. ¡°Era como si la Muerte y su espeluznante banda me pisaran los talones¡±, escribi¨®. Ocurri¨® en el Hospital de la Piedad. All¨ª, asqueado por el repugnante hedor del lugar, vio ¡°los miembros esparcidos, las cabezas sonriendo, las calaveras boquiabiertas¡± de los cad¨¢veres. Lo peor, rememoraba, era ver las ratas royendo v¨¦rtebras sangrantes y bandadas de gorriones picoteando los pulmones humanos. El joven salt¨® por una ventana del hospital, huy¨® corriendo a su casa y decidi¨® dedicarse a otra cosa. Y ah¨ª est¨¢ la Sinfon¨ªa fant¨¢stica, con la que Berlioz revolucion¨® la m¨²sica.
As¨ª eran las escuelas de medicina a comienzos del siglo XIX. La escena la recuerda la historiadora brit¨¢nica Lindsey Fitzharris en su nuevo libro, De matasanos a cirujanos (editorial Debate), en el que radiograf¨ªa la revoluci¨®n que transform¨® ¡°el truculento mundo de la medicina victoriana¡±. Hace poco m¨¢s de 150 a?os los hospitales eran una pocilga. El cirujano escoc¨¦s James Young Simpson lo resumi¨® as¨ª en 1869: ¡°Un soldado tiene m¨¢s posibilidades de sobrevivir en el campo de Waterloo que una persona que entra en el hospital¡±.
Las ratas ro¨ªan los huesos y los gorriones picoteaban los pulmones humanos en las salas de disecci¨®n del siglo XIX
Las cl¨ªnicas, recuerda Fitzharris, estaban tan envenenadas que mor¨ªan los propios m¨¦dicos. Entre 1843 y 1859, por ejemplo, m¨¢s de 40 estudiantes de Medicina fallecieron tras contraer infecciones letales en el hospital de San Bartolom¨¦, en Londres. ¡°Algunos alumnos traspasaban por completo los l¨ªmites de la decencia y usaban partes podridas de los cad¨¢veres como armas, luchando en duelos simulados con piernas y brazos seccionados. Otros sacaban v¨ªsceras fuera de la sala y las colocaban en lugares donde pudieran sorprender y horrorizar a los no iniciados cuando las descubr¨ªan¡±, relata Fitzharris.
La autora, doctora en historia de la ciencia por la Universidad de Oxford, elige la figura del m¨¦dico Joseph Lister para recorrer la metamorfosis de la medicina en el siglo XIX. Lister naci¨® el 5 de abril de 1827 en Upton, muy cerca de Londres, en el seno de una familia cu¨¢quera. La capital era por entonces una alcantarilla a cielo abierto, con zanjas rebosantes de excrementos.
El padre de Lister, Joseph Jackson, era un enamorado de los microscopios y transmiti¨® su pasi¨®n a su hijo, que a los 17 a?os ingres¨® en el University College de Londres para estudiar Medicina. ¡°Viv¨ªa sumido en sus pensamientos, modesto, sin autoritarismo, sencillo¡±, lo describ¨ªa un amigo. En aquella ¨¦poca, los cirujanos entraban a la sala de operaciones con viejas batas, r¨ªgidas por la sangre y el pus secos, que eran exhibidas como un trofeo que demostraba la experiencia en el quir¨®fano, seg¨²n Fitzharris.
Los colchones de los hospitales ten¨ªan piojos. La cera ardiente de las velas que iluminaban las operaciones ca¨ªa sobre los pacientes. Los cirujanos cauterizaban heridas con hierro al rojo vivo. ¡°Lo peor de todo era que los hospitales sol¨ªan apestar a orina, deposiciones y v¨®mitos. Un hedor repugnante impregnaba las salas quir¨²rgicas; era tan fuerte que a veces los m¨¦dicos entraban con pa?uelos apretados en la nariz¡±, narra la historiadora.
El padre de Lister le dio un consejo: "No jurar fidelidad a las palabras de ning¨²n maestro"
¡°Si el amor a la cirug¨ªa es una prueba de que una persona se est¨¢ adaptando a ella, entonces sin duda estoy preparado para ser cirujano; porque usted no puede hacerse una idea de cu¨¢nto disfruto d¨ªa tras d¨ªa experimentando en esta sangrienta y carnicera parcela del arte de curar¡±, escribi¨® Lister a su padre. Su progenitor le respondi¨® con un consejo: Nullius jurare in verba magistri. No jurar fidelidad a las palabras de ning¨²n maestro.
