Carretera, droga y ¡®rock and roll¡¯: la gira mexicana de un escritor extremo
En 2005, el escritor mexicano Juli¨¢n Herbert se embarc¨® en un tour con Madrastras, una banda sin g¨¦nero definido, sin fans y con un vocalista ¡°gordo, treint¨®n y cursi¡±. Tocaron en m¨ªseras condiciones en pueblos donde nunca hab¨ªa sonado el rock, pero nadie podr¨¢ arrebatarle sus cinco minutos de rockstar
QUER?A SER rockstar en un mundo donde las guitarras el¨¦ctricas eran m¨¢s caras que las m¨¢quinas de escribir port¨¢tiles, as¨ª que termin¨¦ siendo escritor. Con el tiempo gan¨¦ lo suficiente para comprar una Telecaster, form¨¦ un cuarteto de funklor llamado Madrastras, fui vocalista y letrista. Un d¨ªa me dieron un premio literario y us¨¦ la plata para financiar un ¨¢lbum, lo titulamos El diablo es un jard¨ªn; todav¨ªa quedan cientos de copias en un armario de mi casa. Para entonces ten¨ªa treinta y tantos y los chicos de la banda eran casi una d¨¦cada m¨¢s j¨®venes: me apodaban M¨ªster Boy. Luego de marchitarnos un tiempo en bares hipster y fiestas universitarias del circuito local, en 2005 nos invitaron a una caravana: Machacado al estilo Coahuila, minigira de 12 agrupaciones musicales por cinco ignotas ciudades del noreste de M¨¦xico: Piedras Negras, Nueva Rosita, Monclova, Torre¨®n y Saltillo. El patrocinio provino del Instituto Coahuilense de la Juventud, las funciones ser¨ªan gratuitas y al aire libre, nos pagaban los gastos pero no los honorarios, se realizar¨ªa un disco conmemorativo y un video, viajar¨ªamos durante una semana en dos autobuses: el m¨¢s decente, para los grupos que inclu¨ªan personal femenino y/o m¨²sica tranqui, y el m¨¢s destartalado, para las bandas masculinas de sonido crudo. Nos toc¨® el segundo transporte, claro.
Eran tiempos oscuros y luminosos, tiempos de riffs trascendentes y mal audio en monitores, tiempos de sexo duro y droga sin protecci¨®n, tiempos de angustia y deterioro: por alguna raz¨®n se escase¨® la coca¨ªna y me aficion¨¦ al cristal fumado en foco. Pasaba los d¨ªas en trance paranoico y las tardes y las noches sin poder moverme de la cama. No recuerdo ni c¨®mo me puse de pie un d¨ªa de marzo a las seis de la ma?ana y acud¨ª a las puertas del Teatro de la Ciudad y le dije al ch¨®fer, antes de trepar al cami¨®n:
¡ªGordo, p¨¢rate un fix trailero en el camino, ¨¢ndale, ?no? Cargo una cruda que camina sola.
¡ª?Quieres pisto? ¡ªpregunt¨®¡ª. ?O quieres fif¨ª?
Nos fixe¨® cerveza y rayas a pocos kil¨®metros de Saltillo, en un peque?o parador hecho de adobe sobre la carretera Cincuenta y Siete Norte, cerca de Las Im¨¢genes. Antes del mediod¨ªa ya est¨¢bamos ebrios. Bautizamos al conductor como El Chofi del Averno, y el mote se peg¨®. Nos llev¨¢bamos bien con ¨¦l, incluso le consecuentamos que pusiera videos porno en el sistema del bus.
Hab¨ªa una banda de Torre¨®n que se llamaba Tinea Cruris (casi todo lo que narro puede ser constatado v¨ªa Internet): un tr¨ªo de punk. Hab¨ªa unos skatos llamados Estorbo, eran de Monclova y le cantaban a san Juditas Tadeo, al T¨ªo Gambo¨ªn y a un extra?o psic¨®pata con alzh¨¦imer que no recordaba traer un cad¨¢ver en la cajuela del auto. En el bus bonito viajaban Yesi Garc¨ªa y La Estafa, conjunto de cumbia norte?a integrado exclusivamente por mujeres. Purcell Mil era la suma de un genio y de sus fans: como los miembros estables no pudieron viajar, todo el personal de Madrastras acompa?aba a Roy Carrum, el vocalista, durante sus presentaciones. Los estelares eran Playskull, n¨¹ metal para las masas con todas las de rigor: un vocalista grit¨®n y guapo y un baterista y una lira poderosos. Hab¨ªa otros grupos m¨¢s o menos olvidables, y luego est¨¢bamos nosotros: sin g¨¦nero definido, sin fans y sin dinero, ni guapos ni virtuosos ni simp¨¢ticos, con un vocalista gordo y treint¨®n y cursi y un baterista cl¨ªnicamente incapaz de tocar con metr¨®nomo. Ah, but we had the songs, bitches: Hurac¨¢n, un ambient minimalista de dos acordes y ocho minutos de duraci¨®n que hac¨ªa las delicias de los entachados y pachecos; y Venados, un funk tribal cuyos coros y percusiones permit¨ªan que los m¨²sicos de otras agrupaciones se incorporaran poco a poco hacia el final de la canci¨®n. Por eso nos permitieron cerrar el ¨²ltimo concierto.
