T¨² a California y yo a Haw¨¢i: la di¨¢spora olvidada de espa?oles en EE UU
Entre finales del siglo XIX y principios del XX, decenas de miles de espa?oles emigraron a EE UU. Trabajaron en tabacaleras, en la industria, en la mina. Se asentaron por todo el pa¨ªs, de California a Haw¨¢i, de Florida a Ohio. Un descendiente de aquella odisea, hoy profesor en la Universidad de Nueva York, lleva 10 a?os recopilando la memoria de estos pioneros.
Diciembre, 1920. C¨¢mara de Representantes, Washington, DC. En medio de un enconado debate sobre inmigraci¨®n, el congresista Harold Knutson pide la palabra. Se levanta del esca?o y carraspea dispuesto a lanzar una arenga.
Knutson, nacido en Noruega, comienza arremetiendo contra ciertos extranjeros que, seg¨²n ¨¦l, solo vienen a quitar puestos de trabajo a los nativos y a contaminarlos de radicalismos for¨¢neos. Afirma haber estado d¨ªas atr¨¢s en Ellis Island y haber presenciado la llegada en una sola jornada de m¨¢s de 2.000 hombres de cierto pa¨ªs particularmente peligroso, seg¨²n ¨¦l. Concluye la perorata: ¡°Espa?a es un hervidero revuelto de anarqu¨ªa, y el Gobierno espa?ol est¨¢ juntando a todos esos anarquistas para arroj¨¢rnoslos a Estados Unidos¡±.
?Espa?a? ?Pero es que hubo alguna vez una emigraci¨®n masiva de espa?oles a EE UU? Knutson dej¨® un panorama err¨®neo y efectista de uno de los episodios m¨¢s fascinantes y desconocidos de la historia compartida entre los dos pa¨ªses.
¡°Espa?a es un hervidero de anarquistas y quieren arroj¨¢rnoslos?a EE UU¡±, areng¨® un congresista en 1920
Es cierto que a finales del siglo XIX y principios del XX, decenas de miles de obreros y campesinos espa?oles se establecieron en compactos enclaves desperdigados a lo largo y ancho de EE UU. Al igual que las comunidades de emigrantes espa?oles surgidas en Cuba o Argentina, estas colonias del ¡°norte¡± tambi¨¦n se tej¨ªan gracias a redes informales y locales en Espa?a, y en torno a una definida oferta laboral en el pa¨ªs receptor. Por eso en las primeras d¨¦cadas del siglo XX encontraremos a gallegos, asturianos y c¨¢ntabros en las f¨¢bricas de puros de Florida; vascos, aragoneses y castellanos en la ganader¨ªa y la hosteler¨ªa del suroeste y en los Estados monta?osos del oeste; andaluces, valencianos, extreme?os y castellanos en las plantaciones de ca?a de az¨²car de Haw¨¢i y en las conserveras de frutas, frutos secos y pescado de California; m¨¢s c¨¢ntabros en las canteras de granito de Nueva Inglaterra; a¨²n m¨¢s asturianos, castellanos, gallegos, valencianos y andaluces en las minas y f¨¢bricas del cintur¨®n industrial del noreste y del Medio Oeste. Y en Nueva York, el punto de entrada de tantos, hallaremos inmigrantes de toda Espa?a; no solo en los muelles y barcos, donde destacaban num¨¦ricamente, sino tambi¨¦n en diversos nichos de la econom¨ªa urbana: de los negocios de puros al servicio dom¨¦stico.
Pongamos por caso a Jos¨¦ y Carmen, ambos asturianos. Se conocieron en el mismo a?o de aquella diatriba de Knutson durante un p¨ªcnic organizado por el Centro Asturiano de Nueva York. Aquel d¨ªa, en un parque de Staten Island, con vistas a la Estatua de la Libertad y Ellis Island, Carmen y Jos¨¦ casi tuvieron que gritar para hacerse o¨ªr entre el vocer¨ªo de los paisanos y las melod¨ªas de una gaita, que no faltaba nunca en semejantes ocasiones. Ella, de 18 a?os, le cuenta a su compatriota que acaba de llegar de Sard¨¦u, Ribadesella, reclamada por una hermana que llevaba varios a?os en la ciudad y que le hab¨ªa conseguido trabajo en Brooklyn como ni?era. ?l, de 31, con traje de lino claro y sombrero de jipijapa ladeado, responde que naci¨® cerca de Avil¨¦s, y que tambi¨¦n est¨¢ reci¨¦n llegado, aunque ya tiene a la espalda periplos en La Habana y Tampa, Florida. El hombre busca en su cartera una tarjeta de presentaci¨®n, reci¨¦n impresa, y se la entrega: Jos¨¦ Fern¨¢ndez ?lvarez, tabaquero. ¡°Vamos a probar suerte aqu¨ª. Pero qu¨¦ l¨ªo con el ingl¨¦s. En Tampa no hac¨ªa falta. ?C¨®mo lo lleva usted?¡±. Ella se r¨ªe: ¡°Pues muy mal. Solo me s¨¦ una frase que me han ense?ado en la pensi¨®n y que ni me sale¡±. ¡°A ver, a ver¡¡±, insiste el tabaquero. Se sonroja la ni?era mientras chapurrea, sin quitar los ojos de la tarjeta: ¡°My room is number 7¡±.