Y Lister le hizo tanto caso que acab¨® cambiando el curso de la historia de la medicina. Por aquel entonces, gran parte de la comunidad m¨¦dica cre¨ªa que las inflamaciones y el pus eran fases del proceso de curaci¨®n. Pero Lister no se conformaba con ver morir a sus pacientes por monstruosas infecciones hospitalarias. El cirujano conoci¨® los trabajos del qu¨ªmico franc¨¦s Louis Pasteur, que a mediados de siglo hab¨ªa comenzado a investigar por qu¨¦ algunas cubas de licor de remolacha se estropeaban durante la fermentaci¨®n. Y lleg¨® a una conclusi¨®n trascendental: la putrefacci¨®n y la fermentaci¨®n eran causadas por la multiplicaci¨®n de diminutos microorganismos transportados por el polvo.
¡°Cuando le¨ª el art¨ªculo de Pasteur, me dije: as¨ª como podemos acabar con los piojos en la cabeza infestada de un ni?o aplic¨¢ndole un veneno que no causa da?o en el cuero cabelludo, seguro que podr¨ªamos aplicar a las heridas del paciente productos t¨®xicos que destruyeran las bacterias sin da?ar las partes blandas del tejido¡±, escribi¨® Lister. Y, en 1865, tras pruebas con multitud de sustancias, encontr¨® el antis¨¦ptico que buscaba: el ¨¢cido carb¨®lico, un alcohol derivado del benceno, hoy m¨¢s conocido como fenol.
En 1895, un antis¨¦ptico inspirado por Lister se utiliz¨® para enjuagar la boca: se llamaba Listerine
Lister ten¨ªa entonces 38 a?os y trabajaba en la Enfermer¨ªa Real de Glasgow. Un d¨ªa de agosto, lleg¨® al hospital James Greenlees, un ni?o de 11 a?os que hab¨ªa sido arrollado por un carro. Una fractura abierta mostraba la tibia de su pierna izquierda. La herida estaba contaminada con tierra. La opci¨®n habitual habr¨ªa sido serrar el miembro y rezar para que no hubiera una infecci¨®n, pero Lister decidi¨® arriesgarse con su nuevo antis¨¦ptico. Lav¨® la herida con ¨¢cido carb¨®lico y la cubri¨® con un ap¨®sito. Seis semanas y dos d¨ªas despu¨¦s de que el carro le destrozara la pierna, James Greenlees sal¨ªa del hospital, escribe Fitzharris.
Lister acababa de inventar el sistema as¨¦ptico hospitalario. Su fama se extendi¨® hasta tal punto que, el 3 de septiembre de 1871, fue llamado por telegrama al castillo de Balmoral, en las Highlands de Escocia, donde la reina Victoria hab¨ªa enfermado gravemente por una absceso en la axila, que ya ten¨ªa el tama?o de una naranja. Y all¨ª lleg¨® el m¨¦dico el d¨ªa siguiente, pertrechado con el ¨¢cido carb¨®lico. La operaci¨®n fue un ¨¦xito. De vuelta a Edimburgo, donde ense?aba cirug¨ªa, dijo a sus alumnos: ¡°Caballeros, ?soy el ¨²nico hombre que le ha clavado un cuchillo a la reina!¡±.
Pocos lectores se lanzar¨ªan de primeras a por 250 p¨¢ginas de historias sobre la antisepsia, pero De matasanos a cirujanos atrapa. El sistema de Lister, seg¨²n detalla el libro, corri¨® de boca en boca y cruz¨® el Atl¨¢ntico. El cirujano ingl¨¦s viaj¨® a Estados Unidos, a Filadelfia, para dar una conferencia en un congreso m¨¦dico internacional. Entre el p¨²blico se encontraba el doctor Joseph Joshua Lawrence, que se lanz¨® a fabricar su propio c¨®ctel antis¨¦ptico. Utiliz¨® un derivado del fenol, eucaliptol, mentol y alcohol. Y, en 1895, el uso de la mezcla se extendi¨® como antis¨¦ptico para la boca. En honor del culpable de todo, se llam¨® Listerine. Lister ya era inmortal.
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