En Piedras Negras me robaron la guitarra a media funci¨®n; tuve que pedir prestada la de Roy. No recuerdo casi nada (salvo que aspir¨¦ cantidades generosas de foco en un WC port¨¢til) hasta que llegamos al hotel. Ah¨ª nos enteramos de que solo dispon¨ªamos de una habitaci¨®n doble para cada conjunto, es decir, dos camas para cuatro (o a veces m¨¢s) integrantes. Adalberto Montes (el baterista) y yo nos apuntamos de inmediato como compa?eros de cama: intuimos el pleito que se avecinaba. H¨¦ctor Garc¨ªa (guitarra) y Sa¨ªd Herbert (bajo) se declararon incompetentes para compartir el lecho con otro hombre; decidieron alternarse la cama un d¨ªa s¨ª y otro no, de modo que cada uno de ellos tendr¨ªa que dormir algunas veces sobre la alfombra.
Era mejor que el mejor de mis sue?os porque en mis sue?os yo no viajaba a los a?os cincuenta para moverme en caravana de autob¨²s ni tocaba en las m¨ªseras y sagradas condiciones que ofrece un pueblo sin otra ley que el desierto, donde a duras penas se hab¨ªa presentado antes una banda de rock. Y era mejor que el mejor de mis sue?os porque en mis sue?os nunca hay drogas tan potentes.
Se sucedieron conciertos con p¨²blico escaso y febril. En Nueva Rosita fall¨® el audio. En Monclova tuvimos el mejor momento de la gira: los fans de Estorbo abarrotaron la discoteca donde tocamos. En Torre¨®n, algunos chicos rentaron una habitaci¨®n extra e hicieron una fila de seis o siete plazas para recibir los servicios sucesivos de una sola prostituta. Tambi¨¦n en Torre¨®n se quebr¨® Madrastras: la tensi¨®n entre Sa¨ªd y H¨¦ctor lleg¨® a su l¨ªmite al final del concierto, porque las habitaciones no eran alfombradas y a Sa¨ªd le tocar¨ªa dormir sobre el suelo de mosaico y sin almohada. Guitarra y bajo se gritaron un rato sin llegar a las manos, y al final Sa¨ªd empac¨® su instrumento y se larg¨® a Saltillo a medianoche, sin nosotros. Apareci¨® al d¨ªa siguiente para cumplir su compromiso con Madrastras en la Plaza de Armas, y nos acompa?¨® ¡ªsin dirigirnos la palabra¡ª a una ¨²ltima tocada dominical en la plaza de un pueblito llamado Arteaga. Pero fue todo: a partir de ese momento nos abandon¨®.
El concierto en la Plaza de Armas de Saltillo tuvo ¨¦xito moderado, aunque ya nadie lo recuerda. El p¨²blico termin¨® subi¨¦ndose al ground sup?port y usando las sillas como percusi¨®n para corear Venados; esos fueron los cinco minutos de rock?star que el mundo me depar¨®. Luego, cuando nos presentamos en la plaza p¨²blica de Arteaga, sucedi¨® algo curioso: a la mitad de Rifle (un funk punk furioso que hablaba de hero¨ªna) se fue la luz en el pueblo. Todos los instrumentos se apagaron, solo qued¨® sonando la bater¨ªa. Detr¨¢s del escenario hab¨ªa una gigantesca Coca-Cola inflable cuyo motor tambi¨¦n se apag¨®: la lona de la que estaba hecha la imagen se desinfl¨® y cay¨® sobre el cuerpo de Adalberto, quien no dej¨® de tocar nunca. Fue como si el icono m¨¢s negro de Occidente se derritiera con amarga lentitud sobre nuestra m¨²sica. Y as¨ª acab¨® la gira.
Ahora todo es distinto. Tengo 47 a?os. Hace poco me intern¨¦ en una cl¨ªnica prepsiqui¨¢trica para el tratamiento de las adicciones. Desde que me dieron de alta, hago yoga y medito por la ma?ana, salgo a correr a la alameda, voy al gimnasio. Estoy sobrio. Me repito que ya no soy un ni?o, que yo soy responsable, que la vida es una milicia. Mantengo en cuarentena mis emociones. Procuro pasarla bien. Pero (parafraseo a Jos¨¦ Eugenio S¨¢nchez) nadie queda ileso despu¨¦s de tocar el blues. S¨¦ que el muchacho bastante harag¨¢n que cant¨® en Radio Desierto sigue vivo dentro de m¨ª. De vez en cuando me despiertan sus gritos. Dice: ¡°?Antiguos Esp¨ªritus del Mal, transformen este cuerpo decadente en Mumm Ra, El Inmortal!¡±.?
Juli¨¢n Herbert es escritor. Su ¨²ltimo libro es Tr¨¢iganme la cabeza de Quentin Tarantino (Literatura Random House).
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