Jos¨¦ Fern¨¢ndez ?lvarez y Carmen Alonso Mier son mis abuelos. La historia de su encuentro me la cont¨® Carmen una sola vez ¡ªentre risas, con di¨¢logo y todo¡ª poco antes de morir en 1984. Jos¨¦ hab¨ªa fallecido unos meses antes; puedo fechar con precisi¨®n el testimonio, porque los pocos relatos autobiogr¨¢ficos que logr¨¦ escuchar de boca de mi abuela datan todos de ese breve periodo entre una muerte y otra. El abuelo era un narrador carism¨¢tico, impon¨ªa mucho. El d¨ªa que enterramos a Carmen junto a Jos¨¦ en un cementerio neoyorquino, me acord¨¦ de la an¨¦cdota y pens¨¦: ¡°?C¨®mo habr¨ªan reaccionado estos dos asturianos si alguien les hubiera dicho, mientras pelaban la pava en ese p¨ªcnic, que iban a vivir juntos el resto de sus d¨ªas en Brooklyn, para acabar enterrados juntos en Nueva York, rodeados de cinco hijos Spanish-American y m¨¢s de 20 nietos llanamente American?¡±.
Durante el trabajo de campo hemos degustado paellas, filloas, hojuelas y decenas de versiones?de tortilla de patatas
Cincuenta a?os despu¨¦s de la excursi¨®n y del discurso de Knutson, yo tuve que ir al colegio para aprender a chapurrear en espa?ol ¡°mi habitaci¨®n es la n¨²mero 7¡±. Mi madre era de ascendencia irlandesa; en casa solo se hablaba en ingl¨¦s. Siempre me parec¨ªa que mis abuelos observaban con una mezcla de orgullo y extra?eza mi creciente inter¨¦s por un pa¨ªs que ellos hab¨ªan dejado atr¨¢s de forma tan definitiva. Recuerdo en particular la escueta respuesta de mi abuelo ¡ªen su ingl¨¦s rudimentario¡ª cuando, poco antes de su muerte, le coment¨¦ que pensaba hacer un doctorado en letras hisp¨¢nicas: ¡°OK. But what can you make with that?¡± (vale. Pero ?qu¨¦ puedes fabricar con eso?).
Con eso fabriqu¨¦ una carrera; 20 a?os de art¨ªculos y clases, libros y congresos. Durante las primeras dos d¨¦cadas como profesor universitario, mantuve mi historia familiar herm¨¦ticamente aislada del hispanismo que practicaba como investigador y docente. Le¨ªa y ense?aba con frecuencia Poeta en Nueva York, por ejemplo, pero en todos esos a?os jam¨¢s se me pas¨® por la cabeza que el poeta Federico, el tabaquero Jos¨¦ y la ni?era Carmen hab¨ªan respirado el mismo aire contaminado durante los meses que Garc¨ªa Lorca pas¨® en la ciudad en 1929-1930. En mi imaginario, estas figuras se mov¨ªan en planos distintos, incomunicados entre s¨ª: el plano de la cultura, de la historia, en el caso del granadino universal; el de la particularidad ¨ªntima e irreductible en el caso de los abuelos.
