El periodista que invent¨® el crucigrama
Hace ya m¨¢s de un siglo que el periodista Arthur Wynne invent¨® las palabras cruzadas en el diario New York World
TARDE UNA tarde de verano, ya cayendo la noche, entendi¨® que las palabras al juntarse perd¨ªan el sentido. Lo hab¨ªa intuido por una serie de asociaciones cochambrosas: pens¨® en los sentidos porque el jazm¨ªn de ese jard¨ªn se los meneaba todos a partir de uno solo, pens¨® en lo poco que durar¨ªa ese olor en sus sentidos, en lo poco que durar¨ªa ese olor, en lo poco que ¨¦l mismo durar¨ªa, en el sentido de la vida, c¨®mo no, y sinti¨®, resentido, el sinsentido. En su desasosiego revis¨® sus palabras y lo inquiet¨®, por un momento, aquella confusi¨®n: perder el sentido o perder el sentido. Y enseguida se dijo que era una muestra despiadada de eso que hacen las palabras al juntarse, del mal que se hacen entre s¨ª, de c¨®mo se confunden cuando se relacionan. Fue entonces cuando resolvi¨®, de golpe y para siempre, que de a una.
Fue una iluminaci¨®n, ca¨ªa la noche. Decidi¨® no decidir enseguida; sab¨ªa que, cuando lo hac¨ªa, erraba m¨¢s. A la ma?ana siguiente, con el primer caf¨¦, entendi¨® que ya nunca intentar¨ªa un soneto, sus peque?os relatos, su novela imposible; dedicar¨ªa sus a?os a la ¨²nica forma en que el sentido de las palabras vale solo, no en la combinaci¨®n, por s¨ª mismo, no en su interacci¨®n. 23: horizontal, siete letras, ¡°Desviarse de la norma¡±; 11: vertical, cinco: ¡°Regate con el cuerpo¡±.
Son modernos: hubo intentonas previas, pero el primer crucigrama digno de ese nombre ¡ª?ese nombre!¡ª fue publicado en 1913 en el New York World por un periodista de Liverpool, Arthur Wynne, que lo llam¨® un ¡°word-cross puzzle¡± ¡ªun rompecabezas de cruce de palabras. En pocos a?os casi todos los diarios inclu¨ªan sus palabras cruzadas y se lanzaron revistas y libros especializados. Solo se opon¨ªa The New York Times, que dec¨ªa, en 1924, que la locura era transitoria y se olvidar¨ªa en unos meses. Su crucigrama ¡ªque empez¨® a publicar en 1942¡ª sigue siendo una de sus grandes atracciones. Sus defensores m¨¢s vergonzantes dicen que es una forma de refrescar conocimientos y agilizar la mente; otros m¨¢s honestos aceptan que es el modo en que les gusta usar el tiempo que no usan. Pero ¨¦l fue m¨¢s all¨¢: entendi¨® que era la ¨²nica forma de respetar realmente a las palabras.
Al principio no sab¨ªa c¨®mo hacerlos. Parece f¨¢cil, como todo lo que vemos ya hecho. Era, en realidad, una trampa cerr¨¢ndose: te armabas un esquema de cruces y empezabas a llenarlo con palabras y a definirlas al costado, pero el esquema se iba atiborrando y los espacios quedaban determinados por las palabras ya incluidas. Era, pensaba, una met¨¢fora mala de la vida: pasar de aquellos a?os iniciales en que todo parece m¨¢s o menos posible a estos en que el camino se te estrecha, acepta cada vez menos variantes, menos invenci¨®n. Aprendi¨® a apreciarlo: la estrechez se convirti¨® en su mejor afrodisiaco, y su vida y sus crucigramas se hicieron m¨¢s y m¨¢s complejos a fuerza de parecer m¨¢s y m¨¢s simples.
Era un ba?o de humildad, pero, al mismo tiempo, lo embargaba el orgullo. Compadec¨ªa a esos torpes que necesitan, para usar las palabras, combinarlas, aprovecharse de sus confusiones: seres peque?os, incapaces. Y un d¨ªa se dio cuenta adem¨¢s de que su decisi¨®n hab¨ªa estado de acuerdo con la ¨¦poca: que la aversi¨®n por cualquier combinatoria estaba en muchas de sus marcas culturales. Que la gran mayor¨ªa no combinaba porque no sab¨ªa c¨®mo; que ¨¦l y unos pocos hac¨ªan por elecci¨®n lo que los otros hacen por carencia. Sinti¨®, modesto, un sobresalto de jactancia ¡ªy decidi¨® incluir, en uno de sus crucigramas, la palabra ¡°vanidad¡±. Estaba, como todas, sola: orgullosa, desafiantemente sola, sin ninguna que la modificara.
(Hace unos d¨ªas muri¨® el crucigramista de este diario. Yo intent¨¦ imaginar c¨®mo ser¨ªa serlo; por supuesto, no consegu¨ª llegar a nada).?
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