¡°Mam¨¢, no me dejes morir. D¨ªselo a Dios, por favor¡±
Thiago, Wanderson y el chico sin nombre
Vidas desperdiciadas en el pa¨ªs de la violencia. Brasil, una de las naciones con mayores ¨ªndices de homicidios y de muertes violentas del mundo, pretende resolver el problema con m¨¢s armas y m¨¢s impunidad.
Todos los d¨ªas es as¨ª. Siempre lo fue: unos contra otros. Unos y otros contra todos. La polic¨ªa y los traficantes intercambiando tiros, disputando el territorio, trabando su guerra sin fin. Inventando un futuro de muerte y dolor. Disparando hacia cualquier lado, sin otra direcci¨®n que los cuerpos fr¨¢giles de quienes habitan esas barriadas repletas de ni?as y ni?os descalzos. Arrojando balas por doquier, municiones fulminantes que rasgan vidas, que destrozan ilusiones, que ti?en de sangre la tierra seca de las favelas. All¨ª, donde vive la gente buena, las trabajadoras, los trabajadores y sus familias. Familias iguales a la tuya, a la m¨ªa, a la de casi todos, gente como t¨² o como yo, pero muy pobres. Eso: pobres. Por eso: pobres. Aquellos a los que, cuando se aproxima una elecci¨®n, les prometen un futuro de felicidad y redenci¨®n.
Siempre fue as¨ª: malos contra malos. Robando todo lo que se interpone en su camino. Especialmente, vidas.
Un libro y una plaza, s¨ªmbolos de la vida y de la libertad. Un ni?o y un libro, en la plaza de una favela igual a tantas otras, pero que alguien cruelmente fund¨® con el nombre de Ciudad de Dios.
Todos los d¨ªas. Todos los santos d¨ªas. Y as¨ª fue el viernes pasado, cuando Thiago estaba en una plaza y su espalda fue desgarrada por una bala que esta sociedad indiferente a la muerte, llama ¡°perdida¡±. Miles y miles de balas perdidas, que deambulan errantes por el cielo sin vida de R¨ªo de Janeiro, de San Pablo o de Recife, de Belo Horizonte o de Salvador. Balas que se encuentran cuando se pierden vidas como la de Thiago, un chico de 14 a?os que le¨ªa un libro en una plaza. Un libro y una plaza, s¨ªmbolos de la vida y de la libertad. Un ni?o y un libro, en la plaza de una favela igual a tantas otras, pero que alguien cruelmente fund¨® con el nombre de Ciudad de Dios.
Y as¨ª fue tambi¨¦n el s¨¢bado, cuando Wanderson se despert¨® en medio de la noche por el intercambio de tiros. Asustado, trat¨® de cerrar la ventana y otra bala perdida encontr¨® lo que buscaba: una muerte m¨¢s, una vida menos. A Wanderson no se sabe qui¨¦n lo mat¨®. O s¨ª: lo sabemos todos, porque a Wanderson lo mataron tambi¨¦n por la espalda, sin que se diera cuenta. Las balas perdidas son as¨ª: cobardes, traicioneras. A los pobres siempre los matan por detr¨¢s, sin que hayan hecho otra cosa que comenzar a so?ar. O ni siquiera eso. Wanderson ten¨ªa 15 a?os y viv¨ªa en el Morro de la Fe. Esa maldita costumbre que tiene este pa¨ªs de ponerle nombres sagrados a lugares que parecen el infierno.
Siempre fue as¨ª. Como el domingo pasado, cuando un muchacho que parec¨ªa tener 17 a?os pasaba con su bicicleta por una calle de la favela de Manguinhos, y comenzaron los tiros. Su cuerpo se desparram¨® deshilachado por el asfalto desgastado, su cuerpo destrozado, el cuerpo sin nombre de una vida lacerada. Fueron los polic¨ªas, dijeron algunos silenciosamente. Fueron los traficantes, dijeron otros sigilosamente. Fueron ambos. Como siempre: ambos, unidos contra la vida de los que no pueden vivir porque aqu¨ª se traba una guerra sin otra ley que la impunidad. A este joven de 17 a?os, cuyo nombre a¨²n no sabemos, lo mataron por delante y por detr¨¢s. Estorbaba en el tiroteo. O quiz¨¢s no. Quiz¨¢s era la raz¨®n que daba sentido a esa ignominiosa y ensordecedora balacera de odio y dolor. Ninguno quer¨ªa errarle. Lo ¨²nico que queda cuando se tirotean polic¨ªas y traficantes es gente inocente muerta, familias destrozadas, vidas transformadas en despojos.
Siempre fue as¨ª y as¨ª fue el viernes, el s¨¢bado y el domingo. As¨ª fue ayer y as¨ª ser¨¢ hoy. As¨ª ser¨¢ ma?ana.
A Thiago, a Wanderson y a ese chico sin nombre los mataron en R¨ªo de Janeiro, cuyo nuevo gobernador acaba de anunciar que la soluci¨®n a este desastre humanitario ser¨¢: ¡°apuntar a la cabeza y disparar¡±. Viv¨ªan en un pa¨ªs donde se cometen 60 mil homicidios cada a?o, casi todos de j¨®venes como ellos: negros, pobres, favelados, con nombre, innominados.
Lo ¨²nico que queda cuando se tirotean polic¨ªas y traficantes es gente inocente muerta, familias destrozadas, vidas transformadas en despojos.
A Thiago y a Wanderson lo lloraron desconsoladamente sus madres, abrazando sus fotos, la camisa que m¨¢s les gustaba, el libro que le¨ªan, el futuro que a?oraban. Al chico sin nombre lo llorar¨¢ su madre cuando sepa que se lo mataron por delante y por detr¨¢s.
Ni la familia de Thiago ni la de Wanderson ten¨ªan dinero para enterrarlos. La del chico sin nombre tampoco lo tendr¨¢. Siempre fue as¨ª. Los pobres se ayudan entre ellos, hasta para enterrar sus muertos.
Thiago ten¨ªa 14 a?os y muri¨® en los brazos de su madre. Le suplic¨® que no dejara que eso ocurriera, que, ¡°por favor, mami¡±, se lo pidiera a Dios. Y ella se lo pidi¨®. Pero Dios no la escuch¨®. Quiz¨¢s, porque estaba siendo convencido por Bolsonaro de que la mejor forma de acabar con esta violencia infame ser¨¢ llenando el pa¨ªs de armas.
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