Un encargo de 2006 abri¨® la primera brecha en el muro que yo mismo hab¨ªa levantado entre lo familiar y lo profesional. Para una exposici¨®n titulada Frente al fascismo: Nueva York y la guerra civil espa?ola, el Museo de la Ciudad de Nueva York me pidi¨® un estudio de c¨®mo la colonia de emigrantes espa?oles en la ciudad hab¨ªa respondido a la conflagraci¨®n en Espa?a. Me puse a estudiar la prensa local en lengua espa?ola de la ¨¦poca, y en los diarios empec¨¦ a encontrar largos listados de asociaciones de emigrantes espa?oles que, con el objetivo de coordinar sus iniciativas a favor de la Rep¨²blica, se hab¨ªan unido bajo el paraguas de las Sociedades Hispanas Confederadas. Esas listas me revelaron la existencia de todo un archipi¨¦lago de enclaves espa?oles por todo el pa¨ªs, cada uno con sus p¨ªcnics, con sus abuelos en potencia¡
¡°El espa?ol fue mi primera lengua, porque hasta los tres a?os viv¨ª con mis abuelos¡±, recuerda la descendiente KAthy Meers
Tambi¨¦n realic¨¦ entrevistas con ancianos ¡ªmi padre entre ellos¡ª que pudieran tener recuerdos vivos de aquellos a?os de discordia y solidaridad. Pronto descubr¨ª que los materiales imprescindibles para reconstruir esta olvidada di¨¢spora se encontraban en un estado precario, a punto de perderse, en las casas privadas ¡ªy en las cabezas¡ª de los descendientes. Por aquellas fechas, conoc¨ª al documentalista Luis Argeo, que acababa de estrenar AsturianUS, una pel¨ªcula sobre emigrantes asturianos en Virginia Occidental y Pensilvania. Argeo hab¨ªa llegado por su cuenta a la misma conclusi¨®n que yo sobre el valor y la precariedad de esta historia desconocida. Decidimos colaborar. Programamos en un GPS el mapa que hab¨ªamos elaborado con aquellos listados de las Sociedades Hispanas Confederadas, y con esc¨¢neres port¨¢tiles, c¨¢maras y micros en el equipaje, nos lanzamos a tocar a puertas de descendientes de espa?oles por todo Estados Unidos.
Los protagonistas de esta historia de hace m¨¢s de un siglo ya no est¨¢n con nosotros. Sus hijos, si viven, son octogenarios, nonagenarios. Muchas veces hablan espa?ol m¨¢s como un vestigio de su infancia que como una lengua viva. Nos reciben con frecuencia en las modestas casas que en su d¨ªa adquirieron sus padres, llenas todav¨ªa de objetos, fotos y olores que evocan a aquella primera generaci¨®n. Si los que nos reciben son nietos o bisnietos, las viviendas son casi siempre m¨¢s grandes y mejor ventiladas: m¨¢s luz, m¨¢s aire y menos historia. Los nietos raramente conservan el espa?ol, por lo que les resulta ilegible buena parte de sus archivos familiares.
La Guerra Civil supuso para los emigrantes el final del sue?o de volver a Espa?a y el comienzo de un proceso de olvido
Una visita nuestra ocupa un d¨ªa entero; adem¨¢s de filmar extensas entrevistas, digitalizamos esos archivos. Y en casi todos los hogares ¡ªla hospitalidad es hereditaria¡ª se nos da a probar alg¨²n plato basado en una antigua receta. Durante 10 a?os de trabajo de campo hemos degustado: la paella de un hijo de alicantinos en Monterrey, California; las filloas de una hija de coru?eses en Astoria, Nueva York; chorizos caseros embutidos por nietos de andaluces en California, de asturianos en Misuri y de gallegos en Nueva York; el gazpacho de una nieta de almeriense y malague?a en California; hojuelas fritas por la nieta de una abulense en Haw¨¢i, y docenas de versiones de la tortilla de patata o del arroz con pollo, preparadas en lugares como Virginia Occidental, Nueva Jersey y Pensilvania. En ocasiones, logramos que nuestros viajes coincidan con actividades colectivas de los descendientes, como aquel inolvidable p¨ªcnic celebrado en un gran parque p¨²blico a las afueras de Canton, Ohio. Kathy Meers, de apellido Pujaz¨®n cuando naci¨® en 1952, lleva a la ¡°jira campestre¡± una gran olla de arroz con pollo, un t¨¢per enorme lleno de pesti?os y dos bolsas de pl¨¢stico repletas de fotos y documentos. Mientras la ayudamos a descargar su coche, nos cuenta en ingl¨¦s: ¡°Me han dicho que el espa?ol fue mi primera lengua, porque hasta los tres a?os viv¨ª con los abuelos. Luego, en la escuela, lo fui perdiendo¡±. Esos abuelos, Juan Pujaz¨®n Valencia y Adelaida Justo Bl¨¢zquez, nacieron en Nerva, Huelva. Pasaron por Ellis Island en noviembre de 1920, m¨¢s o menos cuando Knutson visit¨®, horrorizado, el centro de inmigraci¨®n. Una huelga en las minas de Riotinto en 1920 impuls¨® a varios centenares de onubenses a dirigirse a Canton en busca de trabajo en las grandes acer¨ªas. Entre ellos, Juan y Adelaida. Estos mineros se incorporaron a una comunidad asturiana establecida poco antes en la zona. Canton era ya un gran centro industrial con obreros inmigrantes de medio planeta; en ese mismo a?o nacer¨ªa en la ciudad la National Football League.
