Mascotas, compa?¨ªa limitada
Nos gusta suponer incondicionales a los animales, nos gusta suponerlos semejantes a nosotros
PULULAN, PROLIFERAN, se propagan: hay perros que reencuentran a su due?o perdido y jubilan con explosi¨®n de colas, hay gatos que ven un v¨ªdeo de su due?o muerto y yacen sobre la imagen y la acunan, hay perros que dedican a la c¨¢mara una sonrisa falsa de quincea?era en selfi, hay gatos que ?nadan en una playa tropical como si el agua no mojara ¡ªy todos ellos tienen millones de reproducciones en Twitter. No hay nada ¡ªo casi nada¡ª que atraiga m¨¢s a los 330 millones de usuarios de Twitter, por ejemplo, que ciertos episodios animales.
Alguien, alguna vez, tendr¨¢ que explicar esta invasi¨®n de bestias: el lugar que ahora tienen. Desde que el hombre es hombre debi¨® vivir rodeado de ellas: le daban leche y carne, calor y tiro, protecci¨®n y transporte. Eran, hasta hace poco, herramientas: cuando no se las com¨ªan, los hombres las usaban para sus necesidades. Pero la mayor¨ªa fue reemplazada por m¨¢quinas ¡ªm¨¢s eficaces, m¨¢s f¨¢ciles, m¨¢s limpias¡ª y perdi¨® su trabajo; lo conservan, por ahora, los que ser¨¢n comida.
Y, al mismo tiempo, la mayor¨ªa de los hombres empezaron a vivir en ciudades, alejados de presencias animales. En las ciudades pobres todav¨ªa quedan algunos: perros sueltos, gatos extraviados, ratas, cucarachas, moscas, un burro, una gallina, las vacas de la India; en las ciudades ricas, solo los p¨¢jaros y otros insectos y la enorme cantidad de perros y gatos cama adentro. Cuyos conchabos evolucionaron igual que el resto de la econom¨ªa: su trabajo ya no est¨¢ en la producci¨®n, ahora se dedican a servicios; en concreto, el de la compa?¨ªa.
Cuando dejamos de vivir de los animales nos buscamos animales con los cuales vivir ¡ªy son innumerables. A veces, esa superpoblaci¨®n crea resquemores, como el de ese escritor desaforado desalmado que lamenta que Europa se declare incapaz de recibir a un mill¨®n de refugiados pero aloje y alimente a 190 millones de perros y de gatos, y que la FAO lleve d¨¦cadas pidiendo 30.000 millones de euros por a?o para solucionar el hambre urgente en todo el mundo cuando el mercado global de las mascotas mueve el triple; por eso, parece, insiste en que deber¨ªa estar prohibido alimentar animales dom¨¦sticos mientras no se garantice que todos los hombres del mundo coman lo que deben. Son pamplinas, exageraciones. Pero s¨ª es cierto que nunca tantos hicieron tan poco: acompa?arnos.
Ya no hacen de animales; hacen, ahora, de personas raras. Son, en principio, seres queridos que no crean zozobra: dan la ilusi¨®n de que dan y no piden nada a cambio. Lo cual se sostendr¨ªa mucho mejor si no dependieran absolutamente de sus due?os para sobrevivir. Pero nos gusta suponerlos incondicionales: el amor verdadero, sin tanto toma y daca. Y nos gusta creerlos semejantes.
Por eso, supongo, nos regocija ver hacer a un ser animal lo que ser¨ªa banal si lo hiciera un ser m¨¢s o menos humano. Quiz¨¢ nos tranquilice imaginar que los animales tambi¨¦n piensan y quieren y saben y nos enga?an y se aprenden la tabla del siete y, por lo tanto, todo ese tiempo que nos pasamos con ellos, todo ese dinero que nos gastamos en ellos, todas esas cosas que les contamos, todo ese amor que les facilitamos no caen en saco roto ¡ªque es un saco que ya pas¨® de moda.
Y los miramos y los admiramos y nos babeamos y nos alborozamos. En Twitter, dec¨ªa, nada nos llama tanto la atenci¨®n como esos animales; quiz¨¢ me equivocaba. Hay un par que s¨ª; uno se llama Bergoglio y reina sobre un reino chiquito pretencioso; otro se llama Trump y preside un pa¨ªs de cierta envergadura. Y, cuando tuitean, tienen casi tanto impacto como un perro que le ladra a un espejo, digamos, o un gato panza arriba.?
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