La pistola del general Mizzian
El escritor recuerda c¨®mo le fascinaban los heroicos relatos de la viuda del militar marroqu¨ª. De mayor, descubri¨® que este hab¨ªa cometido cr¨ªmenes viles
TE LLAMABAS Fadela y cuando nos conocimos yo apenas tendr¨ªa 11 o 12 a?os mientras que t¨² rondar¨ªas los 80. Yo era alguien insignificante, el hijo enfermizamente t¨ªmido de un funcionario de la Embajada de Espa?a en Marruecos, mientras que t¨² destacabas en las recepciones de los c¨ªrculos diplom¨¢ticos de Rabat como la viuda de un personaje de leyenda: el general Mizzian, protegido desde la adolescencia por el rey Alfonso XIII; compa?ero de armas de Francisco Franco, a quien salv¨® la vida en 1924 durante una escaramuza de la guerra del Rif; mano derecha de los reyes Mohamed V y Hassan II, para quienes fund¨® el actual Ej¨¦rcito de Marruecos.
En aquellas cenas de Embajada que resultaban tan tediosas, te sentabas a mi lado y comenzabas a contarme las aventuras de tu marido durante las guerras rife?as de los a?os veinte. Parec¨ªa un personaje sacado de uno de esos relatos de Kipling o de Stevenson, repletos de incursiones, fugas y emboscadas, que por aquella ¨¦poca empezaba yo a devorar. Tanta complicidad ten¨ªamos que una noche me invitaste, junto a mis padres, a cenar en tu casa, un palacete con largos pasillos cubiertos por techos artesonados de madera en el barrio del Souissi. En la antec¨¢mara de tu dormitorio hab¨ªas montado un peque?o museo con todos los recuerdos del general: uniformes, condecoraciones, recortes de prensa. Pero lo que m¨¢s me impresion¨® fue un rev¨®lver de campa?a cuya empu?adura gastada apret¨¦ contra la palma de mi mano y me transport¨® inmediatamente a esas monta?as del Atlas donde varias d¨¦cadas atr¨¢s legionarios y kabile?os manten¨ªan sus duelos a muerte.
Al regresar a Espa?a perdimos todo contacto y no supe que hab¨ªas fallecido hasta unos a?os despu¨¦s, en la Universidad, cuando comenc¨¦ a leer en prensa otros testimonios del general Mizzian, muy distintos del h¨¦roe rom¨¢ntico que t¨² hab¨ªas dibujado. Le acusaban de ser un criminal de guerra en toda regla. El reguero de sangre comenzaba en nuestra Guerra Civil, cuando orden¨® ejecutar a m¨¢s de 200 heridos republicanos que se hacinaban en un hospital de Toledo, y segu¨ªa hasta el norte de Marruecos, donde a finales de los cincuenta sofoc¨® una revuelta que dej¨® miles de muertos. El recuerdo que dej¨® es tan amargo que, medio siglo despu¨¦s, las protestas de las comunidades rife?as obligaron a clausurar un museo dedicado a tu marido donde hab¨ªan recalado todos esos recuerdos que atesorabas en tu casa. No volv¨ª a ver la famosa pistola del general Mizzian, que tanto hab¨ªa estimulado mi imaginaci¨®n adolescente, pero s¨ª habl¨¦ con descendientes de las v¨ªctimas de su poder, que me contaron historias terribles de ejecuciones sumarias, torturas y violaciones colectivas a mujeres indefensas.
Con todo, tengo un recuerdo cari?oso de ti y ni siquiera me siento capaz de reprocharte que, como una Scheherezade moderna, quisieras trazar sobre la imaginaci¨®n inmaculada de un chaval de 11 a?os el retrato ideal de ese hombre al que amaste. Me quedo con una gran lecci¨®n: el poder y la responsabilidad que cada narrador tiene de determinar qu¨¦ rincones de la historia ilumina y cu¨¢les condena al olvido.?
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