Ya en el recinto del p¨ªcnic, Kathy trajina sin parar; saluda a las otras familias que llegan, y dispone la comida sobre dos grandes mesas. Promete ense?arnos los contenidos de las bolsas de pl¨¢stico despu¨¦s de comer: ¡°No quiero que se me ensucien los programas¡±.
Esta di¨¢spora se ir¨ªa forjando paulatinamente mientras el imperio espa?ol daba sus ¨²ltimos coletazos y EE UU se estrenaba como potencia industrial con ambiciones imperiales. El flujo llegar¨ªa a su punto ¨¢lgido durante la Primera Guerra Mundial. La neutralidad de Espa?a durante la guerra, combinada con la oferta de puestos de trabajo que los estadounidenses dejaban vacantes al ser llamados a filas, gener¨® un pico hist¨®rico de emigraci¨®n de espa?oles a Estados Unidos. Pero se trataba de un r¨¦cord ef¨ªmero que caer¨ªa en picado poco despu¨¦s de la intervenci¨®n de Knutson, gracias, en buena medida, a las mentiras y miedos que animaban su discurso y el de los que pensaban como ¨¦l.
Porque ni el Gobierno espa?ol organizaba la exportaci¨®n de sus ¡°peores ciudadanos¡±; ni eran los emigrantes en su mayor¨ªa anarquistas; ni ha habido jam¨¢s d¨ªa alguno en el que hayan entrado 2.000 inmigrantes espa?oles ¡ªni cifra remotamente aproximada¡ª a EE UU. Pero la ciza?a que sembraba Knutson cay¨® sobre tierra f¨¦rtil. Una recesi¨®n econ¨®mica tras el final de la guerra y el notorio Red Scare ¡ªel miedo al comunismo espoleado por la Revoluci¨®n Rusa¡ª bastaron para que prevalecieran las im¨¢genes tremendistas y los argumentos antiinmigrantes de gente como Knutson.
En los primeros a?os veinte, poco despu¨¦s de las llegadas de los abuelos de Kathy y de los m¨ªos, se aprobar¨ªan una serie de leyes migratorias con el objetivo de restringir la entrada al pa¨ªs a personas del sur y este de Europa, los ¡°bad hombres¡± del momento. Esta xenofobia llegar¨ªa a su m¨¢xima expresi¨®n con la Ley de Cuotas promulgada en 1924, seg¨²n la cual solo podr¨ªan acceder legalmente al pa¨ªs, en todo ese a?o, 131 espa?oles. Ni los suficientes para hacer una buena comida campestre. Con estas cuotas, Knutson & Co. lograron construir entre Espa?a y Estados Unidos ¡ªcon cifras y prejuicios en lugar de ladrillos y argamasa¡ª un gran muro.
La Ley de Cuotas casi fren¨® en seco la inmigraci¨®n legal de espa?oles, pero los a?os veinte ser¨ªan una d¨¦cada de consolidaci¨®n para las colonias ya establecidas. De 1925, por ejemplo, data la fundaci¨®n del Centro Hispano Americano de Canton, el mismo que organiza esta excursi¨®n. Mientras pasamos de mesa en mesa probando platos ¡ªempanada de at¨²n con la familia Guerra, bacalao con los Prendes, flan con los Conde, arroz con leche con los Cabo¡ª reflexionamos sobre c¨®mo han ido evolucionando las comidas en la di¨¢spora. Tambi¨¦n charlamos con los descendientes, a algunos les filmamos entrevistas formales con el fin de documentar c¨®mo perciben y c¨®mo cuentan la historia de sus antepasados.
Entre los descendientes que han acudido hoy a este p¨ªcnic, notamos una tendencia que hemos visto en todos los lugares donde hemos trabajado: si las recetas se transforman al asimilarse, las historias familiares tambi¨¦n. Y lo hacen de forma predecible, no aleatoria. Muchas veces, pese a la evidencia que ofrecen los propios archivos familiares, estas historias suyas, con el paso de las generaciones, se van ajustando m¨¢s y m¨¢s a la horma del gran sue?o americano, seg¨²n el cual todos los antepasados inmigrantes ser¨ªan h¨¦roes solitarios, cortados al patr¨®n del arquet¨ªpico self-made man estadounidense. Como si dijeran: ¡°Mis abuelos vinieron solos, no conoc¨ªan a nadie y nadie los ayud¨®; vinieron de forma legal, y siempre respetaron las leyes de este pa¨ªs. No se interesaron nunca por la pol¨ªtica, solo se dedicaban a trabajar. Salieron de Espa?a ya con la intenci¨®n de quedarse en EE UU y de hacerse ciudadanos. Amaban este pa¨ªs incluso antes de llegar a ¨¦l¡±.
