La amante del asesino
Sylvia ten¨ªa dos dioses, el hombre al que amaba y al que admiraba y segu¨ªa. Uno mat¨® al otro. En su defensa el autor ha decidido contar su historia
QUERIDA SYLVIA: Me atrev¨ª finalmente a contar tu historia. Me lo ped¨ªas con insistencia. Primero con tu presencia callada y tus manos extendidas entreg¨¢ndome los testimonios de todos aquellos que te vieron acercarte peligrosamente al silencio total y hundirte en ¨¦l tantos a?os.
Me lo pediste cada vez que aparec¨ªas en mis sue?os, con tu mirada clara y tu paso firme entre las tumbas, entre flores y piedras, llev¨¢ndome de la mano para hacerme leer las palabras cinceladas que escribiste sobre tu l¨¢pida: ¡°Aqu¨ª yace Sylvia Ageloff, carnada ilusa, bestia sacrificable, eco de venganza muda, ciega, sorda, turbada. Cay¨® en mil trampas de odio y deseo. Muri¨® varias veces, la m¨¢s fiel amante del asesino¡±.
Me lo pediste, sin saberlo, a trav¨¦s de tu sobrina, mi alumna aquel verano en un campus norteamericano. Ella, indignada, escribi¨® tu defensa frente a aquellos que, con sa?a y sin fundamentos, afirmaron que hab¨ªas sido c¨®mplice del asesino. El hombre que puso al deseo en funci¨®n del mal m¨¢s banal y extremo: el agente secreto sovi¨¦tico que durante dos a?os fue tu amante para poder llevarte finalmente hasta M¨¦xico y, a trav¨¦s de ti, tener 15 minutos a solas con el exiliado que admirabas m¨¢s que a nadie, y as¨ª poder asesinarlo.
Cada palabra de una carta tuya de aquellos a?os me arde en las manos: ¡°La tarde de verano que Trotski fue asesinado, yo tambi¨¦n. La mano que hundi¨® en su cabeza la u?a de fierro de un piolet me arranc¨® las entra?as al mismo tiempo. Y casi no ha dejado de hacerlo. Yo ten¨ªa dos dioses, el hombre al que amaba y el otro, al que admiraba y segu¨ªa. Ese que transformaba al mundo. Los dos daban sentido a mi vida y uno mat¨® al otro. Fui sin saberlo, su instrumento. Fui arma de metal en su mano fr¨ªa¡±.
Por ti, Sylvia, comenc¨¦ a escribir Los sue?os de la serpiente. Me resultaba indignante que novelistas, reporteros e historiadores te mencionaran substituyendo tu nombre por ¡°la fea¡±. Pero encontr¨¦ a uno todav¨ªa m¨¢s indignado. El enamorado que tuviste cuando eras trabajadora social y te ocupabas de inmigrantes mexicanos. Por ti adopt¨® fervientemente ¡°las ilusiones del siglo¡±. En ¨¦l, como en tantos antes y tantos todav¨ªa, madura el silogismo que justifica matar o morir por una causa. Por una utop¨ªa. Emigr¨® a la Uni¨®n Sovi¨¦tica con los 600 trabajadores de la planta armadora de autos que Henry Ford vendi¨® a Stalin, escap¨® milim¨¦tricamente de terminar en el Gulag, y lleg¨® a formar parte del entorno del terrible Beria. Verdugo ocasional, fue tambi¨¦n v¨ªctima de un experimento psiqui¨¢trico en el que perdi¨® la memoria.
Ahora, desde su total desconcierto, querida Sylvia, ¨¦l reconstruye con enormes esfuerzos, escribi¨¦ndola y dibuj¨¢ndola sobre los muros de su celda, reinvent¨¢ndola a trechos, su historia, su identidad tal vez, y las creencias m¨¢s obstinadas de su tiempo. Quiere mostr¨¢rtela: una c¨¢mara de ecos entusiastas e hirientes. Su catatonia y su despertar son los de nuestro siglo. Y no han terminado.
Alberto Ruy S¨¢nchez es autor de Los sue?os de la serpiente (Alfaguara).
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