Cae la tarde cuando por fin volvemos con el clan Pujaz¨®n. Encontramos a Kathy sacando fotos de las bolsas de pl¨¢stico y organiz¨¢ndolas en la mesa ya despejada: una imagen coloreada de su abuelo vestido de torero, retratos de grupos de los p¨ªcnics de anta?o. Pero lo que m¨¢s llama la atenci¨®n son dos montones de panfletos variopintos colocados en el otro extremo de la mesa. Kathy los se?ala: ¡°Mi abuelo coleccion¨® todos los programas impresos de esta comida anual desde el a?o 1936 hasta 1973. Yo los he heredado¡±. Las dos portadas m¨¢s visibles, las de los programas que coronan las dos pilas, son las de 1937 y 1946. Forman, azarosamente, un poderoso d¨ªptico que nos da la clave para interpretar la historia de esta di¨¢spora. El primero, escrito en espa?ol, fue dise?ado con los ojos puestos en Espa?a, y emerge de una comunidad que vive entre dos pa¨ªses; el segundo, en ingl¨¦s, lo protagoniza una familia feliz, perro incluido, que parece marchar con paso firme hacia la asimilaci¨®n absoluta.
El d¨ªptico confirma algo que los archivos de los descendientes se?alan una y otra vez: la guerra civil espa?ola marc¨® un parteaguas en las vidas de los individuos y de las comunidades de la di¨¢spora. Los descendientes asimilados y monoling¨¹es podr¨¢n contar sus historias ¨¦picas de individuos aut¨®nomos que salieron de sus aldeas en 1910 o 1920 supuestamente sabiendo de antemano que su destino y el de sus hijos iba a ser estadounidense. Pero no sabr¨¢n explicar por qu¨¦ sus padres esperaron 20 o 30 a?os, hasta 1939 o 1940, para solicitar aquellos papeles de ciudadan¨ªa. Puede que los descendientes no lo perciban o no lo sepan articular, pero igual que esta yuxtaposici¨®n de portadas, las fotos, cartas y recortes period¨ªsticos de sus archivos familiares lo dicen por ellos: la guerra y su resultado representaron el final del sue?o de volver a Espa?a que s¨ª albergaban sus antepasados, y el comienzo de un proceso de olvido.
Cuando ya no hay vuelta, todo cambia en la vida de un emigrante: las relaciones con un pa¨ªs y otro, con el ingl¨¦s y con el espa?ol; las prioridades en la crianza de los hijos, que ahora, irremediablemente, van a ser americanos; las fotos que se guardan y, sobre todo, las historias que con ellas se fabrican.
Si en aquel otro p¨ªcnic, el de Staten Island, 1920, alguien les hubiera contado a Jos¨¦ y Carmen el destino que ten¨ªan por delante, no se lo habr¨ªan cre¨ªdo. Adivinar el futuro es dif¨ªcil; comprender el pasado sin leyendas tambi¨¦n lo es. ?Se reconocer¨ªan aquellos dos j¨®venes ¡ªo cualquiera de los miles de espa?oles que emigraron a EE UU¡ª en las historias casi providencialistas que, desde la asimilaci¨®n, les hemos ido atribuyendo sus descendientes?
En las ¨²ltimas elecciones presidenciales, Donald Trump arras¨® en el condado de Stark, Ohio, donde se encuentra Canton. ?C¨®mo es posible que en un pa¨ªs de inmigrantes como EE UU pueda haber una corriente antiinmigrante tan virulenta como la que alz¨® a Trump a la Casa Blanca? Podr¨ªa haber algunas pistas en el caso de estos espa?oles que emigraron hace 100 a?os, y de sus descendientes que enfocan y estructuran de cierta forma sus memorias familiares, dejando fuera muchos aspectos y trastocando otros. Solemos suponer que debe existir una empat¨ªa natural entre quienes descienden de inmigrantes y quienes inmigran hoy. Pero esa empat¨ªa presupone aceptar que las dos experiencias son, si no iguales, cuando menos, comparables. Y muchos descendientes rechazan las comparaciones, se resisten a identificarse con los que hoy tocan a sus puertas. Me pregunto si no lo har¨¢n bas¨¢ndose en memorias y relatos espurios, que les permiten levantar muros quiz¨¢ m¨¢s insalvables que los de Knutson o Trump, ante la angustia y el anhelo ajenos.?
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